Cine, filosofía, gratitud, belleza, fe, filósofo, teología. odio, duda.

sábado, 23 de marzo de 2019

El intelectual y el miedo.-


¿Qué es un intelectual?¿ Cuáles son los indicadores que nos permiten decir de alguien “éste es un intelectual”? ¿Con cuáles personas se relaciona? ¿Cuáles son los límites morales que demarcan su espacio de acción? ¿Hasta qué punto sus reflexiones le comprometen con una causa determinada? ¿Puede ser copartícipe de un hecho sin resultar manchado? ¿Está “más allá del bien y del mal”? ¿Es correcto que se muestre indiferente ante eventos que demandan su inmediata intervención alegando imparcialidad? ¿Es posible que sea imparcial? ¿Es inmune a la corrupción? ¿ Puede presenciar el abuso y decirse que es libre de complicidad? ¿Es siempre certero en sus decisiones?
Preguntas como éstas, así como otras que no figuran aquí, parlotean en nuestro subconsciente cada vez que nos encontramos o pensamos en el “intelectual” como referente de una argumentación, de un discurso. Hay casos en que lo figuramos como un ente acabado, perfecto, sin mácula. La palabra “intelectual” se nos dibuja tan desproporcionada que cuando la pensamos, o simplemente escuchamos, nos remite a una especie de genio, de individuo prodigio o, llanamente, a una persona cuya “sabiduría” ha trascendido el tiempo y el espacio de la época que le ha tocado vivir. Prácticamente, decir que alguien “es un intelectual” es atribuirle méritos que escasas personas ostentan.
EL “intelectual”, ese personaje al que solemos imaginar “leyendo indeterminada cantidad de libros” es comúnmente visualizado como una herramienta necesaria para los aparatos gubernamentales, porque se le considera como una especie de visionario que ve “más allá” de lo que nuestra trivialidad nos permite. Quizás, es por eso que dictadores se rodeaban de estos individuos y le tenían especial cuidado, además de la más estricta vigilancia.
 En todas las esferas de poder el intelectual figura, su presencia se percibe allí en pro o en contra. Resulta difícil encontrar un gobierno que no cuente con una figura emblemática como la del intelectual. Allí está el intelectual, como asesor del poder, orientando, siendo consultado. Sin embargo, mirando más allá de una moral metafísica, es decir, de aquella que contempla, como planteaba Kant, que el ser humano debe hacer siempre lo que es correcto porque cuenta con el beneficio de la razón, entendemos que el intelectual también suele prestarse a todo acto cuestionable, a servir al poder como instrumento de explotación y destrucción; respaldando el abuso de poder, la humillación y el ultraje; asintiendo con sus ideas, incluso justificando, los actos bochornosos que se perpetran desde el poder.
 Los dictadores, por ejemplo, son responsables de los asesinatos que se cometieron bajo su sombra, son el centro de recriminación por los crímenes que se registran en su gestión; sin embargo, sabemos de “sujetos talentosos” que operaban desde la oscuridad orientado a esos déspotas, supliéndoles técnicas para mantener el poder, diciéndoles dónde el peligro asecha y cómo pueden esquivarlo. Pero pocos han entendido que, detrás de un gobernante se esconde una mente maestra: el intelectual.
 Muy pocos perciben su proceder debido a la que posee virtud de operar sin dejar rastro alguno; su fobia al bullicio y a la algarabía le salvan de ser descubierto en sus funciones. No hay forma de identificarle a la distancia: hay que seguirle muy cerca para saber que es él quien suministra el consejo al poderoso para que actúe sin levantar sospecha. Es el Merlín detrás del Rey, el mago que le advierte a su pupilo Arturo de los peligros que le acechan. Es el mago Merlín quien, en lo más secreto del castillo, instruye al emperador  sobre las mañas que debe emplear para retener el poder, sin importar lo nocivo de éstas.  Sólo Arturo sabe de Merlín; los demás simplemente le han visto, pero nadie conoce hasta qué punto ese “mago del poder” conoce de estrategias gubernamentales; sólo saben que “trabaja para el Rey” , que devenga un salario deseable; pero no saben con exactitud qué hace.
Sin embargo, a pesar de que tendemos a relacionar al intelectual con el “inteligente”, con una persona que ha devorado una “cantidad asombrosa de libros”, hay quienes advierten que el intelectual suele escaparse de estas apreciaciones; es decir que hay ocasiones en que su inteligencia no es muy notoria, pues se trata de  una especie de “sujeto promedio”. Por ejemplo, Gabriel Zaid, en “De los libros al poder” afirma:
“Aunque los intelectuales son algo así como la inteligencia pública de la sociedad civil, y aunque son vistos como personas muy inteligentes, no se distinguen por su inteligencia. Es fácil encontrar intelectuales menos inteligentes, menos preparados, menos cultos, que tal o cual persona que no figura como intelectual. La verdadera diferencia no es de capacidad sino de función social”
Es decir, si el intelectual no se distingue por su muy notable inteligencia sino por su “función social” entonces nos encontramos a un sujeto hábil cuyo talento radica en que su sentido común es tan agudizado que es capaz de ver más allá de las cosas ordinarias; por lo tanto es un individuo totalmente fino en sus percepciones, cauteloso en su forma de hablar y  cuidadoso en sus planteamientos. Su experticia en el manejo de los demás es producto de su experiencia en el trato continuo, manejándose con personas de todo tipo de temperamento y carácter; en otras palabras, conociendo el lado oscuro de las relaciones interpersonales.
Zaid, por lo visto, resalta el aspecto funcional del intelectual; lo separa del sujeto que se apasiona con el saber pero que sus ambiciones de poder son escasas; este tipo de intelectual es un ente anónimo cuyas pesquisas no superan las ambiciones personales. En cambio el intelectual funcional, aunque menos dado al saber, pone su entelequia al servicio del poder. Ama el poder, lo disfruta, pero se resiste a exponerse al público, así que prefiere obrar desde la oscuridad. El trono jamás será su principal atracción, prefiere estar detrás, susurrando a oídos del poderoso ideas que concreticen sus angurria de mando.
Este tipo de intelectual es social, no porque responde a  una finalidad filantrópica, sino porque es en la sociedad donde sus acciones surten efecto. Zaid añade que la función del intelectual funcional “no se caracteriza por el ramo, profesión, gremio, especialidad”; es decir que hay algo más que una mera productividad de libros y conceptos para tomar en cuenta en el momento de señalar a alguien como “intelectual”, y esto tiene que ver con una serie de valores y virtudes que hacen del intelectual alguien más que un  productor de conocimientos. Tiene que ver con su actitud frente a las élites de poder.
El término “intelectual” ha sido tan manoseado que se ha perdido de vista la esencia del mismo y quienes realmente lo son pasan por desapercibido ante nuestros ojos dejando tras de sí las secuelas de sus acciones sin que podamos determinar la procedencia de éstas. Debido a la cualquierización referida, el “intelectual de facto”, éste que pulula entre las élites de poder, se torna imperceptible, simulando una apariencia “de mero reproductor de conocimientos”, de amante de los libros y del arte en general, ocultando a todos su verdadera personalidad: una especie de Rasputín dirigiendo los destinos del Estado sin mover un solo dedo. No le molesta, ni en lo más mínimo, que se le llame “devora libros” o “ratón de biblioteca”; todo lo contrario, prefiere que lo vean como un “amante del saber” cuyas ambiciones están impresas en los libros. De esta forma su estadía en el poder nunca será blanco de intrigas ni envidias; de esta forma seguirá susurrando a oídos del emperador como una sombra imperceptible, como un rumor que se extiende sin que nadie se percate de su verdadera realidad.
Sin embargo, sería una verdadera injusticia encasillar demasiado al intelectual de esta manera. Claro está, que lo expuesto anteriormente no carece de certeza; todo lo contrario, pues narra lo que sucede el intelectual cuando evita hacer uso de su libertad por temor a las consecuencias. Claro está que el intelectual –sea escritor, artista, filósofo o científico- está bien orientado sobre su papel en la sociedad; sin embargo, dependiendo de cómo decida enfrentar la realidad de su función, estará de frente o al lado del poder.
En cualquier diccionario encontraremos una definición superficial de la palabra “intelectual", se nos dirá: “Relativo al entendimiento. Espiritual, incorpóreo. Dedicado al estudio. Mental. Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. Definición que presenta a un individuo con poca incidencia social. Pero en realidad es todo lo contrario, pues el intelectual está consciente de que su papel en la sociedad es determinante. Por eso, cuando no hace las veces de consciencia crítica de la sociedad, se presta como instrumento de arribo al poder. No es un ente anónimamente ensimismado, aunque aparente serlo, es un ente consciente de que está más allá de los libros y de cualquier tipo de saber. No es que deteste este tipo de oficio ni que sea un enemigo de las “letras” sino que su perspectiva del mundo, de la sociedad, no está encasillada por referidos parámetros.
El intelectual pude utilizar los “libros” para enriquecer su agudeza, para ser más perceptivo, los libros le permiten enriquecer su visión cosmogónica, pero no puede quedar en preso de un saber contemplativo; tiene que recorrer otros caminos que su agudeza le permite descubrir. Quedarse enmarcado entre libros, es decir, no mirar más allá de ellos riñe con su condición de libertad.
El intelectual no puede ser enemigo de los libros. Quizás  su interés no sea muy marcado pero, no puede sentir desprecio hacia ellos. Tal vez manifieste desprecio, pero no puede llegar sentirlo; lo manifestaría haría como un acto de hipocresía con el fin de  evitar que se descubra su verdadera personalidad, como un recurso de evasión para esquivar cualquier tipo de  ataque en su contra; pero si hay en él, aunque sea,  un leve sentimiento de desprecio hacia los libros, hacia el mundo de las letras, entonces estaría renunciando a sí mismo ya que es en los libros donde encuentra los recursos  para agudizar su  “sentido de percepción”. Sobre esto, Robert D. Kaplan nos presenta un interesante cuadro:
“Un presidente o un puede poseer un intelecto pobre, pero aun así mostrar un buen criterio. Maquiavelo, parafraseando a Cicerón, explica que un hombre ordinario que valore la libertad identificará a menudo la verdad. Ronald Reagan fue un hombre así. Reagan, como Harry Truman, era más culto de lo que la mayoría de gente cree, pero ambos carecían de pretensiones intelectuales y de formación académica y ambos fueron despreciados por las élites política de su tiempo.
  Un secretario de Estado o ministro de Asuntos Exteriores debe convertir los impulsos de un presidente en una actuación compleja. Esto requiere una formación intelectual, de la que la literatura es la gran proveedora, ya que aumenta la propia experiencia con la perspicacia de las mentes más preclaras”(El retorno de la antigüedad)
Así que, no se trata de inteligencia sino de intuición y habilidad para manejarse con los problemas y las estructuras de poder buscando las diferentes formas de incidir en ellas sin ser sorprendido en sus acciones. Porque para manejarse con los asuntos de poder se necesita ciertos talentos que, aunque algunas veces son naturales y otras sociales o circunstanciales, los libros depuran y especializan. En la novela “El cuarto poder” de Jeffrey Arche encontramos, a pesar de que se trata de una inventiva literaria, un personaje, Richard Armstrong, cuyas dotes intuitivas fueron matizadas por los libros logrando, con esto, convertirse en un personaje de gran influencia social.
Pero hay que resaltar que el intelectual no es un “devora libros”, o sea, no es ligero en sus lecturas; no tiene la lectura como un hobbie; sus lecturas son calculadas, redundan en función del fortalecimiento de su perspicacia. Contrario al “inteligente” que lee todo lo que hay a su paso por su insaciable sed de saber, aquél selecciona sus lecturas en consonancia con lo que, personalmente, quiere. Pero sus lecturas son privadas, no las comparte; entiende perfectamente que se tratan de armas poderosas, de modo que las esconde.  En caso de que comparta alguna lectura lo hace con aquellas que, de ser usadas, no representen ninguna amenaza. Pero las que son programadas son de su exclusividad.



EL perfil del intelectual.-

Para tratar este punto, retornemos a las apreciaciones que Gabriel Zaid tiene sobre el intelectual; para ello parte de cierta reflexión que hace en torno a la relevante personalidad de Emil Zola quien decide, desde su escenario de escritor, manifestarse en contra de los yerros cometidos por la élite francesa de su tiempo. Zaid, en “De los libros al poder”,  escribe:
“El paradigma apareció encarnado por Zola cuando intervino en el caso Dreyfus. En particular, por su carta abierta al presidente de la república, publicada por el diario L´Aurore (18 de enero de 1898) con un título que pasó a la historia: J´acusse.”
De manera sucinta, Zaid trabaja los tipos de denuncias y críticas que Zola hace a las élites francesas en respuesta a ciertas acusaciones que se hacen en contra del capitán francés de origen judío Alfred Dreyfus. Zaid presenta a Zola como el prototipo de un intelectual, como el modelo con el que se debe medir a todo aquel del que sospechemos “intelectualidad”. Según el autor, el intelectual funge como conciencia social, denunciando los males que corroen a la sociedad:
“Su intervención, se refiere a Zola, puso en evidencia que la verdad pública no está sujeta a la verdad oficial; que hay tribunales de la conciencia pública donde la sociedad civil ejerce su autonomía frente a las autoridades militares, políticas, eclesiásticas, académicas. Hizo ver que las cosas de interés público no pueden reducirse a tal o cual interés, competencia, jurisdicción: que la guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares, el derecho demasiado importante para dejarlo en manos de los abogados”.
Zaid se refiere al intelectual como un individuo osado, pues se arriesga atrevidamente cuando persigue hablarle a todo el mundo sin importar a quien se está enfrentando. El intelectual conoce el medio en que obra y sabe perfectamente quienes son los que tienen el control de la situación operante. Nadie que desconozca la naturaleza de su realidad circundante ni las estructuras de poder que la manejan puede llamarse intelectual. Nadie, por más libros que lea y escriba, que ignore su realidad funcional  y que afirme neutralidad social, puede ser considerado intelectual.
Antonio Gramsci afirmaba que todos los hombres son intelectuales. Bueno, si se refiere al caso de emitir opiniones y de hacer uso de su entelequia, si es en a partir de esta premisa, tiene razón. Pero disiento de él en el aspecto de la funcionalidad del intelectual ya que este “es una herramienta” que puede ser usada en pro o en contra del poder. Y no puede mantener la boca cerrada cuando se hable de algún asunto de calidad social; pero no social de revistas o de pasarelas, sino de asuntos que tienen que ver con el orden,  la seguridad y la dignidad de los demás. El intelectual, que de seguro Gramsci, no lo vio de esta  forma, posee un sexto sentido, el de lapercepción, que le permite mirar el peligro de las cosas que a los ojos de los demás parecen triviales; él puede ver consecuencias futuras de las cosas que, en el presente, los individuos comunes les atribuyen muy poca importancia.
El intelectual es altamente perceptivo, nada de lo que conoce pasa por desapercibido: emplea tiempo analizando eventos y situaciones que, aunque representan un gran peligro social o conllevan alguna consecuencia de valor contingente, la sociedad, y aún quienes la dirigen ignoran. Por ejemplo, Roberto Cassá, refiere el caso de la oposición que sufrió el proyecto de anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos en el 1861.  La oposición fue encabezada por Charles Summer  quien previó el peligro que representaría para la hegemonía racial estadounidense. La acción emprendida por el senador norteamericano son propias de un intelectual: vio más allá de lo que los negociadores tenían en manos, su agudeza le permitió reparar en consecuencias que, por el momento, no representaban ningún tipo de inconvenientes,  pero en el futuro sí. Pero no sólo fue el problema de el rechazo de la moción sino el tipo de incidencia de Summer en un asunto del Estado norteamericano. Un intelectual, por más libros que tenga en su cabeza, si no tiene incidencias en los asuntos de la nación, queda bajo sospecha y no pasa de ser más que un elemento decorativo. Y Charles Summer conocía hasta dónde llegaban sus influencias en el Estado norteamericano y se valió de ellas para impedir lo que  él consideraba una amenaza a largo plazo. Pero es pertinente aclarar que con esto no se contempla la calidad moral de las acciones emprendida por el senador norteamericano, lo que se quiere resaltar es  su incidencia en un caso cuyas  posibles consecuencias  fueron ignoradas, excepto por él.
Otra característica que nos ayuda a explicar mejor el perfil del intelectual es su parquedad. La frialdad no puede faltar en el intelectual, tiene que mantenerse sobrio ante cualquier hecho que presencie, no importa que el mismo mueva a la consternación. Es cierto que hay casos que no podemos ignorar, que mueven a la sanción y a la queja masificada por lo relevante del asunto; es cierto que manifestar serenidad ante semejante situación denota inhumanidad; pero la parquedad es el camino a la búsqueda de solución a problemas extremadamente complejos, problemas que requiere de analistas serenos, libres de emotividad. Las emociones no conducen más que a la desesperación y a subsecuentes acciones erróneas. Sólo la parquedad, la frialdad mental, es el camino más próximo a una salida más viable y menos frustrante.
Si el intelectual actúa bajo el imperativo de la pasión, su calidad de calculador queda en entre dicho; tiene que ser indiferente ante el dolor de los demás, inclusive de los suyos, para poder calcular salidas apropiadas a los problemas que se viven en el momento. Es cierto que mostrarse frío ante eventos que conducen a la conmoción y a la consternación colectiva se dibuja  como inhumano y poco condescendiente, pero la realidad es otra:  sólo con la cabeza fría se puede hacer frente a situaciones apremiantes. Y esto lo sabe el intelectual; y no hay forma de pensar con la cabeza fría en situaciones apremiantes sino siendo frío, parco, inhumano.
 Recuerdo un caso que me permite ilustrar esto de la parquedad del intelectual. En un evento cultural de nuestro país, sucedió un accidente que consternó a todos los presentes. Fue tan crudo lo sucedido que una preocupación general se apoderó de todo el evento. Se trataba de un niño que fue arrollado por un vehículo del lugar. Lógicamente, aunque fue culpa del niño y de los tutores que le abandonaron a su suerte, los responsables del accidente eran las autoridades que organizaron el evento cultural; pero como el hecho, naturalmente, encerraba un conflicto político en caso de ser manejado por la prensa. Mientras todos estaban consternado procediendo a la especulación, las autoridades ordenaron a los trabajadores que hicieran rotundo silencio y que dejaran todo a su cargo. Luego, al día siguiente, decían a los que les preguntaban por lo sucedido que todo estaba bien, que visitaron al niño al hospital, que éste se hallaba fuera de peligro, estable, que hablaron con sus padres quienes reconocían lo “tremendo del muchacho” y que, naturalmente, sabían todo el esfuerzo realizado por la Institución para que la familia pudiera superar aquel impase. Lo interesante de todo esto es el teatro montado puesto que los tres que dicen haber visitado al herido eran los principales organizadores del evento; segundo, la “estabilidad del niño” es cuestionable pues es una información que sólo ellos tres manejaban pues no permitieron que otros les acompañaran en la supuesta visita; tercero, según los que presenciaron el accidente, seguridad y los miembros de la Cruz Roja, de manera aislada, describían el hecho como dantesco y que, en caso de que el niño se salvara, posibilidad que era muy remota, quedaba con serias, muy serias, lesiones cerebrales pues la rueda del vehículo le había pasado por encima de la cabeza.
El hecho, a pesar de lo horripilante que luce, fue cierto. Pero no menos cierto es la frialdad con que manejaron el asunto y con la naturalidad con que mintieron y exageraron con respecto a la “estabilidad del accidentado”. Sin embargo, hay que admitir que, si no hubieran farseado tan fríamente frente a un caso de semejante naturaleza, el asunto hubiera cundido todo el país si el caso hubiera sido del dominio común, especialmente de la prensa. Pero magistralmente lo redujeron a sus oficinas y allí le dieron la tonalidad que mejor les plugo. Su parquedad salvó la situación: dos días después nadie comentaba lo ocurrido, solo se hablaba cosas triviales, y nada más. La parquedad es un herramienta poderosa que  permite al intelectual caminar confiado sobre las aguas turbulentas en la que sucumben los individuos mentalmente  vulnerables
C. Von Clausewitz dice:
“La fortaleza del alma no es propia sólo de quien experimenta fuertes emociones, sino de quien, bajo el efecto de los peores impulsos anímicos, sabe mantenerse dueño de sí mismo, de suerte que, pese a la tempestad desatada en su corazón, su capacidad de enjuiciamiento y sus convicciones conservan íntegra su agudeza, como conserva toda su virtud la brújula del navío en medio de la tempestad” (Arte y ciencia de la guerra).
Otra característica que perfila al intelectual es la “influencia”. En él, la percepción deben ir de la mano, una complementa a la otra. Si esta combinación no se convierte en su fuerte, entonces el vicio de la debilidad lo constituyen. No olvidemos que el intelectual es influyente;  pero, para que su influencia sea admitida por los círculos en que medra, todos tienen que dar crédito de su  percepción; cuando todos los que rodean al intelectual saben que éste puede ver más allá de lo común, lo consideran una pieza clave para la jugada final que necesitan hacer. Por eso recurren a él y, con frecuencia, “hacen lo que les sugiere”. De ahí la manera de cómo el intelectual influye en las estructura de poder. 
La influencia, a pesar de su incalculable valor en las burocracias administrativas, ha sido tratada con  ligereza; tanto, que quienes han logrado acariciarla entre sus manos han cerrado para sí mismos las puertas que conducen a la permanencia en el poder; otros en cambio, debido a su sed desmedida de poder, se han obnubilado de tal forma que  han olvidado que hay que “dejar puertas abiertas” para cuando la necesidad amenace. León Tolstoi dice que “la influencia es un capital que se precisa administrar bien”(La guerra y la paz). Y quien persiga influir en el poder no debe estar ajeno al poder de esta máxima. Un verdadero intelectual no se anda por las ramas con esto, sabe que tiene en su mano un instrumento poderoso para guardarse las espaldas.
Nadie que haya sido presa de hambres milenarias debe tener acceso a la influencia, si esto sucede la corrupción es el paso más cercano a dar. Es por eso que, personas que conocemos como verdaderas víctimas del hambre, cuando logran una posición privilegiada en el poder, se tornan los más corruptos, déspotas y truchimanes de nuestra generación, además de ser el lado flaco de la gestión de turno que los privilegia. Es peligroso dejar que el imbécil se maneje a su antojo con la influencia, porque entiende como una oportunidad para saciar todos esos vicios que corroen su alma, de lo que se desprende que suceda en él eso que suelo llamar “versión ruin del rey midas: todo lo que toca se putrefacta”. El intelectual, en cambio, considera que simplemente se trata de ser una autoridad “para con otras personas o para intervenir en un negocio”, para incidir en decisiones de asuntos complejos, en asuntos de poder.
No menos importante es la imperceptibilidad. Aunque el intelectual goza del beneficio de la percepción, pues él puede ver los que otros ignoran por su condición común, resulta para él muy arriesgado y peligroso permitir que otros le conozcan, aunque sea la sombra. Nada en él debe ser identificable, nada e de lo que haga le debe ser atribuido. El intelectual tiene que ser muy discreto en su proceder, tiene que tener la habilidad de “abofetear sin usar las manos”. 
Para el intelectual, el exhibicionismo es extremadamente nocivo. Cualquier persona que se tilde o sea tildada de intelectual, si se exhibe al público, si tiende al teatro, a la fanfarria, no es más que una representación caricaturesca de lo que dice y considera ser. Esto no quiere decir que el intelectual no se exprese o que no opine sobre un tema de interés común; todo lo contrario, el intelectual se caracteriza por manifestarse en pro o en contra de equis situación; pero eso de fanfarronear, de prestarse a teatralizar sobre temas que encierran, además de compromiso, responsabilidad,  pone en evidencia que se trata simplemente de simuladores, de individuos que juegan a la “opinión pública” y nada más. El intelectual en cambio opina, incide; plantea soluciones, algunas veces drásticas pero efectivas. Sin embargo todo esto lo hace detrás de bambalinas, así que todos ven al actor pero nadie ve al que escribe el guión.
 No son así los que se tildan de intelectuales; estos mientras más tocan sus trompetas menos cercanos están de ser lo que pretenden: más bien son aves carroñeras que se alimentan de lo putrefacto de la sociedad; van tras el poder ofreciéndoles sus servicios “mentales” a cambio de prebendas, de dulces envenenados, de caramelos cargados de intoxicaciones de todo tipo; son bulliciosos, solamente aparentan ser pero no son; tienen que hablar sin parar pues únicamente, de ese modo, serán escuchados; es cierto que son inteligentes, pero vocingleros: amenazan con hablar y denunciar, pero un caramelo basta para cerrarles la boca. Como carecen de perceptibilidad, aceptan caramelos envenenados cuyos efectos son tardíos pero efectivos. Recordemos el caso de la sindicalista cuya fama de “boca dura” fue destruida por un presidente que la confinó en el olvido para siempre gracias a la artimaña de sus “caramelos envenenados”.
Pero hay que tener cuidado con los “mercaderes que infestan los medios de comunicación”: estos son muy diestros en retóricas y en el manejo de las emociones de la masa. Tienen, es cierto, la habilidad de dominar la opinión común y de presentarse como paradigmas de moral y rectitud. Sin embargo, cuando siente el dardo de la necesidad atravesar su piel, declinan con suma facilidad ante las ofertas que se les presentan desde las esferas de poder. Son burdos habladores, repetidores de conocimientos que apenas citan cuando quieren saciar callar esa voz interior que les recuerda que no son más que arribistas marcados por un complejo de inferioridad. Sin embargo, el intelectual, a pesar de que procede de un pasado marcado por una imperiosa necesidad, calla porque entiende que la elocuencia del silencio le favorece, no importa el escenario en que se encuentre; allí mientras calla, como una sombra siniestra, escucha a todos hablar, manifestando con sus palabrerías lo que en su interior esconden. Y todos ven al intelectual, todos saben que está allí, le llaman por su nombre, conversan con él, comparten con él, lo tutean; pero nadie sabe lo que es ni lo que hace, todos ignoran que están desnudándose ante él, quien les conoce más de lo que se imaginan. Pero lo ignoran todo, no saben qué hace gracias a su imperceptibilidad. Nadie le conoce porque, a pesar de ser afable, es huraño.
La aparente tolerancia no puede ser ignorada como otra de las características del intelectual. Tiene, el intelectual, que simular estoicismo a pesar de que sus entrañas hierven de rabia o de emoción. Es virtud suya que se manifieste impávido ante las ofensas o adulaciones que recibe constantemente; ante las ofensas, porque debe saber que, debido a su prestigio, es blanco de constantes intrigas y envidias que proceden de todas las direcciones y círculos sociales; ante las adulaciones, porque quien adula con frecuencia esconde sus verdaderas intenciones.
El intelectual puede sentir una furia atroz como consecuencia de las continuas coces y estocadas que recibe de los que le persiguen y adversan empujados, muchas veces, por el virus de la envidia; pero, a pesar de lo flamante de su cólera, tiene que sobreponerse a dichas pasiones y mostrarse comprensivo y tolerante con quienes procuran su mal; de esta forma produce en la opinión pública doble efecto: primero, sus adversarios terminan siendo considerados como mezquinos,  envidiosos y arrogantes contumaces; segundo, su apariencia de tolerante, comprensivo, concertador y pacificador quedan reafirmadas ante quienes conocen de las continuas objeciones que se le hacen. En cierta ocasión, una escritora de origen cubano y residente en los Estados Unidos, a través de la prensa,  llamó a un notable profesor universitario “pusilánime”, entre otras ofensas; los más allegados al profesor, los que no se manifestaron en contra de la escritora mediante la prensa, sugirieron al mismo que debía contestarle; pero él alegó que contestarle sería arreglar el escenario para seguir difundiendo la fama de la escritora; el profesor tenía razón, días después la prensa ostentaba el buen carácter y la tolerancia del profesor obviando la presencia de la agresora. 
“Hay, en fin, los hombres difíciles de conmover, pero que, por eso mismo, al conmoverse se conmueven profundamente; hasta cierto punto, esos hombres son a los precedentes lo que la brasa es a la llama. Gracias a su titánica fuerza, ellos son los más idóneos para agitar las masas, si no es permitido usar esta imagen para presentarnos ciertas dificultades inherentes a la acción bélica. Sus sentimientos son como los movimientos de masas, tanto más irresistibles cuanto más lentos”. (C. Von Clausewitz: Arte y ciencia de la Guerra).
La moderación no puede faltar en un intelectual. Una que persona que no pone freno en su boca y que no domina el sentido de “guardar la distancia” dista mucho de ser un intelectual. La “sensatez en las palabras o en las acciones” no pueden ser subestimadas si realmente queremos incurrir en el mundo de la intelectualidad. Aquí las palabras no carecen de valor, sino que hay que asumir directamente la responsabilidad de cada juicio emitido; lo mismo sucede con las acciones. El mundo del intelectual es delicado con lo que se refiere a las acciones y las palabras pues nadie procede, en lo que a estas se refiere, de manera inadecuada por accidente o de manera ingenua. Lo que se dice y hace, aquí  implica una previa planificación.  El uso desmedido de las palabras, el emitir juicios sin ningún fundamento, el actuar sin cautela y luego, después de todo esto, alegar initencionaidad y yerro es, más bien, propio de los que vocingleros, de personas que enemistan del el sentido común. Porque los vocingleros, doblegados a sus “necesidad” de hablar con la finalidad de ganar dádivas o el favor de algún potentado, emprenden acciones o conversaciones sin reparar en las posibles consecuencias, y como carecen de carácter para asumir la responsabilidad por sus yerros, atribuyen sus ligerezas a su estado de ánimo. El intelectual, en cambio, sabe perfectamente, que en este medio, y más en los lugares donde se persigue el poder, las palabras y los hechos sirven para determinar la calidad de quien los practica.
La moderación, en otros contextos como el de la cotidianidad, se refiere a “ser el punto medio entre los extremos”; por ejemplo, se tilda a cualquier persona de moderado cuando no es ruidosa, cuando es protocolado en el comer, cuando cuida el tono de voz en el hablar. En fin, cuando guarda las apariencias.  Sin embargo, en el mundo del intelectual, la moderación adquiere un matiz muy diferente: podemos decir que la moderación tiene que ver con cuidarse de hacer y decir cosas que arriesguen la reputación y el bienestar que hacen del intelectual una persona influyente en los círculos de poder.
Cuando el intelectual incurre en comentarios sin fundamentos, o participa en comentarios que despotrican a terceros que están ajenos al caso, cuando participan de comentarios prosaicos y cuando proceden desatinadamente en momentos que se requiere serenidad y autocontrol, pone en riesgo su reputación dando lugar a que se le considere poco propicio para ser consultado en asuntos críticos, pues sus palabras y sus hechos lo desmeritan. La moderación es un indicador de que reconocemos nuestros límites y que, en consecuencia, sabemos de antemano de qué manera debemos conducirnos cuando la situación y el lugar lo requieran.
Hay una máxima a la que se le atribuye un origen árabe que dice que el ser humano  “es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”. Y no es menos cierto, las palabras son tan poderosas que, dependiendo de nuestro control sobre ellas, nos salvan o nos condenan. Tanto el decir como el hacer dice mucho de la persona que los practica; nuestras acciones y nuestros hechos son credenciales que anuncian nuestras debilidades y virtudes. Así que nadie, en su sano juicio, se atreve endilgarle dejos de intelectualidad a sujetos que resaltan por sus expresiones escabrosas o por escenificar conductas ajenas a la compostura. Nos resulta muy incómodo, en medio de situaciones límites solicitar orientación y consejos a personas que proceden de semejante forma. A todo esto agregamos lo que dice Baltasar Gracián:
“Gran asunto de la cordura, nunca desbaratarse: mucho hombre arguye, de corazón coronado, porque toda magnanimidad es dificultosa de conmoverse. Son las pasiones los humores del ánimo, y cualquier exceso en ellas causa indisposición de cordura; y si el mal saliere a la boca, peligrará la reputación. Sea, pues, tan señor de sí, y tan grande que ni en lo más próspero ni en lo más adverso pueda alguno censurarle perturbado, sí admirarle superior”. (El arte de la prudencia)
Sin embargo, el perfil del intelectual no puede ser considerado acabado sin abordar puntos insoslayables para la construcción del mismo como son el de la lealtad, la coherencia y, no menos importante, la libertad. Estos tres puntos están íntimamente relacionados por una implicación en cadena; la ausencia de uno de ellos es secuenciada por vicio o por la crisis total de las otras dos. Por eso debemos continuar con la más determinante de las tres: la coherencia.
La coherencia ha sido tratada, por un lado, como la “continuidad que existe entre dos o más cosas”; por otro lado, es considerada, desde la moral, como “el sentido de firmeza que tiene la persona ante situaciones que demandan una posición o actitud”.  Partiendo de esta última concepción, entendemos que la coherencia es un valor moral que, aunque de manera inconsciente, se exige en los grupos de personas debido a los cambios repentinos que sufre la sociedad y, por ende, los individuos. En verdad, no es grato, ni inspira confianza, el tener que asociarse con personas que cambian de punto de vista en función de los cambios y las presiones foráneas o internas. Una persona coherente es firme en sus ideas y en sus planteamientos a pesar de que su actitud entre en conflicto con quienes ostentan el poder.
Una persona coherente es confiable, no importa de qué bando esté, sus planteamientos serán siempre los mismos, sus ideas serán siempre sus ideas, su posición ante una situación determinada será siempre la misma. No es fluctuante, ni su estado de ánimo ni la situación del momento le hacen abandonar su postura. Pero es pertinente aclarar que el hecho de que sea coherente no significa que no mienta, pues lo puede hacer con toda la naturalidad del mundo, con más razón si se trata de alcanzar el poder.
El incoherente, no siente el menor rubor el pensar en “cambiar de caballo frente a situaciones apremiantes, frente a situaciones que cuya oferta de elección enemista con nuestra libertad. Es preferible confiar en un ampón coherente que en un santo fluctuante; el primero, se mantendrá firme en sus principios, aun de manera pública, no importa que los mismos alterquen con el sentido común, pero se puede estar seguro de lo que hará en el momento indicado; en cambio, el segundo, cuando sienta las estocadas de la presión negociará con el enemigo dejándonos solos en medio del problema y, lo menos cierto, habrá negociado a nuestras espaldas, poniendo nuestras cabezas en juego. Azorín, citando a un político liberal español, dice que las contradicciones, lo que aquí rotulamos como incoherencias, “cuando son desvergonzadas mudanzas, por una sordidez cualquiera, son tan infames como los motivos del cambio”.
En la época de “Los doce años”, etapa de terror que nuestro país sufrió entre 1966 y 1978, hace su aparición en el escenario histórico del país un grupo de maleantes conocido como la “Banda colorá”; este grupo de sicarios se caracterizó por sus frecuentes crímenes perpetrados indiscriminadamente.  Un personaje muy conocido, en momentos en que la banda estaba en su apogeo, se presentó por televisión afirmando ser dirigente de la banda; años después, en diferentes torneos electorales, fue candidato del partido que gobernó en “Los doce años”; nunca mostró una actitud de arrepentimiento con relación a “La banda colorá”. Nunca abandonó a su líder, ni siquiera en los momentos que estuvo fuera del poder. Siempre fue coherente. Sin embargo, muchos de los que pertenecían a los partidos de izquierda y que fueron duramente perseguidos hasta la muerte en esa época, hoy en día traicionan y venden a sus correligionarios, los que no, forman parte del partido que los persiguió. Recuerdo muy bien que en el 1986, cuando ese partido retornó al poder muchos de los que se decían ser comunistas gestionaron su carné de “reformistas”. La coherencia define nuestro verdadero carácter en los momentos más incómodos de nuestra existencia; es el punto de referencia de que se puede confiar en quien ostenta semejante valor.
El intelectual, como persona influyente, debe mantener su prestigio de confiabilidad; tiene que estar apegado a la coherencia, no importa el papel que decida desempeñar frente al poder; pero, lo cierto es que, tiene que ser firme en su elección sin importan las consecuencias. No es propio de un intelectual el ser voluble, tiene que mantenerse firme en sus decisiones si quiere que su reputación de “persona diestra en los asuntos de poder” se mantenga. Cuando el intelectual recurre a la incoherencia se torna aborrecible y desconfiable; es mejor confiar en los consejos de un enemigo que es firme en sus ideas y no en quien, vestido de intelectual, cambia de parecer cuando siente que la soga le aprieta el cuello.
Entendamos que el intelectual no es político, quien con toda facilidad cambia de parecer cuando más le conviene, pues quiere alcanzar el poder. El intelectual es la sombra misteriosa detrás del poder, es el prestidigitador, el que piensa con la cabeza fría cuando el político siente que la pierde. El político puede darse el lujo de mutar, pero él, a pesar de sus propensión a frecuentes cambios, cuando se hace de la figura del intelectual, requiere coherencia en sus servicios, se siente seguro cuando sabe que quien le orienta el confiable, que entre lo que dice y lo que hace no hay distancia.
La coherencia es la correcta relación entre lo que hacemos y decimos, entre lo que aconsejamos y lo que vivimos. Platón, en el“Critón o del deber”, nos refiere el caso de Sócrates, quién rehúsa aceptar la propuesta de huir de su condena hecha por uno de sus discípulos, por ser la misma contraria a “sus convicciones”:
“Aunque la fortuna se declare contra mí, nunca podré abandonar las máximas que siempre he profesado; siempre me parecen las mismas, y siempre del mismo modo las aprecio. Si, pues, ahora no hallamos razones más enérgicas, está en la persuasión de que no me rendiré a las tuyas, aun cuando el poder del pueblo viniese contra mí; y tú, para asustarme me amenazas como a un niño con mil espantajos, hablándome de sufrimientos más duros que mi presente desgracia, con cadenas, con la pérdida de mi fortuna y con la muerte”.
La coherencia, como es de esperar, nos empuja a la lealtad. Cuando somos coherentes con lo que pensamos no podemos ser portadores de traición ni crear inseguridad en quienes ponen en nuestras manos su confianza, su seguridad. La correspondencia entre nuestras convicciones y nuestros actos dicen mucho de nuestra lealtad. Una persona voluble que, alegando amenazas y constantes presiones, vive de espaldas a sus convicciones, es propensa a la traición. No es leal.
La lealtad es la garantía de perdurabilidad de los grupos sociales; cuando en estos la lealtad es nula, sólo les queda desaparecer. Aun  los grupos más viles, cuando quieren perdurar exigen rotunda lealtad, y cuando sospechan que alguien carece de dicho valor proceden a la eliminación física de aquél por considerarlo un peligro para la estabilidad del clan. En la novela, “El padrino”, de Mario Puzo,  por ejemplo, nos topamos con el alto sentido de lealtad hacia Don Corleone; todos le eran excesivamente fiel, pero no sólo con el respeto y el servicio incondicional, sino con toda su vida. Porque él, el padrino, lo exigía.  Uno de sus personajes, Lucas Brasi, encierra el sentido de lealtad que todos sentían hacia el jefe de la mafia italiana:
“Tenía fama de ser un hombre terriblemente violento, y era legendaria su devoción por Don Corleone. De hecho, era, en sí mismo, una de las bases sobre las que se asentaba el poder del Don. No había muchos como él. No temía a la policía, no temía a la sociedad, no temía a Dios, no temía al infierno; no temía ni amaba a nadie. Pero había elegido, había escogido temer y amar a Don Corleone”
La lealtad es el compromiso moral que se tiene con “el otro”, es la libre convicción de que mi relación con mi referente “el otro” descansa sobre el interés de una amistad permanente, sana y compacta. No importa la naturaleza de los grupos, ni lo útil o no que resulten para la sociedad, sin el germen de la lealtad, están pronto a desaparecer; cuando esto les falta, están en el paso más próximo a la desaparición. Los círculos de personas donde la lealtad es el punto en común son los más compactos y los que más permanecen a través del tiempo.
Nuestra sociedad, gracias a la crisis de lealtad, sufre resquebrajamiento; nadie asume su papel, nadie se siente comprometido con su sol: de alguna forma nos hemos olvidado de que nuestro interés porque las cosas salgan bien, más la acción inmediata para remediar el problema, es lo que mantiene nuestra realidad viva, lo que impide que nuestra sociedad sucumba en esta podredumbre que nos está gangrenando. Hemos reducido el sentido de lealtad al plano politiquero y éste ha mutado en una especie servilismo rampante. Porque no es lo mismo servilismo que lealtad: el primero es pragmático, por eso que cuando se pierde el móvil de la adulación entra en crisis todos los serviles buscan otro referente, otra persona que alimente su hambre parasitaria.  En cambio, la lealtad va unida a cierto imperativo categórico, es decir que se cumple con la lealtad porque es correcto hacerlo; por eso a la persona que es leal, la traición no le llama. No importa las consecuencias.
Por eso todo el coherente es leal, porque se siente impelido a mantener sus principios. Pero el servil se rige por el sentido de la “ventaja”, todo lo ve como una oportunidad de “pescar en mar revuelto”, de alimentarse de las desgracias del otro. No importa que ese otro sea a quien se debe.
Cuando en una sociedad el sentido de la lealtad se pierde, la corrupción hace su aparición: todos en la sociedad le ven como algo común, por la ausencia de referente; por eso todos desfalcan, todos roban en las oficinas públicas, la cualquierización de la cosa pública es normal y todos se escudan en una aceptación del problema como normal. Es muy real este problema, tanto que cuando somos cuestionados sobre nuestras faltas al respecto acudimos al “todos lo hacen”. La falta de lealtad a todo nos está arrastrando al abismo, sólo nos queda, en su ausencia,  incertidumbre, preocupación y remordimiento.
En el intelectual la lealtad no puede faltar; su coherencia le encamina a mantener su posición, a no cambiar de punto de vista; tiene que ser persistencia en su lealtad al otro o al sistema, en fin, a quien oferta su servicio aunque ello le implique serias y negativas consecuencias. Martin Heidegger es un claro ejemplo de coherencia y lealtad.  Cuando alguien que se vende como leal evita las consecuencias de lo que profesa, miente.
Albert Calsamiglia, en “Cuestiones de lealtad”, presenta la lealtad como si se tratase de un elemento neurálgico para la estabilidad de los grupos, de la sociedad, de nuestra relación con el otro:
“El concepto de lealtad es normativo y relacional y designa un vínculo que, además de generar obligaciones, se manifiesta en una especial consideración para los intereses de otra persona, grupo o institución que tiene como consecuencia un trato diferenciado, particularizado en relación del valor que se reconoce a esta relación. La lealtad es algo más que un mero hábito porque exige el reconocimiento de una obligación”.
Uno de los graves problemas de nuestra sociedad, precisamente, es el problema de “ausencia de lealtad no sólo en quienes son dirigidos sino, también, en quienes dirigen. Cuando alguien que tiene que ver con asuntos burocráticos, siendo un poco más específico, no asume como deber que tiene que ser pulcro en su desempeño con la cosa pública sino que hace todo lo contrario, es presa fácil de corrupción. En lo que se refieren a quienes son dirigidos, la falta de lealtad crea indiferencia y conformidad ante el auge de la corrupción. El sentido de lealtad nos obliga, además de velar por el bienestar de la cosa pública, por ejemplo, cumplir con el deber porque entendemos que es lo más saludable para todos. Lo mismo se cumple para todo lo que implica grupo de personas, no importa el número de integrantes.
Cuando la lealtad es evadida, no importa la el valor de la condición, se traiciona, así se trate de que la causa sea el bien común. Me explico, si alguien se ha transado en ofertar sus servicios, intelectuales o no, a un dictador y después de largo tiempo de servicio se levanta contra éste y lo elimina, aunque la población ha sido beneficiada, no se trata de heroísmo sino de traición. La lealtad no puede ser practicada por individuos que son presas del doble ánimo, sino por aquellos que de manera estoica, defienden con su sangra lo que cierta vez dijeron. Sólo aquellos que son de carácter firme pueden asumir todo el riesgo que implica la lealtad; porque, para asumir, hasta se podría decir de manera estoica, estas consecuencias existen como un requisito ineludible que el sujeto no sólo esté consciente de su lealtad al “otro” sino de las consecuencias que esto implica:
“En las relaciones de lealtad existe una devoción hacia el objeto de lealtad, pero esa lealtad no anula necesariamente la posibilidad crítica ni el pensamiento del individuo. La lealtad puede suponer restricciones en las posibilidades de elección de la persona pero no implica eliminación automática de su autonomía”(CALSAMIGLIA: Cuestiones de lealtad)
Es por eso que sostengo que el tiranicidio, subsecuente a un largo servicio voluntario, es simplemente una traición, no un heroísmo. La lealtad está íntimamente relacionada a la consciencia y  la libertad: porque para ser leal se requiere conocimiento previo de todo lo que ello implica y de cómo afecta a la libertad del sujeto que se propone ser leal. Nadie en cautiverio o fuera de su facultad racional puede ser sancionado si se rebela contra su objeto de lealtad. Además, no puede ser considerado tal quien hace que otro le sea leal violentando la voluntad de aquél. Sólo se puede exigir lealtad a quien voluntariamente oferta sus servicios; desde aquí, entra en discusión el problema de la lealtad.
En lo que se refiere a las relaciones de poder, la lealtad es el punto de partida: la manera más fácil de hacer que las esferas de poder entren en crisis es minando sus focos de lealtad apelando a cualquier indicio de inconformidad, abuso de poder y desconsideración que el grupo, por descuido o no, haya dejado manifestar. Este tipo de debilidades es propicio, cuando se quiere debilitar al grupo de poder imperante, porque permiten, por venganza particular, “sembrar cizañas” que amenacen la armonía grupal. Por eso, cuando se procura consignar los secretos de una institución cualquiera se precisa que el depositario sea dueño de sus emociones y parco en los asuntos de pasión, porque de ser lo contrario, se estaría “preparando el terreno para el enemigo”. Los sujetos temperamentales son ajenos a todo lo que demande lealtad.
En uno de sus comentarios a las máximas bélicas de Sun Bin, en el “Arte de la guerra II”, Thomas Cleary realiza ciertos apuntes que nos ayudan a explicitar el inciso anterior:
“La ventaja y la eficacia residen en la confianza y en la guía, porque la confianza en el liderazgo unifica a la gente y fortalece el liderazgo. Sin guía, la confianza es ciega; sin confianza, la guía carece de poder”
En la relación “intelectual-estructura de poder”, la confianza es capital; pero es el intelectual el sujeto depositario de la estructura de poder. Es él quien debe asumir en primer plano el sentido de lealtad, entendiendo que, a su vez,  en lo que se refiere al poder, no ha de esperar lo mismo, sino un mero trato totalmente utilitarista. EL poder sólo busca la manera de perpetuarse mediante cualquier método, así sea viendo en las personas medios y no fines. No obstante el intelectual, a pesar de ser instrumentalizado en aras de la perpetuación del poder, debe ser firme en cuanto a lealtad se refiere.
Dice Thomas Cleary que:
“Actuar con integridad es lo que gana la confianza de los líderes, comandantes, colegas y subordinados, así como de las personas en general. La confianza consolida y fortalece las relaciones de trabajo, permitiendo al individuo funcionar con su máximo ´potencial, con la cooperación eficaz de los demás”
El poder, cuando percibe que en sus consejeros la lealtad es escasas asumen ponerlo en cuarentena porque mejor es perderlo que poner en riesgo la estabilidad y el bienestar del grupo. Por eso quien decide entrar en el mundo de la intelectualidad tiene, por necesidad, que estar muy consciente de todo lo que implica la vida intelectual. Nadie que elija involucrarse en los asuntos de la intelectualidad puede, ni debe, vivir ajeno a las consecuencias que se genera. Una de ellas, la más delicada y determinante, pues de ella depende que el poder acoja en sus predios los oficios del intelectual y como consecuencia, se general cierta relación cuya efectividad depende en gran medida de la lealtad.
Los individuos de doble ánimo no pueden subsistir mucho tiempo en el mundo de la porque su carácter ambivalente les  lleva a buscar salidas que le garanticen sobrevivir sobre a las vicisitudes que suelen presentarse como consecuencia de su función. La intelectualidad debe ser asumida con entereza, esto es, sabiendo que debe responder como tal cuando se le demande razones por ciertas cosas que, aunque no las haya ejecutado él, debe responder sin evasivas ni con argumentos de mala fe. Calsamiglia es quien explica mejor este asunto mediante la ilustración que brinda tratando la  actitud de Sócrates frente a la lealtad:
“El caso de Sócrates es paradigmático. Prefiere ser leal a las leyes que le han permitido vivir y ser quien, a escaparse de la injusticia de la acusación que ha sufrido. El Critón explica muy claramente cómo la lealtad a la ciudad es más importante que la justicia. En este caso el objeto de la lealtad son las leyes y las instituciones”. (Cuestiones de lealtad)
El intelectual, aquel que opina y decide en asuntos de la sociedad, tiene que ser coherente con sus acotaciones y leal a los principios por los cuales se rige y corrige; retractarse de lo que dice ante cualquier tipo de amenaza es lo mismo que ser desleal y traidor. Su condición de intelectual implica una serie de consecuencias que deben ser asumidas con responsabilidad y estoicismo. No digo que el intelectual tiene que inmolarse; lo que digo es que su condición le constriñe asumir su papel bajo su única responsabilidad. Claro que es elección suya retractarse ante el menor indicio de amenaza, pero si lo hace no podemos encontrar virtud ni responsabilidad en ello sino temor, deslealtad y traición.
En el mundo de la intelectualidad la intemperancia y la vulnerabilidad son altamente peligrosas: la primera porque se presta para divulgar lo que no debe y la segunda porque es brecha para el descontento que a su vez encamina a la traición. Ambas cosas no son propias del intelectual sino de aquellos que, aunque pretendan serlo, no son más que mercaderes que se venden al mejor postor echando a un lado todo lo que represente compromiso y responsabilidad.
Pero la elección de emitir juicios de valor y de opinar en la sociedad, asumiendo las responsabilidades que todo esto implica, no puede ser posible al margen de la libertad. Para asumirse el papel de intelectual y todo lo que esto conlleva es necesaria la libertad: fuera de ésta toda acción es ejecutada bajo presión, lo que nos dice que si se produce una reacción contraria es porque ha sido indirectamente forzada, por tanto queda en entre dicho cualquier acto consecuente que denote traición y falta de lealtad. 
El problema de “la libertad”, en lo que se refiere al intelectual, adquiere un matiz que se torna un tanto complejo. Julián Marías considera que “la cuestión de la libertad es algo más complicada cuanta más importancia le atribuyamos es más aconsejable tomarla en serio y con todo rigor” (El intelectual y su mundo). No se trata de un tema que pude ser tratado con ligereza, menos si tiene que ver con la actitud que se adopta frente a “realidades delicadas” donde hay que decidir qué hacer, pero de manera voluntaria debido a las consecuencias que esto conlleva.  “En fin de cuentas, dice Marías, la misión del intelectual es manejar esas realidades delicadas y frágiles, que es fácil aplastar entre los dedos o que pueden provocar una explosión” (ibídem).
Para emitir una opinión de importancia para todos requiere que quien opine esté totalmente consciente de lo que hace, de cuáles son sus consecuencias y que estas son de su entera y única responsabilidad; y esto no puede ser a distancia de la libertad sino en sus predios. Estamos hablando de la libertad que concierne al intelectual, quien gracias a ésta e dueño de sí mismo además de encontrarse en la facultad mental de saber qué quiere, qué y por qué lo hace, sin que nadie le obligue a lo contrario. Sólo quien es libre y está conscientes de las consecuencias es apto para tomar decisiones que afecten, de manera positiva o negativa, a las élites de poder.  Esto es, recordando, que las actividades del intelectual están en constantes fricciones con estas últimas.
La libertad, vista como “la facultad de obrar de una manera u otra, y de no obrar”, denota autonomía y previa consciencia de lo que hace. Y cuando se dice previa consciencia se alude a que sabe lo que hace y de lo que esto representa, sea favorable o no para él. Porque no es posible hablar de libertad al margen de la conciencia: necesariamente la libertad implica un disfrute por el estado en cuestión, y este disfrute encierra la “idea de hacer lo que se quiere a pesar de que existan pautas, normas o leyes que procuren regular todo tipo de acción perpetrada por el individuo”.
Cuando el individuo es condicionado, no importa en cual aspecto de su libre accionar, se pone en juego su libertad. El individuo verdaderamente libre elige su propia línea de conducta, no importa que ésta entre en conflicto con los modos conductuales de los demás. De hecho, está dentro de la libertad de la persona respetar o no los espacios de acción del “otro”; y aunque existan pautas que regulen su accionar depende de la persona misma ajustarse o irrespetar las leyes. Sin embargo, aunque esas leyes están para regular el “libre accionar”, en el fondo, más bien, su función de violentar la libertad del individuo. No importa que el fin de la ley sea el bien común, en el fondo lo que busca es limitar la libertad del individuo obligándolo ir en contra de sí mismo.
El filósofo francés, autor de “El ser y la nada”, presenta al ser humano como irremediablemente libre, como un condenado a la libertad por su condición de ser un “ente arrojado” que es dueño  y responsable de sí mismo:
“…Dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni  detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresare diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”. (El existencialismo es un humanismo).
Tornando al intelectual y su relación con la libertad, partiendo de un sujeto “condenado a la libertad”, es en él donde la libertad está más acentuada. Puede darse el caso de que existan personas que, debido a su estado de obnubilación, esté ajeno, no privado, de su libertad. Puede ser que elementos alienantes como la moda, la televisión, las drogas, internet, pornografía, entre otras cosas que se tornan perniciosas en manos de los círculos de poder, hagan del individuo un ente que desconoce su condición de libre, por ignorancia.
Sin embargo, el intelectual no padece de este mal porque sabe perfectamente qué quiere y qué puede hacer con lo que le llega a la mano: los medios de información de masa, por ejemplo, son poseídos por él y los convierte en instrumentos de difusión de sus ideas que usa en pro del poder o en su sublevación contra él.  Así que, concibiéndose  libre, y entendiendo su papel en la sociedad elige de qué lado estar haciéndose responsable de los resultados de esa elección.
La libertad es inherente al intelectual; es gracias a ella que se subleva contra el sistema o se convierte en su aliado; puede convertirse en un precursor de los intereses de la élites de poder mediante la difusión de ideas que van orientadas a la justificación sin evadir su entera responsabilidad. Tal es el caso de los intelectuales orgánicos: estos se prestan a ser heraldos de organismos de poder cuya única finalidad es perpetuarse sin tener el menor escrúpulo de ver en los individuos medios que sirvan para tales fines.
Pero el intelectual, orgánico o no, proselitista o contestatarios, no importa al tipo de intelectualidad al que pertenezca, no se puede dar el lujo de asumir una posición sumisa, callada. Su condición, de la que está consciente, le exige, es decir se exige a sí mismo, manifestarse en torno a problemáticas que demandan la rápida participación de alguien que tenga la cabeza bien puesta y que sea capaz de caminar en sentido contrario al de  la multitud; alguien que sea capaz de pensar por sí mismo y ver más allá de la cotidianidad.  Esta consciencia que el intelectual tiene de sí le convierte en su propio dueño; por lo tanto se traza sus propias leyes y elabora su propio decálogo con el cual se rige, pero todo esto sin entrar en conflicto con la razón. Puede que llegue a ponerse al servicio de algún déspota, es libre de  hacerlo pues está facultado para actuar como mejor le parezca, además, esto no le hace menos intelectual; sin embargo, lo que no puede hacer es negarse a sí mismo, ni mentir en su complicidad con el régimen. Todo lo contrario, con actitud estoica, si no se justifica, acepta las sanciones evadiendo todo argumento de “mala fe”.
El intelectual es libre de hacer lo que quiera, siempre y cuando no entre en contradicción con sus propios principios. Puede, como Sócrates, compeler a la sociedad de actuar correctamente; puede, como lo hace Tom Hagen en “El padrino”,  ponerse al servicio de sectores oscuros de poder o como muchos otros intelectuales justificar mediante su trabajo intelectual a los gobiernos dictatoriales. O simplemente pronunciarse a favor de la sociedad adversando a la clase dominante, poniendo en riesgo su estatus social sin que ello le motive a retroceder. Dice Julián Marías:
“El intelectual tiene derecho a equivocarse; no a mentir. Tiene derecho a apasionarse, con tal que su pasión no quite conocimiento. Tiene derecho a vivir y ganar algún dinero, aún en circunstancia en que la libertad no exista, pero en ese caso no como intelectual. Tiene derecho a tomar una posición política, pero no a ser cómplice del crimen o el engaño. Tiene derecho a sentir simpatías o antipatías por una nación, una ideología o un grupo, pero no a sustituir la realidad por sus sentimientos particulares y domésticos”. (El intelectual y su mundo).
El intelectual es libre y por lo tanto puede pronunciarse pero dentro de los límites de su conciencia, entendiendo que llegará el momento de responder por esa libertad que asumió y que le sirvió de amparo para altercar o entrar en armonía con los núcleos de poder o con la sociedad. Es libre pero posee un código de valores a los cuales responde con firmeza y que le obligan a elegir, sea para bien o para mal de todos, incluyéndolo a él.
El intelectual no puede dimitir de su libertad, el día que lo haga es porque se resiste a las consecuencias; y esta resistencia denota miedo lo que nos dice que nos encontramos frente a un personaje que abandona su identidad y para adentrarse en los predios de la irresponsabilidad, la deslealtad y la traición. 

Por José E. Flete Morillo.-


3 comentarios:

Chanell Cruz dijo...

Teacher, se pasó, que vaina más largaaaaa.

Unknown dijo...

Ay gran poder de Dios😪

Anónimo dijo...

Ya Mi Cerebro Crecio Con Toda Esas Letras OMARRGAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!!!!!!!!!!!!

  Dr. José Flete RENÉ FORTUNATO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA DOMINICANA A TRAVÉS DEL CINE DOCUMENTAL RESUMEN: El documental ...