A menudo, la humildad es ponderada como una virtud;
muchos la ostentan como una evidencia de un valor incalculable, tanto que se le
califica como condición necesaria para la vida eterna. En otras ocasiones, se
le tiene como un motivo de conmiseración de parte de quienes presumen de un
espíritu filántropo. Sin importar las perspectivas, la misma no pasa de ser una
manifestación conductual que cualquiera asume a su conveniencia y antojo.
Convencionalmente, la humildad suele ser vista como una (…)
virtud humana atribuida a quien ha desarrollado conciencia de sus propias
limitaciones y debilidades, y obra en consecuencia[1].
Pero esta definición raya siempre en el capricho del otro quien valora de “humilde”
a quien obtempera si remilgo a sus caprichos. Más adelante, en esta misma
fuente, aparece el complemento de la información donde se percibe la sentencia
para quien decide, sea cual fuere la causa, reservarse el derecho de no
adocenarse:
Una persona que actúa con humildad no
tiene complejos de superioridad, ni tiene la necesidad de estar recordándoles
constantemente a los demás sus éxitos y logros; mucho menos los usa para
pisotear a las personas de su entorno. En este sentido, la humildad es un valor
opuesto a la soberbia.
Partiendo del rigor con que se describe esta actitud en quien
la posee, se percibe a grande rasgo que el planteamiento es más exógeno que
endógeno, es decir que la de alguien que está a distancia, razón suficiente
para proceder con exigencia. Es decir, al plantear “cómo se es o no humilde” lo
hace porque la posición en que se encuentra al respecto con la persona a quien
juzga le pone en una posición de ventaja o desventaja.
Es “el otro”, no yo, quien “decide” si soy o no humilde; es
él quien advierte en mí la presencia o ausencia de la humildad. De modo que soy
humilde, no porque decido serlo sino porque él así lo entiende.
La humildad sólo es perceptible por “el otro”; yo simplemente
actúo y él se encarga de atribuir a esa acción epítetos que rayan en la aprobación
o el rechazo. Por ejemplo, si me dejo llevar como oveja al matadero, si hago,
sin chistar, lo que me dice (sin importar que me perjudique o no), entonces me
describe como una persona “humilde”; pero, cuando decido no someterme a sus
caprichos, o si cuestiono su observación, entonces me estigmatiza como alguien
arrogante, que es todo lo opuesto a lo que él entiende por “humildad”.
La humildad no es confesable, cuando esto sucede, se es todo
menos humilde; porque al admitir la humildad como un valor, lo que el confeso
hace es, más bien, regodearse de su condición, se siente “bien” al decir que lo
que es, y eso es un tipo de arrogancia. El que es humilde no lo advierte, sino
que está enfocado en la cuestión del momento: en la observación que “el otro”
le hace sobre tal o cual cosa, pero es su actitud lo que le llevará a
obtemperar o no al respecto.
La humildad es compleja porque puede manifestarse de
diferentes formas y siempre resulta ser un asunto de percepción que, se quiera
o no, implica la necesaria participación del otro. En cambio, en lo que de mí
depende, la misma siempre estará mientras mis limitantes con el fin de superarlas,
pero si me regodeo de semejante actitud aquella deja de ser tal y, en cambio, será
otra manifestación más de arrogancia.
La humildad, cundo parte de mí, cuando me hace consciente de
mis deficiencias es benéfica ya que, al reconocer mis limitantes, más la
necesidad de superarlas, me empuja buscar una salida pertinente a esa
necesidad. Esa actitud ante mis deficiencias es una humildad no fingida, humildad
de la que no me enorgullezco, sino que evito, mediante cualquier vía, que el
otro se percate de ello. Y no es que la reconozco como una virtud sino como una
debilidad.
Pero, cuando se trata del otro, la humildad es un recurso de
manipulación perfecto puesto que la usa en mi contra cuando quiere, como dije
anteriormente, sacar de nuestra relación alguna ventaja a su favor. No es que
le interese mi persona, no es que quiera mi bienestar, ni que se interese para
nada en la verticalidad de mis valores, el asunto es que ve en mí un medio y no
un fin, él utiliza el concepto de humildad como herramienta de manipulación en
mi contra.
En el fondo, al otro le deja sin efecto si soy o no humilde.
Por tal razón, para mantenerme inmune a su indiferencia, debo mantener la mayor
distancia posible, esto es que, aunque esté cercano, aunque comparta
actividades o espacios de cualquier índole, debo tratarlo como si no existiera
y concebir su saludo no más allá del sentido de un estornudo.
En pro de mi felicidad, debo ocultar al otro cualquier asomo
de humildad porque puede usarla en mi contra; esto no implica que el empleo de
la arrogancia; lo que quiero decir es que, para neutralizar al otro en su
intento de manipularme, debo utilizar un mecanismo que me libre tanto de la
contraproducencia de la humildad como de lo nocivo de la arrogancia, mecanismo que,
aunque sea inevitable el trato con “el otro” me permita en la medida de lo
posible prescindir de él; me refiero a la indiferencia.
Ser indiferente con el otro me permite reconocer su inevitable
existencia. Sé que está ahí, pero no le permito traspasar los límites de que le
privan de mi vulnerabilidad. Si lo saludo, o comparto algunas inquietudes, será
sólo bajo algún imperativo pragmático. Nada más.
Quizás esta propuesta resulte desagradable para cualquiera,
sobre todo para quienes operan dirigidos por alguna máxima que apunte a la
filantropía; sin embargo, es la manera más apropiada de mantener alguna
relación con “el otro” sin el riesgo de que sus caprichos sean el móvil de
cualquier asperidad entre nosotros. Sólo así, mediante la indiferencia puedo
evitar que emplee en mi contra, cualquier actitud que denote humildad.
Por: José E. Flete-Morillo.-
[1]
Significado de Humildad (12 de marzo de 2020). Disponible: https://www.significados.com/humildad/