El ser
humano se caracteriza por su subjetividad. La misma es el marco referencial de
todas sus acciones, sin importar el nivel de concreticidad a las que algunas de
ellas puedan estar sujetas. El individuo, al vivirse subjetivamente-como diría
Jean Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo- mira y trata al
mundo desde esta su propia perspectiva situación que le lleva a reducir su
entorno a su individualidad.
La indiferencia forma parte de ese inventario de subjetividades de las que el individuo se vale para aproximarse y desenvolverse en el mundo. En su sentido más llano, la indiferencia es la apatía que se manifiesta ante situaciones que demanda una acción rápida al respecto o, de no ser así, al menos un gesto de asombro que indica que lo ocurrido es tan reprochable que ha dejado a cualquiera con el deseo de que se tome una acción inmediata.
La indiferencia forma parte de ese inventario de subjetividades de las que el individuo se vale para aproximarse y desenvolverse en el mundo. En su sentido más llano, la indiferencia es la apatía que se manifiesta ante situaciones que demanda una acción rápida al respecto o, de no ser así, al menos un gesto de asombro que indica que lo ocurrido es tan reprochable que ha dejado a cualquiera con el deseo de que se tome una acción inmediata.
Pero la
indiferencia no es casual. Su aparición procede del desencanto que padece el
individuo, producto del abuso y de la subsecuente indiferencia de los sujetos y
organismos responsables para hacer algo al respecto. Muchas veces, el abuso, o
el maltrato, no se detiene bajo ninguna circunstancia, sino que, por el
contrario, se pasa por alto dejando por sentado que el mismo está refrendado
por el silencio de los responsables de aplicar justicia al respecto lo que
denota una clara complicidad.
Ante esta
situación, el individuo cae en una especie de impotencia que le empuja a buscar
una vía de aplicar su propia justicia. Eso que muchos llaman sed de justicia,
surge por desesperación, muta en el que la padece de manera férrea
convirtiéndose en sed de venganza; la misma sólo se sacia cuando se ve que el
agresor ha caído tan bajo que produce en su víctima compasión.
Pero
esperar a que el agresor sucumba bajo su propia maldad resulta peligroso pues
se corre el riesgo de ser víctima de su propio rencor. Es ahí donde el
individuo entiende que lo mejor es dejar que las cosas sigan su natural curso,
mientras se juega al olvido, tratando de ignorar esa impotencia que produce la
indiferencia de los que pueden juzgar rectamente una causa debido a que tal
acción es de su entera competencia.
Una vez
comprendido todo esto, el individuo queda convencido de que nada se hará en su
favor, ni por los que cuentan con el poder para hacerlo, ni por aquellos que
por los que una vez arriesgó su cabeza y que hoy prefieren ignorar lo sucedido
en favor de preservar su status quo. Tal convicción le encierra en tal
resignación que con el correr del tiempo se transforma en indiferencia.
La
indiferencia no surge de golpe, se va formando con cada evento incómodo que
surge en su derredor pero que él, cuando antes manifestaba su solidaridad,
prefiere ignorar y dejar que “el diablo se lleve al demonio”. Puede darse el
caso de que todo se hunda a su derredor de tal forma que su propia existencia resulte
afectada, pero es tanto el desconcierto que le produce la impotencia que
prefiere cerrar los ojos y sufrir de paso el daño.
Quizás la
opinión pública censure este proceder. Pero lo que sucede es que es la manera
que se tiene de saciar un poco su sed de venganza sin incurrir en la violación
de cualquier ley jurídica o natural. Porque la indiferencia, aunque censurable
es la mejor manera de devolver el pago a quienes desde su indiferencia
permitieron el daño y pretendieron darse por ignorantes de un hecho que, a
todas luces, era pura y simplemente, una acción condenable desde el ángulo de
la justicia.
Por: José
E. Flete Morillo.-