¿Qué es un
intelectual?¿ Cuáles son los indicadores que nos permiten decir de alguien
“éste es un intelectual”? ¿Con cuáles personas se relaciona? ¿Cuáles son los
límites morales que demarcan su espacio de acción? ¿Hasta qué punto sus
reflexiones le comprometen con una causa determinada? ¿Puede ser copartícipe de
un hecho sin resultar manchado? ¿Está “más allá del bien y del mal”? ¿Es
correcto que se muestre indiferente ante eventos que demandan su inmediata
intervención alegando imparcialidad? ¿Es posible que sea imparcial? ¿Es inmune
a la corrupción? ¿ Puede presenciar el abuso y decirse que es libre de
complicidad? ¿Es siempre certero en sus decisiones?
Preguntas
como éstas, así como otras que no figuran aquí, parlotean en nuestro
subconsciente cada vez que nos encontramos o pensamos en el “intelectual” como
referente de una argumentación, de un discurso. Hay casos en que lo figuramos
como un ente acabado, perfecto, sin mácula. La palabra “intelectual” se nos
dibuja tan desproporcionada que cuando la pensamos, o simplemente escuchamos,
nos remite a una especie de genio, de individuo prodigio o, llanamente, a una
persona cuya “sabiduría” ha trascendido el tiempo y el espacio de la época que
le ha tocado vivir. Prácticamente, decir que alguien “es un
intelectual” es atribuirle méritos que escasas personas ostentan.
EL
“intelectual”, ese personaje al que solemos imaginar “leyendo
indeterminada cantidad de libros” es comúnmente visualizado como una
herramienta necesaria para los aparatos gubernamentales, porque se le considera
como una especie de visionario que ve “más allá” de lo que nuestra trivialidad
nos permite. Quizás, es por eso que dictadores se rodeaban de estos individuos
y le tenían especial cuidado, además de la más estricta vigilancia.
En
todas las esferas de poder el intelectual figura, su presencia se percibe allí
en pro o en contra. Resulta difícil encontrar un gobierno que no cuente con una
figura emblemática como la del intelectual. Allí está el intelectual, como
asesor del poder, orientando, siendo consultado. Sin embargo, mirando más allá
de una moral metafísica, es decir, de aquella que contempla, como planteaba
Kant, que el ser humano debe hacer siempre lo que es correcto porque cuenta con
el beneficio de la razón, entendemos que el intelectual también suele prestarse
a todo acto cuestionable, a servir al poder como instrumento de explotación y
destrucción; respaldando el abuso de poder, la humillación y el ultraje;
asintiendo con sus ideas, incluso justificando, los actos bochornosos que se
perpetran desde el poder.
Los
dictadores, por ejemplo, son responsables de los asesinatos que se cometieron
bajo su sombra, son el centro de recriminación por los crímenes que se
registran en su gestión; sin embargo, sabemos de “sujetos talentosos” que
operaban desde la oscuridad orientado a esos déspotas, supliéndoles técnicas
para mantener el poder, diciéndoles dónde el peligro asecha y cómo pueden
esquivarlo. Pero pocos han entendido que, detrás de un gobernante se esconde
una mente maestra: el intelectual.
Muy
pocos perciben su proceder debido a la que posee virtud de operar sin dejar
rastro alguno; su fobia al bullicio y a la algarabía le salvan de ser
descubierto en sus funciones. No hay forma de identificarle a la distancia: hay
que seguirle muy cerca para saber que es él quien suministra el consejo al
poderoso para que actúe sin levantar sospecha. Es el Merlín detrás del Rey, el
mago que le advierte a su pupilo Arturo de los peligros que le acechan. Es el
mago Merlín quien, en lo más secreto del castillo, instruye al emperador
sobre las mañas que debe emplear para retener el poder, sin importar lo nocivo
de éstas. Sólo Arturo sabe de Merlín; los demás simplemente le han visto,
pero nadie conoce hasta qué punto ese “mago del poder” conoce de estrategias
gubernamentales; sólo saben que “trabaja para el Rey” , que
devenga un salario deseable; pero no saben con exactitud qué hace.
Sin
embargo, a pesar de que tendemos a relacionar al intelectual con el
“inteligente”, con una persona que ha devorado una “cantidad asombrosa de libros”,
hay quienes advierten que el intelectual suele escaparse de estas
apreciaciones; es decir que hay ocasiones en que su inteligencia no es muy
notoria, pues se trata de una especie de “sujeto promedio”. Por ejemplo,
Gabriel Zaid, en “De los libros al poder” afirma:
“Aunque los intelectuales son algo
así como la inteligencia pública de la sociedad civil, y aunque son vistos como
personas muy inteligentes, no se distinguen por su inteligencia. Es fácil
encontrar intelectuales menos inteligentes, menos preparados, menos cultos, que
tal o cual persona que no figura como intelectual. La verdadera diferencia no
es de capacidad sino de función social”
Es decir,
si el intelectual no se distingue por su muy notable inteligencia sino por su
“función social” entonces nos encontramos a un sujeto hábil cuyo talento radica
en que su sentido común es tan agudizado que es capaz de ver más allá de las
cosas ordinarias; por lo tanto es un individuo totalmente fino en sus
percepciones, cauteloso en su forma de hablar y cuidadoso en sus
planteamientos. Su experticia en el manejo de los demás es producto de su
experiencia en el trato continuo, manejándose con personas de todo tipo de
temperamento y carácter; en otras palabras, conociendo el lado oscuro de las
relaciones interpersonales.
Zaid, por
lo visto, resalta el aspecto funcional del intelectual; lo separa del sujeto
que se apasiona con el saber pero que sus ambiciones de poder son escasas; este
tipo de intelectual es un ente anónimo cuyas pesquisas no superan las ambiciones
personales. En cambio el intelectual funcional, aunque menos dado al saber,
pone su entelequia al servicio del poder. Ama el poder, lo disfruta, pero se
resiste a exponerse al público, así que prefiere obrar desde la oscuridad. El
trono jamás será su principal atracción, prefiere estar detrás, susurrando a
oídos del poderoso ideas que concreticen sus angurria de mando.
Este tipo
de intelectual es social, no porque responde a una finalidad
filantrópica, sino porque es en la sociedad donde sus acciones surten efecto.
Zaid añade que la función del intelectual funcional “no se
caracteriza por el ramo, profesión, gremio, especialidad”; es decir que
hay algo más que una mera productividad de libros y conceptos para tomar en
cuenta en el momento de señalar a alguien como “intelectual”, y esto tiene que
ver con una serie de valores y virtudes que hacen del intelectual alguien más
que un productor de conocimientos. Tiene que ver con su actitud frente a
las élites de poder.
El término
“intelectual” ha sido tan manoseado que se ha perdido de vista la esencia del
mismo y quienes realmente lo son pasan por desapercibido ante nuestros ojos
dejando tras de sí las secuelas de sus acciones sin que podamos determinar la
procedencia de éstas. Debido a la cualquierización referida, el “intelectual de
facto”, éste que pulula entre las élites de poder, se torna imperceptible,
simulando una apariencia “de mero reproductor de conocimientos”, de
amante de los libros y del arte en general, ocultando a todos su verdadera
personalidad: una especie de Rasputín dirigiendo los destinos del Estado sin
mover un solo dedo. No le molesta, ni en lo más mínimo, que se le llame “devora
libros” o “ratón de biblioteca”; todo lo contrario, prefiere que lo vean como
un “amante del saber” cuyas ambiciones están impresas en los libros. De esta
forma su estadía en el poder nunca será blanco de intrigas ni envidias; de esta
forma seguirá susurrando a oídos del emperador como una sombra imperceptible,
como un rumor que se extiende sin que nadie se percate de su verdadera
realidad.
Sin
embargo, sería una verdadera injusticia encasillar demasiado al intelectual de
esta manera. Claro está, que lo expuesto anteriormente no carece de certeza;
todo lo contrario, pues narra lo que sucede el intelectual cuando evita hacer
uso de su libertad por temor a las consecuencias. Claro está que el intelectual
–sea escritor, artista, filósofo o científico- está bien orientado sobre su
papel en la sociedad; sin embargo, dependiendo de cómo decida enfrentar la
realidad de su función, estará de frente o al lado del poder.
En
cualquier diccionario encontraremos una definición superficial de la
palabra “intelectual", se nos dirá: “Relativo
al entendimiento. Espiritual, incorpóreo. Dedicado al estudio. Mental. Dedicado
preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. Definición
que presenta a un individuo con poca incidencia social. Pero en realidad es
todo lo contrario, pues el intelectual está consciente de que su papel en la
sociedad es determinante. Por eso, cuando no hace las veces de consciencia
crítica de la sociedad, se presta como instrumento de arribo al poder. No es un
ente anónimamente ensimismado, aunque aparente serlo, es un ente consciente de
que está más allá de los libros y de cualquier tipo de saber. No es que deteste
este tipo de oficio ni que sea un enemigo de las “letras” sino que su
perspectiva del mundo, de la sociedad, no está encasillada por referidos
parámetros.
El
intelectual pude utilizar los “libros” para enriquecer su agudeza, para ser más
perceptivo, los libros le permiten enriquecer su visión cosmogónica, pero no
puede quedar en preso de un saber contemplativo; tiene que recorrer otros
caminos que su agudeza le permite descubrir. Quedarse enmarcado entre libros,
es decir, no mirar más allá de ellos riñe con su condición de libertad.
El
intelectual no puede ser enemigo de los libros. Quizás su interés no sea
muy marcado pero, no puede sentir desprecio hacia ellos. Tal vez manifieste
desprecio, pero no puede llegar sentirlo; lo manifestaría haría como un acto de
hipocresía con el fin de evitar que se descubra su verdadera
personalidad, como un recurso de evasión para esquivar cualquier tipo de
ataque en su contra; pero si hay en él, aunque sea, un leve sentimiento
de desprecio hacia los libros, hacia el mundo de las letras, entonces estaría
renunciando a sí mismo ya que es en los libros donde encuentra los
recursos para agudizar su “sentido de percepción”. Sobre esto,
Robert D. Kaplan nos presenta un interesante cuadro:
“Un presidente o un puede poseer un
intelecto pobre, pero aun así mostrar un buen criterio. Maquiavelo,
parafraseando a Cicerón, explica que un hombre ordinario que valore la libertad
identificará a menudo la verdad. Ronald Reagan fue un hombre así. Reagan, como
Harry Truman, era más culto de lo que la mayoría de gente cree, pero ambos
carecían de pretensiones intelectuales y de formación académica y ambos fueron
despreciados por las élites política de su tiempo.
Un secretario de Estado o
ministro de Asuntos Exteriores debe convertir los impulsos de un presidente en
una actuación compleja. Esto requiere una formación intelectual, de la que la
literatura es la gran proveedora, ya que aumenta la propia experiencia con la
perspicacia de las mentes más preclaras”(El retorno
de la antigüedad)
Así que,
no se trata de inteligencia sino de intuición y habilidad para manejarse con
los problemas y las estructuras de poder buscando las diferentes formas de
incidir en ellas sin ser sorprendido en sus acciones. Porque para manejarse con
los asuntos de poder se necesita ciertos talentos que, aunque algunas veces son
naturales y otras sociales o circunstanciales, los libros depuran y
especializan. En la novela “El cuarto poder” de Jeffrey Arche encontramos, a
pesar de que se trata de una inventiva literaria, un personaje, Richard
Armstrong, cuyas dotes intuitivas fueron matizadas por los libros logrando, con
esto, convertirse en un personaje de gran influencia social.
Pero hay
que resaltar que el intelectual no es un “devora libros”, o sea, no es ligero
en sus lecturas; no tiene la lectura como un hobbie; sus lecturas son
calculadas, redundan en función del fortalecimiento de su perspicacia.
Contrario al “inteligente” que lee todo lo que hay a su paso por su insaciable
sed de saber, aquél selecciona sus lecturas en consonancia con lo que,
personalmente, quiere. Pero sus lecturas son privadas, no las comparte;
entiende perfectamente que se tratan de armas poderosas, de modo que las
esconde. En caso de que comparta alguna lectura lo hace con aquellas que,
de ser usadas, no representen ninguna amenaza. Pero las que son programadas son
de su exclusividad.
EL
perfil del intelectual.-
Para
tratar este punto, retornemos a las apreciaciones que Gabriel Zaid tiene sobre
el intelectual; para ello parte de cierta reflexión que hace en torno a la
relevante personalidad de Emil Zola quien decide, desde su escenario de
escritor, manifestarse en contra de los yerros cometidos por la élite francesa
de su tiempo. Zaid, en “De los libros al poder”,
escribe:
“El paradigma apareció encarnado por
Zola cuando intervino en el caso Dreyfus. En particular, por su carta abierta
al presidente de la república, publicada por el diario L´Aurore (18
de enero de 1898) con un título que pasó a la historia: J´acusse.”
De manera
sucinta, Zaid trabaja los tipos de denuncias y críticas que Zola hace a las
élites francesas en respuesta a ciertas acusaciones que se hacen en contra del
capitán francés de origen judío Alfred Dreyfus. Zaid presenta a Zola como el
prototipo de un intelectual, como el modelo con el que se debe medir a todo
aquel del que sospechemos “intelectualidad”. Según el autor, el intelectual
funge como conciencia social, denunciando los males que corroen a la sociedad:
“Su intervención, se refiere a Zola, puso en evidencia que la verdad pública no está
sujeta a la verdad oficial; que hay tribunales de la conciencia pública donde
la sociedad civil ejerce su autonomía frente a las autoridades militares,
políticas, eclesiásticas, académicas. Hizo ver que las cosas de interés público
no pueden reducirse a tal o cual interés, competencia, jurisdicción: que la
guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares, el
derecho demasiado importante para dejarlo en manos de los abogados”.
Zaid se
refiere al intelectual como un individuo osado, pues se arriesga atrevidamente
cuando persigue hablarle a todo el mundo sin importar a quien se está
enfrentando. El intelectual conoce el medio en que obra y sabe perfectamente
quienes son los que tienen el control de la situación operante. Nadie que
desconozca la naturaleza de su realidad circundante ni las estructuras de poder
que la manejan puede llamarse intelectual. Nadie, por más libros que lea y
escriba, que ignore su realidad funcional y que afirme neutralidad
social, puede ser considerado intelectual.
Antonio
Gramsci afirmaba que todos los hombres son intelectuales. Bueno, si se refiere
al caso de emitir opiniones y de hacer uso de su entelequia, si es en a partir
de esta premisa, tiene razón. Pero disiento de él en el aspecto de la
funcionalidad del intelectual ya que este “es una herramienta” que puede ser
usada en pro o en contra del poder. Y no puede mantener la boca cerrada cuando
se hable de algún asunto de calidad social; pero no social de revistas o de
pasarelas, sino de asuntos que tienen que ver con el orden, la seguridad
y la dignidad de los demás. El intelectual, que de seguro Gramsci, no lo vio de
esta forma, posee un sexto sentido, el de lapercepción, que le
permite mirar el peligro de las cosas que a los ojos de los demás parecen
triviales; él puede ver consecuencias futuras de las cosas que, en el presente,
los individuos comunes les atribuyen muy poca importancia.
El
intelectual es altamente perceptivo, nada de lo que conoce pasa por desapercibido:
emplea tiempo analizando eventos y situaciones que, aunque representan un gran
peligro social o conllevan alguna consecuencia de valor contingente, la
sociedad, y aún quienes la dirigen ignoran. Por ejemplo, Roberto Cassá, refiere
el caso de la oposición que sufrió el proyecto de anexión de la República
Dominicana a los Estados Unidos en el 1861. La oposición fue encabezada
por Charles Summer quien previó el peligro que representaría para la
hegemonía racial estadounidense. La acción emprendida por el senador
norteamericano son propias de un intelectual: vio más allá de lo que los
negociadores tenían en manos, su agudeza le permitió reparar en consecuencias
que, por el momento, no representaban ningún tipo de inconvenientes, pero
en el futuro sí. Pero no sólo fue el problema de el rechazo de la moción sino
el tipo de incidencia de Summer en un asunto del Estado norteamericano. Un
intelectual, por más libros que tenga en su cabeza, si no tiene incidencias en
los asuntos de la nación, queda bajo sospecha y no pasa de ser más que un
elemento decorativo. Y Charles Summer conocía hasta dónde llegaban sus
influencias en el Estado norteamericano y se valió de ellas para impedir lo
que él consideraba una amenaza a largo plazo. Pero es pertinente aclarar
que con esto no se contempla la calidad moral de las acciones emprendida por el
senador norteamericano, lo que se quiere resaltar es su incidencia en un
caso cuyas posibles consecuencias fueron ignoradas, excepto por él.
Otra
característica que nos ayuda a explicar mejor el perfil del intelectual es
su parquedad. La frialdad no puede faltar en el intelectual, tiene
que mantenerse sobrio ante cualquier hecho que presencie, no importa que el
mismo mueva a la consternación. Es cierto que hay casos que no podemos ignorar,
que mueven a la sanción y a la queja masificada por lo relevante del asunto; es
cierto que manifestar serenidad ante semejante situación denota inhumanidad;
pero la parquedad es el camino a la búsqueda de solución a problemas
extremadamente complejos, problemas que requiere de analistas serenos, libres
de emotividad. Las emociones no conducen más que
a la desesperación y a subsecuentes acciones erróneas. Sólo la parquedad, la frialdad mental, es el camino más próximo a
una salida más viable y menos frustrante.
Si el
intelectual actúa bajo el imperativo de la pasión, su calidad de calculador
queda en entre dicho; tiene que ser indiferente ante el dolor de los demás,
inclusive de los suyos, para poder calcular salidas apropiadas a los problemas que
se viven en el momento. Es cierto que mostrarse frío ante eventos que conducen
a la conmoción y a la consternación colectiva se dibuja como inhumano y
poco condescendiente, pero la realidad es otra: sólo con la cabeza fría
se puede hacer frente a situaciones apremiantes. Y esto lo sabe el intelectual;
y no hay forma de pensar con la cabeza fría en situaciones apremiantes sino
siendo frío, parco, inhumano.
Recuerdo
un caso que me permite ilustrar esto de la parquedad del intelectual. En un
evento cultural de nuestro país, sucedió un accidente que consternó a todos los
presentes. Fue tan crudo lo sucedido que una preocupación general se apoderó de
todo el evento. Se trataba de un niño que fue arrollado por un vehículo del
lugar. Lógicamente, aunque fue culpa del niño y de los tutores que le
abandonaron a su suerte, los responsables del accidente eran las autoridades
que organizaron el evento cultural; pero como el hecho, naturalmente, encerraba
un conflicto político en caso de ser manejado por la prensa. Mientras todos
estaban consternado procediendo a la especulación, las autoridades ordenaron a
los trabajadores que hicieran rotundo silencio y que dejaran todo a su cargo.
Luego, al día siguiente, decían a los que les preguntaban por lo sucedido que
todo estaba bien, que visitaron al niño al hospital, que éste se hallaba fuera
de peligro, estable, que hablaron con sus padres quienes reconocían lo
“tremendo del muchacho” y que, naturalmente, sabían todo el esfuerzo realizado
por la Institución para que la familia pudiera superar aquel impase. Lo
interesante de todo esto es el teatro montado puesto que los tres que dicen
haber visitado al herido eran los principales organizadores del evento;
segundo, la “estabilidad del niño” es cuestionable pues es una información que
sólo ellos tres manejaban pues no permitieron que otros les acompañaran en la
supuesta visita; tercero, según los que presenciaron el accidente, seguridad y
los miembros de la Cruz Roja, de manera aislada, describían el hecho como
dantesco y que, en caso de que el niño se salvara, posibilidad que era muy
remota, quedaba con serias, muy serias, lesiones cerebrales pues la rueda del
vehículo le había pasado por encima de la cabeza.
El hecho,
a pesar de lo horripilante que luce, fue cierto. Pero no menos cierto es la
frialdad con que manejaron el asunto y con la naturalidad con que mintieron y
exageraron con respecto a la “estabilidad del accidentado”. Sin embargo, hay
que admitir que, si no hubieran farseado tan fríamente frente a un caso de
semejante naturaleza, el asunto hubiera cundido todo el país si el caso hubiera
sido del dominio común, especialmente de la prensa. Pero magistralmente lo
redujeron a sus oficinas y allí le dieron la tonalidad que mejor les plugo. Su
parquedad salvó la situación: dos días después nadie comentaba lo ocurrido,
solo se hablaba cosas triviales, y nada más. La parquedad es un
herramienta poderosa que permite al intelectual caminar confiado sobre
las aguas turbulentas en la que sucumben los individuos mentalmente
vulnerables.
C. Von
Clausewitz dice:
“La fortaleza del alma no es propia
sólo de quien experimenta fuertes emociones, sino de quien, bajo el efecto de
los peores impulsos anímicos, sabe mantenerse dueño de sí mismo, de suerte que,
pese a la tempestad desatada en su corazón, su capacidad de enjuiciamiento y
sus convicciones conservan íntegra su agudeza, como conserva toda su virtud la
brújula del navío en medio de la tempestad” (Arte
y ciencia de la guerra).
Otra
característica que perfila al intelectual es la “influencia”. En
él, la percepción deben ir de la mano, una complementa a la otra. Si esta
combinación no se convierte en su fuerte, entonces el vicio de la debilidad lo
constituyen. No olvidemos que el intelectual es influyente; pero, para
que su influencia sea admitida por los círculos en que medra, todos tienen que
dar crédito de su percepción; cuando todos los que rodean al intelectual
saben que éste puede ver más allá de lo común, lo consideran una pieza clave
para la jugada final que necesitan hacer. Por eso recurren a él y, con
frecuencia, “hacen lo que les sugiere”. De ahí la manera de cómo el intelectual
influye en las estructura de poder.
La
influencia, a pesar de su incalculable valor en las burocracias
administrativas, ha sido tratada con ligereza; tanto, que quienes han
logrado acariciarla entre sus manos han cerrado para sí mismos las puertas que
conducen a la permanencia en el poder; otros en cambio, debido a su sed desmedida
de poder, se han obnubilado de tal forma que han olvidado que hay que
“dejar puertas abiertas” para cuando la necesidad amenace. León Tolstoi dice
que “la influencia es un capital que se precisa administrar bien”(La
guerra y la paz). Y quien persiga influir en el poder no debe estar ajeno al
poder de esta máxima. Un verdadero intelectual no se anda por las ramas con
esto, sabe que tiene en su mano un instrumento poderoso para guardarse las
espaldas.
Nadie que
haya sido presa de hambres milenarias debe tener acceso a la influencia, si
esto sucede la corrupción es el paso más cercano a dar. Es por eso que,
personas que conocemos como verdaderas víctimas del hambre, cuando logran una
posición privilegiada en el poder, se tornan los más corruptos, déspotas y truchimanes
de nuestra generación, además de ser el lado flaco de la gestión de turno que
los privilegia. Es peligroso dejar que el imbécil se maneje a su antojo con la
influencia, porque entiende como una oportunidad para saciar todos esos vicios
que corroen su alma, de lo que se desprende que suceda en él eso que suelo
llamar “versión ruin del rey midas: todo lo que toca se putrefacta”. El
intelectual, en cambio, considera que simplemente se trata de ser una
autoridad “para con otras personas o para intervenir en un
negocio”, para incidir en decisiones de asuntos complejos, en
asuntos de poder.
No menos
importante es la imperceptibilidad. Aunque el intelectual goza
del beneficio de la percepción, pues él puede ver los que otros ignoran por su
condición común, resulta para él muy arriesgado y peligroso permitir que otros
le conozcan, aunque sea la sombra. Nada en él debe ser identificable, nada e de
lo que haga le debe ser atribuido. El intelectual tiene que ser muy discreto en
su proceder, tiene que tener la habilidad de “abofetear sin usar las
manos”.
Para el
intelectual, el exhibicionismo es extremadamente nocivo. Cualquier persona que
se tilde o sea tildada de intelectual, si se exhibe al público, si tiende al
teatro, a la fanfarria, no es más que una representación caricaturesca de lo
que dice y considera ser. Esto no quiere decir que el intelectual no se exprese
o que no opine sobre un tema de interés común; todo lo contrario, el
intelectual se caracteriza por manifestarse en pro o en contra de equis situación;
pero eso de fanfarronear, de prestarse a teatralizar sobre temas que encierran,
además de compromiso, responsabilidad, pone en evidencia que se trata
simplemente de simuladores, de individuos que juegan a la “opinión pública” y
nada más. El intelectual en cambio opina, incide; plantea soluciones, algunas
veces drásticas pero efectivas. Sin embargo todo esto lo hace detrás de
bambalinas, así que todos ven al actor pero nadie ve al que escribe el guión.
No
son así los que se tildan de intelectuales; estos mientras más tocan sus
trompetas menos cercanos están de ser lo que pretenden: más bien son aves
carroñeras que se alimentan de lo putrefacto de la sociedad; van tras el poder
ofreciéndoles sus servicios “mentales” a cambio de prebendas, de dulces envenenados,
de caramelos cargados de intoxicaciones de todo tipo; son bulliciosos,
solamente aparentan ser pero no son; tienen que hablar sin parar pues
únicamente, de ese modo, serán escuchados; es cierto que son inteligentes, pero
vocingleros: amenazan con hablar y denunciar, pero un caramelo basta para
cerrarles la boca. Como carecen de perceptibilidad, aceptan caramelos
envenenados cuyos efectos son tardíos pero efectivos. Recordemos el caso de la
sindicalista cuya fama de “boca dura” fue destruida por un presidente que la
confinó en el olvido para siempre gracias a la artimaña de sus “caramelos
envenenados”.
Pero hay
que tener cuidado con los “mercaderes que infestan los medios de comunicación”:
estos son muy diestros en retóricas y en el manejo de las emociones de la masa.
Tienen, es cierto, la habilidad de dominar la opinión común y de presentarse
como paradigmas de moral y rectitud. Sin embargo, cuando siente el dardo de la
necesidad atravesar su piel, declinan con suma facilidad ante las ofertas que
se les presentan desde las esferas de poder. Son burdos habladores, repetidores
de conocimientos que apenas citan cuando quieren saciar callar esa voz interior
que les recuerda que no son más que arribistas marcados por un complejo de
inferioridad. Sin embargo, el intelectual, a pesar de que procede de un pasado
marcado por una imperiosa necesidad, calla porque entiende que la elocuencia
del silencio le favorece, no importa el escenario en que se encuentre; allí
mientras calla, como una sombra siniestra, escucha a todos hablar, manifestando
con sus palabrerías lo que en su interior esconden. Y todos ven al intelectual,
todos saben que está allí, le llaman por su nombre, conversan con él, comparten
con él, lo tutean; pero nadie sabe lo que es ni lo que hace, todos ignoran que
están desnudándose ante él, quien les conoce más de lo que se imaginan. Pero lo
ignoran todo, no saben qué hace gracias a su imperceptibilidad. Nadie le conoce
porque, a pesar de ser afable, es huraño.
La aparente
tolerancia no puede ser ignorada como otra de las características del
intelectual. Tiene, el intelectual, que simular estoicismo a pesar de que sus
entrañas hierven de rabia o de emoción. Es virtud suya que se manifieste
impávido ante las ofensas o adulaciones que recibe constantemente; ante las
ofensas, porque debe saber que, debido a su prestigio, es blanco de constantes
intrigas y envidias que proceden de todas las direcciones y círculos sociales;
ante las adulaciones, porque quien adula con frecuencia esconde sus verdaderas
intenciones.
El
intelectual puede sentir una furia atroz como consecuencia de las continuas
coces y estocadas que recibe de los que le persiguen y adversan empujados,
muchas veces, por el virus de la envidia; pero, a pesar de lo flamante de su
cólera, tiene que sobreponerse a dichas pasiones y mostrarse comprensivo y
tolerante con quienes procuran su mal; de esta forma produce en la opinión
pública doble efecto: primero, sus adversarios terminan siendo considerados
como mezquinos, envidiosos y arrogantes contumaces; segundo, su
apariencia de tolerante, comprensivo, concertador y pacificador quedan
reafirmadas ante quienes conocen de las continuas objeciones que se le hacen.
En cierta ocasión, una escritora de origen cubano y residente en los Estados
Unidos, a través de la prensa, llamó a un notable profesor universitario
“pusilánime”, entre otras ofensas; los más allegados al profesor, los que no se
manifestaron en contra de la escritora mediante la prensa, sugirieron al mismo
que debía contestarle; pero él alegó que contestarle sería arreglar el
escenario para seguir difundiendo la fama de la escritora; el profesor tenía
razón, días después la prensa ostentaba el buen carácter y la tolerancia del
profesor obviando la presencia de la agresora.
“Hay, en fin, los hombres difíciles
de conmover, pero que, por eso mismo, al conmoverse se conmueven profundamente;
hasta cierto punto, esos hombres son a los precedentes lo que la brasa es a la
llama. Gracias a su titánica fuerza, ellos son los más idóneos para agitar las
masas, si no es permitido usar esta imagen para presentarnos ciertas
dificultades inherentes a la acción bélica. Sus sentimientos son como los
movimientos de masas, tanto más irresistibles cuanto más lentos”. (C. Von Clausewitz: Arte y ciencia de la Guerra).
La moderación no
puede faltar en un intelectual. Una que persona que no pone freno en su boca y
que no domina el sentido de “guardar la distancia” dista mucho de ser un
intelectual. La “sensatez en las palabras o en las acciones” no
pueden ser subestimadas si realmente queremos incurrir en el mundo de la
intelectualidad. Aquí las palabras no carecen de valor, sino que hay que asumir
directamente la responsabilidad de cada juicio emitido; lo mismo sucede con las
acciones. El mundo del intelectual es delicado con lo que se refiere a las
acciones y las palabras pues nadie procede, en lo que a estas se refiere, de
manera inadecuada por accidente o de manera ingenua. Lo que se dice y hace,
aquí implica una previa planificación. El uso desmedido de las palabras,
el emitir juicios sin ningún fundamento, el actuar sin cautela y luego, después
de todo esto, alegar initencionaidad y yerro es, más bien, propio de los que
vocingleros, de personas que enemistan del el sentido común. Porque los
vocingleros, doblegados a sus “necesidad” de hablar con la finalidad de ganar
dádivas o el favor de algún potentado, emprenden acciones o conversaciones sin
reparar en las posibles consecuencias, y como carecen de carácter para asumir
la responsabilidad por sus yerros, atribuyen sus ligerezas a su estado de
ánimo. El intelectual, en cambio, sabe perfectamente, que en este medio, y más
en los lugares donde se persigue el poder, las palabras y los hechos sirven
para determinar la calidad de quien los practica.
La
moderación, en otros contextos como el de la cotidianidad, se refiere a “ser el
punto medio entre los extremos”; por ejemplo, se tilda a cualquier persona de
moderado cuando no es ruidosa, cuando es protocolado en el comer, cuando cuida
el tono de voz en el hablar. En fin, cuando guarda las apariencias. Sin
embargo, en el mundo del intelectual, la moderación adquiere un matiz muy
diferente: podemos decir que la moderación tiene que ver con cuidarse
de hacer y decir cosas que arriesguen la reputación y el bienestar que hacen
del intelectual una persona influyente en los círculos de poder.
Cuando el
intelectual incurre en comentarios sin fundamentos, o participa en comentarios
que despotrican a terceros que están ajenos al caso, cuando participan de
comentarios prosaicos y cuando proceden desatinadamente en momentos que se
requiere serenidad y autocontrol, pone en riesgo su reputación dando lugar a
que se le considere poco propicio para ser consultado en asuntos críticos, pues
sus palabras y sus hechos lo desmeritan. La moderación es un indicador
de que reconocemos nuestros límites y que, en consecuencia, sabemos de antemano
de qué manera debemos conducirnos cuando la situación y el lugar lo requieran.
Hay una
máxima a la que se le atribuye un origen árabe que dice que el ser
humano “es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”. Y
no es menos cierto, las palabras son tan poderosas que, dependiendo de nuestro
control sobre ellas, nos salvan o nos condenan. Tanto el decir como el hacer
dice mucho de la persona que los practica; nuestras acciones y nuestros hechos
son credenciales que anuncian nuestras debilidades y virtudes. Así que nadie,
en su sano juicio, se atreve endilgarle dejos de intelectualidad a sujetos que
resaltan por sus expresiones escabrosas o por escenificar conductas ajenas a la
compostura. Nos resulta muy incómodo, en medio de situaciones límites solicitar
orientación y consejos a personas que proceden de semejante forma. A todo esto
agregamos lo que dice Baltasar Gracián:
“Gran asunto de la cordura, nunca
desbaratarse: mucho hombre arguye, de corazón coronado, porque toda
magnanimidad es dificultosa de conmoverse. Son las pasiones los humores del
ánimo, y cualquier exceso en ellas causa indisposición de cordura; y si el mal
saliere a la boca, peligrará la reputación. Sea, pues, tan señor de sí, y tan
grande que ni en lo más próspero ni en lo más adverso pueda alguno censurarle
perturbado, sí admirarle superior”. (El
arte de la prudencia)
Sin
embargo, el perfil del intelectual no puede ser considerado acabado sin abordar
puntos insoslayables para la construcción del mismo como son el de la lealtad,
la coherencia y, no menos importante, la libertad. Estos tres puntos están
íntimamente relacionados por una implicación en cadena; la ausencia de uno de
ellos es secuenciada por vicio o por la crisis total de las otras dos. Por eso
debemos continuar con la más determinante de las tres: la coherencia.
La coherencia ha
sido tratada, por un lado, como la “continuidad que existe entre dos o más
cosas”; por otro lado, es considerada, desde la moral, como “el sentido de
firmeza que tiene la persona ante situaciones que demandan una posición o
actitud”. Partiendo de esta última concepción, entendemos que la
coherencia es un valor moral que, aunque de manera inconsciente, se exige en
los grupos de personas debido a los cambios repentinos que sufre la sociedad y,
por ende, los individuos. En verdad, no es grato, ni inspira confianza, el
tener que asociarse con personas que cambian de punto de vista en función de
los cambios y las presiones foráneas o internas. Una persona coherente es firme
en sus ideas y en sus planteamientos a pesar de que su actitud entre en
conflicto con quienes ostentan el poder.
Una
persona coherente es confiable, no importa de qué bando esté, sus
planteamientos serán siempre los mismos, sus ideas serán siempre sus ideas, su
posición ante una situación determinada será siempre la misma. No es fluctuante,
ni su estado de ánimo ni la situación del momento le hacen abandonar su
postura. Pero es pertinente aclarar que el hecho de que sea coherente no
significa que no mienta, pues lo puede hacer con toda la naturalidad del mundo,
con más razón si se trata de alcanzar el poder.
El
incoherente, no siente el menor rubor el pensar en “cambiar de caballo frente a
situaciones apremiantes, frente a situaciones que cuya oferta de elección
enemista con nuestra libertad. Es preferible confiar en un ampón coherente que
en un santo fluctuante; el primero, se mantendrá firme en sus principios, aun
de manera pública, no importa que los mismos alterquen con el sentido común,
pero se puede estar seguro de lo que hará en el momento indicado; en cambio, el
segundo, cuando sienta las estocadas de la presión negociará con el enemigo
dejándonos solos en medio del problema y, lo menos cierto, habrá negociado a
nuestras espaldas, poniendo nuestras cabezas en juego. Azorín, citando a un
político liberal español, dice que las contradicciones, lo que aquí rotulamos
como incoherencias, “cuando son desvergonzadas mudanzas, por una
sordidez cualquiera, son tan infames como los motivos del cambio”.
En la
época de “Los doce años”, etapa de terror que nuestro país sufrió entre 1966 y
1978, hace su aparición en el escenario histórico del país un grupo de
maleantes conocido como la “Banda colorá”; este grupo de sicarios se
caracterizó por sus frecuentes crímenes perpetrados indiscriminadamente.
Un personaje muy conocido, en momentos en que la banda estaba en su apogeo, se
presentó por televisión afirmando ser dirigente de la banda; años después, en
diferentes torneos electorales, fue candidato del partido que gobernó en “Los
doce años”; nunca mostró una actitud de arrepentimiento con relación a “La
banda colorá”. Nunca abandonó a su líder, ni siquiera en los momentos que
estuvo fuera del poder. Siempre fue coherente. Sin embargo, muchos de los que
pertenecían a los partidos de izquierda y que fueron duramente perseguidos
hasta la muerte en esa época, hoy en día traicionan y venden a sus
correligionarios, los que no, forman parte del partido que los persiguió.
Recuerdo muy bien que en el 1986, cuando ese partido retornó al poder muchos de
los que se decían ser comunistas gestionaron su carné de “reformistas”. La
coherencia define nuestro verdadero carácter en los momentos más incómodos de
nuestra existencia; es el punto de referencia de que se puede confiar en quien
ostenta semejante valor.
El
intelectual, como persona influyente, debe mantener su prestigio de
confiabilidad; tiene que estar apegado a la coherencia, no importa el papel que
decida desempeñar frente al poder; pero, lo cierto es que, tiene que ser firme
en su elección sin importan las consecuencias. No es propio de un intelectual
el ser voluble, tiene que mantenerse firme en sus decisiones si quiere que su
reputación de “persona diestra en los asuntos de poder” se mantenga. Cuando el
intelectual recurre a la incoherencia se torna aborrecible y desconfiable; es
mejor confiar en los consejos de un enemigo que es firme en sus ideas y no en
quien, vestido de intelectual, cambia de parecer cuando siente que la soga le
aprieta el cuello.
Entendamos
que el intelectual no es político, quien con toda facilidad cambia de parecer
cuando más le conviene, pues quiere alcanzar el poder. El intelectual es la
sombra misteriosa detrás del poder, es el prestidigitador, el que piensa con la
cabeza fría cuando el político siente que la pierde. El político puede darse el
lujo de mutar, pero él, a pesar de sus propensión a frecuentes cambios, cuando
se hace de la figura del intelectual, requiere coherencia en sus servicios, se
siente seguro cuando sabe que quien le orienta el confiable, que entre lo que
dice y lo que hace no hay distancia.
La
coherencia es la correcta relación entre lo que hacemos y decimos, entre lo que
aconsejamos y lo que vivimos. Platón, en el“Critón o del deber”,
nos refiere el caso de Sócrates, quién rehúsa aceptar la propuesta de huir de
su condena hecha por uno de sus discípulos, por ser la misma contraria a “sus
convicciones”:
“Aunque la fortuna se declare contra
mí, nunca podré abandonar las máximas que siempre he profesado; siempre me
parecen las mismas, y siempre del mismo modo las aprecio. Si, pues, ahora no
hallamos razones más enérgicas, está en la persuasión de que no me rendiré a
las tuyas, aun cuando el poder del pueblo viniese contra mí; y tú, para
asustarme me amenazas como a un niño con mil espantajos, hablándome de
sufrimientos más duros que mi presente desgracia, con cadenas, con la pérdida
de mi fortuna y con la muerte”.
La
coherencia, como es de esperar, nos empuja a la lealtad. Cuando somos
coherentes con lo que pensamos no podemos ser portadores de traición ni crear
inseguridad en quienes ponen en nuestras manos su confianza, su seguridad. La
correspondencia entre nuestras convicciones y nuestros actos dicen mucho de
nuestra lealtad. Una persona voluble que, alegando amenazas y constantes
presiones, vive de espaldas a sus convicciones, es propensa a la traición. No
es leal.
La lealtad es
la garantía de perdurabilidad de los grupos sociales; cuando en estos la
lealtad es nula, sólo les queda desaparecer. Aun los grupos más viles,
cuando quieren perdurar exigen rotunda lealtad, y cuando sospechan que alguien
carece de dicho valor proceden a la eliminación física de aquél por
considerarlo un peligro para la estabilidad del clan. En la novela, “El
padrino”, de Mario Puzo, por ejemplo, nos topamos con el alto sentido de
lealtad hacia Don Corleone; todos le eran excesivamente fiel, pero no sólo con
el respeto y el servicio incondicional, sino con toda su vida. Porque él, el
padrino, lo exigía. Uno de sus personajes, Lucas Brasi, encierra el
sentido de lealtad que todos sentían hacia el jefe de la mafia italiana:
“Tenía fama de ser un hombre
terriblemente violento, y era legendaria su devoción por Don Corleone. De
hecho, era, en sí mismo, una de las bases sobre las que se asentaba el poder
del Don. No había muchos como él. No temía a la policía, no temía a la
sociedad, no temía a Dios, no temía al infierno; no temía ni amaba a nadie.
Pero había elegido, había escogido temer y amar a Don Corleone”
La lealtad
es el compromiso moral que se tiene con “el otro”, es la libre convicción de
que mi relación con mi referente “el otro” descansa sobre el interés de una
amistad permanente, sana y compacta. No importa la naturaleza de los grupos, ni
lo útil o no que resulten para la sociedad, sin el germen de la lealtad, están
pronto a desaparecer; cuando esto les falta, están en el paso más próximo a la
desaparición. Los círculos de personas donde la lealtad es el punto en común
son los más compactos y los que más permanecen a través del tiempo.
Nuestra
sociedad, gracias a la crisis de lealtad, sufre resquebrajamiento; nadie asume
su papel, nadie se siente comprometido con su sol: de alguna forma nos hemos
olvidado de que nuestro interés porque las cosas salgan bien, más la acción
inmediata para remediar el problema, es lo que mantiene nuestra realidad viva,
lo que impide que nuestra sociedad sucumba en esta podredumbre que nos está
gangrenando. Hemos reducido el sentido de lealtad al plano politiquero y éste
ha mutado en una especie servilismo rampante. Porque no es lo mismo servilismo
que lealtad: el primero es pragmático, por eso que cuando se pierde el móvil de
la adulación entra en crisis todos los serviles buscan otro referente, otra
persona que alimente su hambre parasitaria. En cambio, la lealtad va
unida a cierto imperativo categórico, es decir que se cumple con la lealtad
porque es correcto hacerlo; por eso a la persona que es leal, la traición no le
llama. No importa las consecuencias.
Por eso
todo el coherente es leal, porque se siente impelido a mantener sus principios.
Pero el servil se rige por el sentido de la “ventaja”, todo lo ve como una
oportunidad de “pescar en mar revuelto”, de alimentarse de las desgracias del
otro. No importa que ese otro sea a quien se debe.
Cuando en
una sociedad el sentido de la lealtad se pierde, la corrupción hace su
aparición: todos en la sociedad le ven como algo común, por la ausencia de
referente; por eso todos desfalcan, todos roban en las oficinas públicas, la
cualquierización de la cosa pública es normal y todos se escudan en una
aceptación del problema como normal. Es muy real este problema, tanto que cuando
somos cuestionados sobre nuestras faltas al respecto acudimos al “todos
lo hacen”. La falta de lealtad a todo nos está arrastrando al abismo,
sólo nos queda, en su ausencia, incertidumbre, preocupación y
remordimiento.
En el
intelectual la lealtad no puede faltar; su coherencia le encamina a mantener su
posición, a no cambiar de punto de vista; tiene que ser persistencia en su
lealtad al otro o al sistema, en fin, a quien oferta su servicio aunque ello le
implique serias y negativas consecuencias. Martin Heidegger es un claro ejemplo
de coherencia y lealtad. Cuando alguien que se vende como leal evita las
consecuencias de lo que profesa, miente.
Albert
Calsamiglia, en “Cuestiones de lealtad”, presenta la lealtad como si se tratase
de un elemento neurálgico para la estabilidad de los grupos, de la sociedad, de
nuestra relación con el otro:
“El concepto de lealtad es normativo
y relacional y designa un vínculo que, además de generar obligaciones, se
manifiesta en una especial consideración para los intereses de otra persona,
grupo o institución que tiene como consecuencia un trato diferenciado,
particularizado en relación del valor que se reconoce a esta relación. La
lealtad es algo más que un mero hábito porque exige el reconocimiento de una
obligación”.
Uno de los
graves problemas de nuestra sociedad, precisamente, es el problema de “ausencia
de lealtad no sólo en quienes son dirigidos sino, también, en quienes dirigen.
Cuando alguien que tiene que ver con asuntos burocráticos, siendo un poco más
específico, no asume como deber que tiene que ser pulcro en su desempeño con la
cosa pública sino que hace todo lo contrario, es presa fácil de corrupción. En
lo que se refieren a quienes son dirigidos, la falta de lealtad crea
indiferencia y conformidad ante el auge de la corrupción. El sentido de lealtad
nos obliga, además de velar por el bienestar de la cosa pública, por ejemplo,
cumplir con el deber porque entendemos que es lo más saludable para todos. Lo
mismo se cumple para todo lo que implica grupo de personas, no importa el
número de integrantes.
Cuando la
lealtad es evadida, no importa la el valor de la condición, se traiciona, así
se trate de que la causa sea el bien común. Me explico, si alguien se ha
transado en ofertar sus servicios, intelectuales o no, a un dictador y después
de largo tiempo de servicio se levanta contra éste y lo elimina, aunque la
población ha sido beneficiada, no se trata de heroísmo sino de traición. La
lealtad no puede ser practicada por individuos que son presas del doble ánimo,
sino por aquellos que de manera estoica, defienden con su sangra lo que cierta
vez dijeron. Sólo aquellos que son de carácter firme pueden asumir todo el
riesgo que implica la lealtad; porque, para asumir, hasta se podría decir de
manera estoica, estas consecuencias existen como un requisito ineludible que el
sujeto no sólo esté consciente de su lealtad al “otro” sino de las
consecuencias que esto implica:
“En las relaciones de lealtad existe
una devoción hacia el objeto de lealtad, pero esa lealtad no anula
necesariamente la posibilidad crítica ni el pensamiento del individuo. La
lealtad puede suponer restricciones en las posibilidades de elección de la
persona pero no implica eliminación automática de su autonomía”(CALSAMIGLIA: Cuestiones de lealtad)
Es por eso
que sostengo que el tiranicidio, subsecuente a un largo servicio voluntario, es
simplemente una traición, no un heroísmo. La lealtad está íntimamente
relacionada a la consciencia y la libertad: porque para ser leal se
requiere conocimiento previo de todo lo que ello implica y de cómo afecta a la
libertad del sujeto que se propone ser leal. Nadie en cautiverio o fuera de su
facultad racional puede ser sancionado si se rebela contra su objeto de
lealtad. Además, no puede ser considerado tal quien hace que otro le sea leal
violentando la voluntad de aquél. Sólo se puede exigir lealtad a quien
voluntariamente oferta sus servicios; desde aquí, entra en discusión el
problema de la lealtad.
En lo que
se refiere a las relaciones de poder, la lealtad es el punto de partida: la
manera más fácil de hacer que las esferas de poder entren en crisis es minando
sus focos de lealtad apelando a cualquier indicio de inconformidad, abuso de
poder y desconsideración que el grupo, por descuido o no, haya dejado manifestar.
Este tipo de debilidades es propicio, cuando se quiere debilitar al grupo de
poder imperante, porque permiten, por venganza particular, “sembrar cizañas”
que amenacen la armonía grupal. Por eso, cuando se procura consignar los
secretos de una institución cualquiera se precisa que el depositario sea dueño
de sus emociones y parco en los asuntos de pasión, porque de ser lo contrario,
se estaría “preparando el terreno para el enemigo”. Los sujetos temperamentales
son ajenos a todo lo que demande lealtad.
En uno de
sus comentarios a las máximas bélicas de Sun Bin, en el “Arte de la guerra II”,
Thomas Cleary realiza ciertos apuntes que nos ayudan a explicitar el inciso
anterior:
“La ventaja y la eficacia residen en
la confianza y en la guía, porque la confianza en el liderazgo unifica a la
gente y fortalece el liderazgo. Sin guía, la confianza es ciega; sin confianza,
la guía carece de poder”
En la
relación “intelectual-estructura de poder”, la confianza es
capital; pero es el intelectual el sujeto depositario de la estructura de
poder. Es él quien debe asumir en primer plano el sentido de lealtad,
entendiendo que, a su vez, en lo que se refiere al poder, no ha de
esperar lo mismo, sino un mero trato totalmente utilitarista. EL poder sólo
busca la manera de perpetuarse mediante cualquier método, así sea viendo en las
personas medios y no fines. No obstante el intelectual, a pesar de ser
instrumentalizado en aras de la perpetuación del poder, debe ser firme en
cuanto a lealtad se refiere.
Dice
Thomas Cleary que:
“Actuar con integridad es lo que gana
la confianza de los líderes, comandantes, colegas y subordinados, así como de
las personas en general. La confianza consolida y fortalece las relaciones de
trabajo, permitiendo al individuo funcionar con su máximo ´potencial, con la
cooperación eficaz de los demás”
El poder,
cuando percibe que en sus consejeros la lealtad es escasas asumen ponerlo en
cuarentena porque mejor es perderlo que poner en riesgo la estabilidad y el
bienestar del grupo. Por eso quien decide entrar en el mundo de la
intelectualidad tiene, por necesidad, que estar muy consciente de todo lo que
implica la vida intelectual. Nadie que elija involucrarse en los asuntos de la
intelectualidad puede, ni debe, vivir ajeno a las consecuencias que se genera.
Una de ellas, la más delicada y determinante, pues de ella depende que el poder
acoja en sus predios los oficios del intelectual y como consecuencia, se
general cierta relación cuya efectividad depende en gran medida de la lealtad.
Los
individuos de doble ánimo no pueden subsistir mucho tiempo en el mundo de la
porque su carácter ambivalente les lleva a buscar salidas que le
garanticen sobrevivir sobre a las vicisitudes que suelen presentarse como
consecuencia de su función. La intelectualidad debe ser asumida con entereza,
esto es, sabiendo que debe responder como tal cuando se le demande razones por
ciertas cosas que, aunque no las haya ejecutado él, debe responder sin evasivas
ni con argumentos de mala fe. Calsamiglia es quien explica mejor este asunto
mediante la ilustración que brinda tratando la actitud de Sócrates frente
a la lealtad:
“El caso de Sócrates es
paradigmático. Prefiere ser leal a las leyes que le han permitido vivir y ser
quien, a escaparse de la injusticia de la acusación que ha sufrido. El Critón
explica muy claramente cómo la lealtad a la ciudad es más importante que la
justicia. En este caso el objeto de la lealtad son las leyes y las
instituciones”. (Cuestiones de lealtad)
El
intelectual, aquel que opina y decide en asuntos de la sociedad, tiene que ser
coherente con sus acotaciones y leal a los principios por los cuales se rige y
corrige; retractarse de lo que dice ante cualquier tipo de amenaza es lo mismo
que ser desleal y traidor. Su condición de intelectual implica una serie de
consecuencias que deben ser asumidas con responsabilidad y estoicismo. No digo
que el intelectual tiene que inmolarse; lo que digo es que su condición le
constriñe asumir su papel bajo su única responsabilidad. Claro que es elección
suya retractarse ante el menor indicio de amenaza, pero si lo hace no podemos
encontrar virtud ni responsabilidad en ello sino temor, deslealtad y traición.
En el
mundo de la intelectualidad la intemperancia y la vulnerabilidad son altamente
peligrosas: la primera porque se presta para divulgar lo que no debe y la
segunda porque es brecha para el descontento que a su vez encamina a la
traición. Ambas cosas no son propias del intelectual sino de aquellos que,
aunque pretendan serlo, no son más que mercaderes que se venden al mejor postor
echando a un lado todo lo que represente compromiso y responsabilidad.
Pero la
elección de emitir juicios de valor y de opinar en la sociedad, asumiendo las
responsabilidades que todo esto implica, no puede ser posible al margen
de la libertad. Para asumirse el papel de intelectual y todo lo que
esto conlleva es necesaria la libertad: fuera de ésta toda acción es ejecutada
bajo presión, lo que nos dice que si se produce una reacción contraria es
porque ha sido indirectamente forzada, por tanto queda en entre dicho cualquier
acto consecuente que denote traición y falta de lealtad.
El
problema de “la libertad”, en lo que se refiere al intelectual,
adquiere un matiz que se torna un tanto complejo. Julián Marías considera
que “la cuestión de la libertad es algo más complicada cuanta más
importancia le atribuyamos es más aconsejable tomarla en serio y con todo
rigor” (El intelectual y su mundo). No se trata de un tema que pude
ser tratado con ligereza, menos si tiene que ver con la actitud que se adopta
frente a “realidades delicadas” donde hay que decidir qué hacer, pero de manera
voluntaria debido a las consecuencias que esto conlleva. “En fin
de cuentas, dice Marías, la misión del intelectual es manejar esas
realidades delicadas y frágiles, que es fácil aplastar entre los dedos o que
pueden provocar una explosión” (ibídem).
Para
emitir una opinión de importancia para todos requiere que quien opine esté
totalmente consciente de lo que hace, de cuáles son sus consecuencias y que
estas son de su entera y única responsabilidad; y esto no puede ser a distancia
de la libertad sino en sus predios. Estamos hablando de la libertad que
concierne al intelectual, quien gracias a ésta e dueño de sí mismo además de
encontrarse en la facultad mental de saber qué quiere, qué y por qué lo hace,
sin que nadie le obligue a lo contrario. Sólo quien es libre y está conscientes
de las consecuencias es apto para tomar decisiones que afecten, de manera
positiva o negativa, a las élites de poder. Esto es, recordando, que las actividades
del intelectual están en constantes fricciones con estas últimas.
La
libertad, vista como “la facultad de obrar de una manera u otra, y de
no obrar”, denota autonomía y previa consciencia de lo que hace. Y cuando
se dice previa consciencia se alude a que sabe lo que hace y de lo que esto
representa, sea favorable o no para él. Porque no es posible hablar de libertad
al margen de la conciencia: necesariamente la libertad implica un disfrute por
el estado en cuestión, y este disfrute encierra la “idea de hacer lo que se
quiere a pesar de que existan pautas, normas o leyes que procuren regular todo
tipo de acción perpetrada por el individuo”.
Cuando el
individuo es condicionado, no importa en cual aspecto de su libre accionar, se
pone en juego su libertad. El individuo verdaderamente libre elige su propia
línea de conducta, no importa que ésta entre en conflicto con los modos
conductuales de los demás. De hecho, está dentro de la libertad de la persona
respetar o no los espacios de acción del “otro”; y aunque existan pautas que
regulen su accionar depende de la persona misma ajustarse o irrespetar las
leyes. Sin embargo, aunque esas leyes están para regular el “libre accionar”,
en el fondo, más bien, su función de violentar la libertad del individuo. No
importa que el fin de la ley sea el bien común, en el fondo lo que busca es
limitar la libertad del individuo obligándolo ir en contra de sí mismo.
El
filósofo francés, autor de “El ser y la nada”, presenta al ser humano como
irremediablemente libre, como un condenado a la libertad por su condición de
ser un “ente arrojado” que es dueño y responsable de sí mismo:
“…Dicho de otro modo, no hay
determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte,
Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que
legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de
nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas.
Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresare diciendo que el hombre está condenado
a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por
otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo
que hace”. (El existencialismo es un humanismo).
Tornando
al intelectual y su relación con la libertad, partiendo de un sujeto “condenado
a la libertad”, es en él donde la libertad está más acentuada. Puede darse el
caso de que existan personas que, debido a su estado de obnubilación, esté
ajeno, no privado, de su libertad. Puede ser que elementos alienantes como la
moda, la televisión, las drogas, internet, pornografía, entre otras cosas que
se tornan perniciosas en manos de los círculos de poder, hagan del individuo un
ente que desconoce su condición de libre, por ignorancia.
Sin
embargo, el intelectual no padece de este mal porque sabe perfectamente qué
quiere y qué puede hacer con lo que le llega a la mano: los medios de
información de masa, por ejemplo, son poseídos por él y los convierte en
instrumentos de difusión de sus ideas que usa en pro del poder o en su
sublevación contra él. Así que, concibiéndose libre, y entendiendo
su papel en la sociedad elige de qué lado estar haciéndose responsable de los
resultados de esa elección.
La
libertad es inherente al intelectual; es gracias a ella que se subleva contra
el sistema o se convierte en su aliado; puede convertirse en un precursor de
los intereses de la élites de poder mediante la difusión de ideas que van
orientadas a la justificación sin evadir su entera responsabilidad. Tal es el
caso de los intelectuales orgánicos: estos se prestan a ser heraldos de
organismos de poder cuya única finalidad es perpetuarse sin tener el menor
escrúpulo de ver en los individuos medios que sirvan para tales fines.
Pero el
intelectual, orgánico o no, proselitista o contestatarios, no importa al tipo
de intelectualidad al que pertenezca, no se puede dar el lujo de asumir una
posición sumisa, callada. Su condición, de la que está consciente, le exige, es
decir se exige a sí mismo, manifestarse en torno a problemáticas que demandan
la rápida participación de alguien que tenga la cabeza bien puesta y que sea
capaz de caminar en sentido contrario al de la multitud; alguien que sea
capaz de pensar por sí mismo y ver más allá de la cotidianidad. Esta consciencia
que el intelectual tiene de sí le convierte en su propio dueño; por lo tanto se
traza sus propias leyes y elabora su propio decálogo con el cual se rige, pero
todo esto sin entrar en conflicto con la razón. Puede que llegue a ponerse al
servicio de algún déspota, es libre de hacerlo pues está facultado para
actuar como mejor le parezca, además, esto no le hace menos intelectual; sin
embargo, lo que no puede hacer es negarse a sí mismo, ni mentir en su
complicidad con el régimen. Todo lo contrario, con actitud estoica, si no se
justifica, acepta las sanciones evadiendo todo argumento de “mala fe”.
El
intelectual es libre de hacer lo que quiera, siempre y cuando no entre en
contradicción con sus propios principios. Puede, como Sócrates, compeler a la
sociedad de actuar correctamente; puede, como lo hace Tom Hagen en “El
padrino”, ponerse al servicio de sectores oscuros de poder o como muchos
otros intelectuales justificar mediante su trabajo intelectual a los gobiernos
dictatoriales. O simplemente pronunciarse a favor de la sociedad adversando a
la clase dominante, poniendo en riesgo su estatus social sin que ello le motive
a retroceder. Dice Julián Marías:
“El intelectual tiene derecho a
equivocarse; no a mentir. Tiene derecho a apasionarse, con tal que su pasión no
quite conocimiento. Tiene derecho a vivir y ganar algún dinero, aún en
circunstancia en que la libertad no exista, pero en ese caso no como
intelectual. Tiene derecho a tomar una posición política, pero no a ser
cómplice del crimen o el engaño. Tiene derecho a sentir simpatías o antipatías
por una nación, una ideología o un grupo, pero no a sustituir la realidad por
sus sentimientos particulares y domésticos”. (El intelectual y su mundo).
El
intelectual es libre y por lo tanto puede pronunciarse pero dentro de los
límites de su conciencia, entendiendo que llegará el momento de responder por
esa libertad que asumió y que le sirvió de amparo para altercar o entrar en
armonía con los núcleos de poder o con la sociedad. Es libre pero posee un
código de valores a los cuales responde con firmeza y que le obligan a elegir,
sea para bien o para mal de todos, incluyéndolo a él.
El
intelectual no puede dimitir de su libertad, el día que lo haga es porque se
resiste a las consecuencias; y esta resistencia denota miedo lo que nos dice
que nos encontramos frente a un personaje que abandona su identidad y para
adentrarse en los predios de la irresponsabilidad, la deslealtad y la
traición.
Por José
E. Flete Morillo.-
3 comentarios:
Teacher, se pasó, que vaina más largaaaaa.
Ay gran poder de Dios😪
Ya Mi Cerebro Crecio Con Toda Esas Letras OMARRGAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!!!!!!!!!!!!
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