Dice un
viejo refrán, “¡Crea fama y échate a dormir!”. En el mismo se alude a las
consecuencias del prestigio; éste antecede a toda persona que lo padece sin
importar la escala, es decir en bien o en mal. En otras palabras, el prestigio
es la fama que trasciende a la persona; el mismo abre o cierra puerta antes de
que pise en algún lugar en cuestión. Por ejemplo, si va a una oficina y se
presenta ante los incumbentes, al decir su nombre le dice “¡Ah es usted…! ¡Ya
lo conocía de referencia!
A esa
fama que antecede a toda persona se le conoce como reputación. La misma se rea
mediante una trayectoria conductual que se lleva a cabo acentuando la cualidad
de la misma.
La
reputación, en sentido llano, es el prestigio que trasciende a la persona. La
misma va más allá de su existencia y resulta una carta de presentación por
adelantado. Quien la comprende y entiende su dimensión asume por completo la
expresión de Robert Green[1]
(1998) cuando sostiene que todo depende del prestigio por lo que éste debe ser
defendido bajo cualquier costo. Cuando
el prestigio es empañado, parafraseando al autor citado, lo que continúa es la
vulnerabilidad.
El
prestigio es un arma poderosa cuando el mismo es construido sobre el pedestal
de la moralidad. Cuando esto sucede, basta citar el nombre de quien lo posee,
para que toda una aureola de aplausos y refrendos aparezcan libre de dudas. Incluso,
este tipo de personas es un referente que aparece sin “defecto” en cualquier
argumento de autoridad; nadie cuestiona cuando se le nombre; por el contrario
(aunque parezca una exageración) omitir su nombre podría constituir una falla
imperdonable.
La
reputación, cuando es positiva, provee al beneficiario de toda credibilidad;
difícilmente se le cuestione cualquier planteamiento, y menos si el mismo
campea sobre los rieles de la moralidad. Las personas que gozan de buena reputación,
con sólo mencionar su nombre, valida cualquier argumento.
Cuando se
tiene en grado positivo, la reputación es un tesoro, es la solvencia moral que
trasciende no sólo a la persona, sino que también afecta a quienes le rodean.
El alcance de la misma es en diferentes dimensiones y sentidos, tanto crea un
historial para el futuro como garantiza el respeto de los de arriba y la
admiración de los de abajo.
Pero la
reputación tiene un gran problema: es cuando se utiliza para destruir a otros.
Es tal el peligro porque su beneficiario, al ser libre de toda duda goza de
libertad para perjudicar a los demás. Y como nadie duda de lo que diga, tiene
la facultad de decir lo que mejor le parezca con el peligro de ser ovacionado.
Si bien
es cierto que el prestigio es producto de un “día a día” de relación con los
demás en el marco del respeto y la dignidad, también lo es que hay quienes lo
alcanzan trepando, esto es, valiéndose de las circunstancias, arrimándose de
otros para ser cubiertos por su sombra.
Para este
tipo de personas la sombra es favorable porque permite ocupar sus mañas y malas
intenciones. La clandestinidad les permite enquistarse sobre el triunfo ajeno
gracias a que aprovechan en las revueltas donde la anarquía opera por defecto
y, desde esta posición, actúan en silencio, pero no aportando nada sino
sembrando la inquina, con prudencia, para que nadie os advierta, sembrando la
discordia con tal sigilo que, solamente, aquellos que los conocen bien de cerca
reconoce su protagonismo en semejante fechoría.
Desde este
ángulo, conocen todos los entuertos que en aras del bien común afloraron en los
“movimientos sociales”; y como son los únicos sobrevivientes de esa camada de “mártires”,
pues nunca arriesgaron el pellejo para defender una causa, se promueven así
mismos como la panacea de una trayectoria de lucha política y social, aderezando
su currículum ficticio de hechos que nadie recuerda, excepto ellos mismos.
Una vez
enquistados en esa fama utópica, dan riendas sueltas a una serie periplos hablando
de temas de los que nada saben con precisión pues nada han leído al respecto,
sino que lo recogen de la oralidad que proviene de moda; es decir, saben algo
porque, como es el tema del momento y los medios de comunicación masiva los
manosean para mantenerse sobre el tapete, llega a ellos sin dificultad alguna. Y,
gracias a que medran en lugares donde los incautos son mayorías y la ignorancia
es una virtud, se erigen a sí mismos como la panacea de la moralidad, el
compromiso social y la frontalidad discursiva; todo esto además de autoproclamarse
como “únicos sobrevivientes de una generación modélica de la que sólo ellos
tienen memoria.
Una vez alcanzado
semejante prestigio -por cierto, muy mal habido- se abren paso en todo escenario
promoviendo su inflada persona. Convencidos de sus propias mentiras, se pasean
por cualquier escenario, mirando despectivamente a los demás, ensimismados en su
prestigio utópico. Si alguien, bajo
cualquier pretexto, los ignora o no le rinde pleitesía, corre el riesgo de ser
objeto de sus enconos y desmanes.
El
peligro de todo esto está en que estas personas, carentes de eticidad, pero
dotado de un prestigio que no les costó ni el más mínimo esfuerzo (pero que están
conscientes de su valor agregado) son capaces de utilizarlo sin el más mínimo
escrúpulo en perjuicio de cualquiera que no se deje enredar de sus habladurías.
En este
sentido el prestigio es pernicioso, porque en manos de quien no lo ha trabajado
honestamente es una verdadera bomba de tiempo que amenaza a todos. Cualquiera
que padezca de las condiciones prescritas y que no tenga ni el más mínimo
sentido del respeto puede utilizar esta condición con el fin de dañar, pero con
el riesgo de ser aplaudido.
El
prestigio, cuando procede de personas inescrupulosas, puede dañar a cualquiera con
el riesgo de que semejante situación halle correspondencia en la mayoría.
Porque una vez alcanzado, nadie duda de quien lo posee y menos si lo que dice es
una mentira. He aquí donde queda demostrado que no es del todo cierto que la
mayoría tenga la razón, sino todo lo contrario que la mayoría, con frecuencia,
se equivoca.
Cuando
alguien ha calado en la sociedad de manera turbia, y de esa manera consigue el
respeto y la admiración de muchos (que casi siempre, en su mayoría, son incautos),
se corre el riesgo de pluralizar el mal, porque si este individuo actúa en desmedro
de cualquiera que se le antoje, su acción difícilmente sea corregida o
sancionada porque en la mente de los más torpes la acción termina siendo
justificada; incluso dirán “se trata de fulano quien difícilmente comete un
error”, o “por algo actúa así, alguna razón justificada tiene”, lo que deja a
las verdaderas víctimas muy mal paradas.
Aquellos
son verdaderos manipuladores del prestigio; constantemente recuentan sus
ficciones para mantener en expectativa a los demás, para mantenerse en su subconsciente
como la panacea de la moralidad y la virtud. Desde este ángulo manipulan la
atención y la admiración de los demás en favor de su periplo destructivo de la liquidez
moral de quienes se resistieron a doblegarse ante su mitomanía megalómana.
Son
aquellos, los primeros quienes convencen que hay que tener cuidado delas
personalidades prestigiosas, los que con sus actos convencen que las
apariencias son peligrosas, máxime en quienes son pregoneros des sus propias
virtudes callando al mismo tiempo sus defectos.
Por: José
E. Flete-Morillo








