Uno de los grandes problemas
del ser humano que gira en torno a sus problemas existenciales es el concepto
que tiene de sí mismo. Toda persona que abre
su mente a la realidad circundante
lo hace a partir de sí mismo. O sea, todas las acciones de la humanidad, sin
importar la escala de valoraciones morales, tienen como punto de partida su
propia existencia; cada acto está condicionado por esa autovaloración que,
dicho sea de paso, permiten entender el mundo por completo. Es difícil que el
ser humano ejecute una acción si previo sopesarla en función de sí.
Desde esta perspectiva, el
individuo elabora una valoración de sí mismo razón suficiente para entender que
su realidad inmediata no le es ajena; allí hace todo lo posible por acoplarse a
su entorno, sea tratando de transformarlo o, simplemente, resignarse a
aceptarlo tal y como es. Una vez ubicado y adaptado en su realidad, el ser
humano procura mantener el único capital intangible del que puede asirse para
sobrevivir al peligro de depredación social: su prestigio.
Toda lucha del individuo gira
en torno a ese prestigio que, de algún modo, resulta ser su capital tangible;
esa solvencia moral es lo que le permite mantener la cabeza a flote ante
cualquier endilgamiento que, a modo de reproche le haga la sociedad por
cualquier tipo de falta que aquél cometa, aún sea la misma el simple acto de
disentir en opinión.
En El Crisol se plantea esta
situación[1].
El héroe, John Proctor, cuya finalidad era salvar a su esposa de la sentencia a
muerte, confiesa su pecado y asume la falsa acusación que la obsesiva Abigail,
con quien había tenido relaciones sexuales, había levantado en contra de
aquella. En consecuencia, John Proctor es sentenciado a muerte
Pero John es sentenciado, no por su pecado de
adulterio (pues ello implicaba condenar también a la amante, Abigail, sobrina
del líder religioso de la comunidad Samuel Parris - Bruce Davison-) sino por el de brujería. Esta
situación pone a la familia Proctor-Williams en entre dicho ante toda la
comunidad.
Para John, ya no se trata del
temor a la muerte. Ahora el problema tiene trascendencia. Más allá del
exterminio de él y su familia, está el tema de su reputación. Antes no había
pensado al respecto, pero parece que la realidad le devolvió de golpe a la
realidad, ahora entiende que se encuentra en una gran encrucijada en la que su
prestigio está en juego.
El ser humano tiende a pensar
con seriedad respecto a las cosas, sin importar la naturaleza ni el orden de
éstas, únicamente cuando se encuentra en situaciones límites. Se puede entender
al respecto aquellos momentos o situaciones en los que el ser humano está
acorralado y tal estado de consciencia le lleva a la conclusión de que es el
único responsable de su condición y que, por lo tanto no tiene más opción que hacerse
cargo de sí mismo.
Quizás, lo anteriormente
expuesto resulte una apreciación pesimista, pero n es sino que se caracteriza
por su marcado realismo pues es en esos momentos apremiantes, como lo es el
momento de encarar la realidad de la muerte, que el individuo sospesa lo que
tiene en su derredor con tanta responsabilidad que llega a revalorizar aquellas
cosas a las que antes daba poca
importancia.
Esta situación se aplica al
caso de John Proctor. El héroe, en el momento que el placebo dominaba sus apetencias,
nunca se detuvo a pensar en las posibles repercusiones de sus actos. En este
momento, durante esos instantes libidinosos, nunca pasó por su cabeza la
reputación de su nombre, sino solamente cuando se encontró al borde de la
muerte. Al principio, él no era el sentenciado sino su esposa; es aquí donde el
sentido de culpabilidad lo apremia haciendo que confiese y con ello asuma la
condena de muerte que su esposa, injustamente, estuvo a punto de afrontar.
La situación, como se ha dicho
anteriormente, lleva al héroe valorar aquellas cosas que siempre estuvo a su
vista pero cuyo valor no reconocía, tal es el caso de su familia y su propia
dignidad. Esto último, al final de la película, recibe mayor relevancia. Aquí
la integridad del héroe se pone a prueba cuando se le presenta como única
alternativa que firme un documento en el que el asume, no su pecado de
adulterio, sino la a
cusación de practicante de brujería; esto debía firmarse para poner un alto a la “cacería de brujas” pero salvaguardando el perfil de protector de la pureza religiosa de la comunidad de Salem.
cusación de practicante de brujería; esto debía firmarse para poner un alto a la “cacería de brujas” pero salvaguardando el perfil de protector de la pureza religiosa de la comunidad de Salem.
Pero el héroe ya había
reflexionado bastante sobre el asunto; el dilema de enfrentar su propia muerte
le había hecho reflexionar con seriedad sobre el asunto; ahora ya no se trata
de morir sino de perpetuar su figura como un patán. Firmar ese documento de mea culpa era firmar su sentencia moral,
quizás no moriría físicamente pero moralmente sí; quizás se libraría de la
horca o de la hoguera, pero en la historia quedaría sentenciado a la muerte
moral, mancillando consecuentemente la reputación de su familia. Ante esta
realidad que sólo él había considerado, prefiere no firmar el documento de
confesión y enfrentar la muerte.
Si John Proctor firmaba la
carta de confesión, salvaría su vida pero su nombre trascendería sobre la
ignominia; pero si se resistía a ello, sería sentenciado a muerte pero dicha
sentencia quedaría figurada en la historia como una fabulación de un sistema
religioso caprichoso, es decir que la calumnia sería la única base firme sobre
la que se sustentaría su sentencia de muerte.
En El crisol el nombre deja de ser una simple nominación y adquiere
trascendencia; el mismo es un capital intangible que pervive a la muerte y se
concretiza con el transcurrir de la historia. La muerte física puede aniquilar
al individuo, pero si la dignidad de éste se impone con ello trasciende en la
historia que ha de registrar el hecho y aquél será recordado en función de
ello. Ante esta convicción, John Proctor en vez de firmar el documento lo
arruga, como intentando destrozarlo, y, con sollozo, justifica su decisión: “¡Es que ahí está mi nombre!”.
La dignidad moral es el único
bien intangible del individuo que trasciende al tiempo. La reputación precede
al individuo al grado que, muchas veces se le conoce, no porque se apersona al
lugar sino porque su reputación le aventaja en sus pasos. Si el individuo se descuida al
respecto, puede recibir cualquier objeción para realizar cualquier tarea sólo
por el hecho de que su prestigio, sea positivo o negativo, le antecede en
cualquier área de acción. Solamente la persona que entiende esto es capaz de
defenderlo a cualquier costo, incluso con la muerte, como hiciera John Proctor.
Al respecto Rober Green[2]
plantea que el prestigio debe defender a cualquier costo porque el mismo es el
único bien intangible que abre paso al que lo posee en cuanto a su relación con
los demás. Dice Green:
La reputación es la piedra angular del
poder. Sólo a través de la reputación se puede intimidar y ganar; una vez que
se pierde, sin embargo, uno se vuelve vulnerable y blanco de ataques por todos
los lados. La reputación debe ser algo inexpugnable. Siempre hay que estar
alerta ante la posibilidad de un ataque, para defenderse antes de que ocurra.
Mientras, hay que saber destruir al enemigo minando su propia reputación. Luego
hay que tomar distancia y dejar que la opinión pública les lleve a la horca[3].
Sin reputación lo único que le
queda al individuo es la extinción. La reputación, no importa cuál sea su grado
de valoración, abre o cierra camino a la persona según el escenario en que se
desenvuelva. Para muchos, es mejor enfrentar la muerte que verse en el lastre
de la ignominia moral. Para otros, no es relevante el preservarla; sin embargo
semejante postura evidencia una evasión de lo que implica defender la
reputación, la dignidad, pues persistir en ello conlleva el ir contra el mundo
entero, un precio muy alto que pocos se quieren pagar.
Por:
José E. Flete-Morillo.-
[1]
El film es una producción
dirigida por Nicholas Hytner. La trama de la película gira en torno a la
“cacería de brujas” perpetrada en la época colonial de los Estados Unidos
(siglo XVII), en la misma un grupo de jovencitas, lideradas por Abigail (Winona
Ryder) fueron sorprendidas practicando
la hechicería, situación que tienen como consecuencia un juicio del que
aquellas tratan de escapar acusando a los habitantes del pueblo. Esta situación
le sirve a Abigail para llevar a cabo su plan de sacar de camino a Elizabeth
(Joan Allen) , esposa de John Proctor (Daniel Day-Lewis) con quien había
fornicado; la primera, mediante una treta,
logra conseguir que la segunda sea acusada de brujería y condenada a
muerte; pero Jonh logra librar a Elizabeth de la condena confesando su pecado e
inculpándose a sí mismo de brujería.
[2]
Las 48 Leyes del Poder.
[3] .
Ley No. 5.


No hay comentarios.:
Publicar un comentario