En los tiempos en que la tecnología
digital era pobre y escasa, comparada con la actual, lo muchachos solían reunirse en las
noches para contarse para contarse relatos fantásticos que escuchaban de los
adultos y de otros compañeros que habían logrado la destreza de contarlos.
Producto de la carencia de artefactos
tecnológicos, la imaginación y la creatividad eran lo más común. Mientras los
relatos eran narrados, la imaginación recreaba cada instante de aquella historia
que resonaba en el silencio nocturno. Cada escena era recreada por los
espectadores con tanto colorido que la misma permanecía por días manteniendo la
misma sensación del primer día.
Esas narraciones tenían décadas de
existencia, se habían contado de una generación a otra, pero el colorido de la
imaginación conservó su frescura dándoles así trascendencia a tal grado que
formaron parte del aspecto cultural del pueblo.
Por eso, cada noche que los muchachos
se reunían para entretenerse entre la oscuridad y la apremiantes, emergía la
cultura de su comunidad envuelta en tradiciones y fantasías populares que, si
bien no pasaban de ser eso, fantasías, gozaban de todo el crédito de la
inocencia. La oscuridad le daba a ese momento, y al relato mismo, ese toque mágico.
Ese instante sobrecogedor es emulado
en el cine. Cuando las luces se apagan y se enciende el proyector, la
imaginación cobre forma, ya no mental sino, corpórea, donde en la superficie
plana un nuevo universo se dibuja ante la mirada del espectador quien anclado
en su silla vive miles de emociones en un solo instante.
Los relatos que el cine ofrece son
ricos en variedad. Desde la película más triste hasta la mas alegre, y desde la
conceptual a la simple, se percibe en la superficie plana y blanca una serie
de historias marcadas por la realidad, en unos casos, y por la fantasía, entre otros; los mismos cobran vida tras las luces, el movimiento y el sonido (éste último a
partir de la tercera década del siglo pasado).
La sala del cine es el lugar donde la
imaginación es infinita; allí lo imposible pasa de ser una condición a un
término obsoleto. En cada entrega, los relatos cinematográficos ocupan la
imaginación y los sentimientos del espectador hasta llevarlo a la intención de
fusionarse con el personaje que capta su mayor atención.
La valentía, la temeridad, el
ingenio, el amor y la osadía, y el respectivo opuesto de cada cualidad, llenan
de entusiasmo al público que ocupa la sala con la intensión de montarse sobre cada
relato y así emprender la huida a lugares donde sólo la imaginación puede llegar.
Cada personaje del mundo
cinematográfico, además de modelar algún tipo de conducta, denuncian el pesar y
el bienestar de la vida, situación suficiente para que el público que pernocta
en la sala de proyección encuentre correspondencia a su situación imperante en
ese momento, lo que explica el brote de lágrimas y risas, lo mismo que el
enfado, que afloran entre escena y escena.
En cada relato cinematográfico, la
historia de la humanidad con sus respectivos problemas, se recrean una y otra
vez según la perspectiva del director que los presenta. Si hoy se puede entender
más fácilmente el drama de la humanidad primitiva -por mencionar un ejemplo- es
gracias a esos sucesos que se relatan entre imágenes en movimientos.
Como aquellos momentos de inocencias
que transcurrían entre relatos nocturnos, sin que nadie cuestionara su
veracidad, en el cine se vive la cosificación de la imaginación sin pensar
siquiera en su valor de verdad que, en el fondo y a final de cuentas, es lo que
menos importa, pues basta con la leve posibilidad de que lo que se figura
remoto e imposible pueda ser alcanzado en unos instantes proyección imágenes que
transcurren entre luces y sombras.
Por: José E. Flete Morillo
