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jueves, 14 de marzo de 2019

El crisol: un sentido fílmico de la dignidad del individuo.-

Tráiler
Uno de los grandes problemas del ser humano que gira en torno a sus problemas existenciales es el concepto que tiene de sí mismo. Toda persona que abre  su mente a la  realidad circundante lo hace a partir de sí mismo. O sea, todas las acciones de la humanidad, sin importar la escala de valoraciones morales, tienen como punto de partida su propia existencia; cada acto está condicionado por esa autovaloración que, dicho sea de paso, permiten entender el mundo por completo. Es difícil que el ser humano ejecute una acción si previo sopesarla en función de sí.
Desde esta perspectiva, el individuo elabora una valoración de sí mismo razón suficiente para entender que su realidad inmediata no le es ajena; allí hace todo lo posible por acoplarse a su entorno, sea tratando de transformarlo o, simplemente, resignarse a aceptarlo tal y como es. Una vez ubicado y adaptado en su realidad, el ser humano procura mantener el único capital intangible del que puede asirse para sobrevivir al peligro de depredación social: su prestigio.
Toda lucha del individuo gira en torno a ese prestigio que, de algún modo, resulta ser su capital tangible; esa solvencia moral es lo que le permite mantener la cabeza a flote ante cualquier endilgamiento que, a modo de reproche le haga la sociedad por cualquier tipo de falta que aquél cometa, aún sea la misma el simple acto de disentir en opinión.
En El Crisol  se plantea esta situación[1]. El héroe, John Proctor, cuya finalidad era salvar a su esposa de la sentencia a muerte, confiesa su pecado y asume la falsa acusación que la obsesiva Abigail, con quien había tenido relaciones sexuales, había levantado en contra de aquella. En consecuencia, John Proctor es sentenciado a muerte
 Pero John es sentenciado, no por su pecado de adulterio (pues ello implicaba condenar también a la amante, Abigail, sobrina del líder religioso de la comunidad Samuel Parris -  Bruce Davison-) sino por el de brujería. Esta situación pone a la familia Proctor-Williams en entre dicho ante toda la comunidad.
Para John, ya no se trata del temor a la muerte. Ahora el problema tiene trascendencia. Más allá del exterminio de él y su familia, está el tema de su reputación. Antes no había pensado al respecto, pero parece que la realidad le devolvió de golpe a la realidad, ahora entiende que se encuentra en una gran encrucijada en la que su prestigio está en juego.
El ser humano tiende a pensar con seriedad respecto a las cosas, sin importar la naturaleza ni el orden de éstas, únicamente cuando se encuentra en situaciones límites. Se puede entender al respecto aquellos momentos o situaciones en los que el ser humano está acorralado y tal estado de consciencia le lleva a la conclusión de que es el único responsable de su condición y que, por lo tanto no tiene más opción que hacerse cargo de sí mismo.
Quizás, lo anteriormente expuesto resulte una apreciación pesimista, pero n es sino que se caracteriza por su marcado realismo pues es en esos momentos apremiantes, como lo es el momento de encarar la realidad de la muerte, que el individuo sospesa lo que tiene en su derredor con tanta responsabilidad que llega a revalorizar aquellas cosas a las  que antes daba poca importancia.
Esta situación se aplica al caso de John Proctor. El héroe, en el momento que el placebo dominaba sus apetencias, nunca se detuvo a pensar en las posibles repercusiones de sus actos. En este momento, durante esos instantes libidinosos, nunca pasó por su cabeza la reputación de su nombre, sino solamente cuando se encontró al borde de la muerte. Al principio, él no era el sentenciado sino su esposa; es aquí donde el sentido de culpabilidad lo apremia haciendo que confiese y con ello asuma la condena de muerte que su esposa, injustamente, estuvo a punto de afrontar.
La situación, como se ha dicho anteriormente, lleva al héroe valorar aquellas cosas que siempre estuvo a su vista pero cuyo valor no reconocía, tal es el caso de su familia y su propia dignidad. Esto último, al final de la película, recibe mayor relevancia. Aquí la integridad del héroe se pone a prueba cuando se le presenta como única alternativa que firme un documento en el que el asume, no su pecado de adulterio, sino la a
cusación de practicante de brujería; esto debía firmarse para poner un alto a la “cacería de brujas” pero salvaguardando el perfil de protector de la pureza religiosa de la comunidad de Salem.
La solución al problema del héroe era aparentemente simple en el sentido de que tenía que sacrificarse moralmente en virtud de la dignidad ajena; pero en realidad era muy complejo puesto que se trataba de un asunto de trascendencia; en la posteridad el nombre de John Proctor figuraría como un individuo que fraguó en contra de la fe y la reputación de su pueblo. John había reflexionado al respecto; incluso, había discutido el tema con su esposa, quien aparentemente le había convencido de hacerlo.
Pero el héroe ya había reflexionado bastante sobre el asunto; el dilema de enfrentar su propia muerte le había hecho reflexionar con seriedad sobre el asunto; ahora ya no se trata de morir sino de perpetuar su figura como un patán. Firmar ese documento de mea culpa era firmar su sentencia moral, quizás no moriría físicamente pero moralmente sí; quizás se libraría de la horca o de la hoguera, pero en la historia quedaría sentenciado a la muerte moral, mancillando consecuentemente la reputación de su familia. Ante esta realidad que sólo él había considerado, prefiere no firmar el documento de confesión y enfrentar la muerte.
Si John Proctor firmaba la carta de confesión, salvaría su vida pero su nombre trascendería sobre la ignominia; pero si se resistía a ello, sería sentenciado a muerte pero dicha sentencia quedaría figurada en la historia como una fabulación de un sistema religioso caprichoso, es decir que la calumnia sería la única base firme sobre la que se sustentaría su sentencia de muerte.
En El crisol el nombre deja de ser una simple nominación y adquiere trascendencia; el mismo es un capital intangible que pervive a la muerte y se concretiza con el transcurrir de la historia. La muerte física puede aniquilar al individuo, pero si la dignidad de éste se impone con ello trasciende en la historia que ha de registrar el hecho y aquél será recordado en función de ello. Ante esta convicción, John Proctor en vez de firmar el documento lo arruga, como intentando destrozarlo, y, con sollozo, justifica su decisión: “¡Es que ahí está mi nombre!”.   
La dignidad moral es el único bien intangible del individuo que trasciende al tiempo. La reputación precede al individuo al grado que, muchas veces se le conoce, no porque se apersona al lugar sino porque su reputación le aventaja en sus  pasos. Si el individuo se descuida al respecto, puede recibir cualquier objeción para realizar cualquier tarea sólo por el hecho de que su prestigio, sea positivo o negativo, le antecede en cualquier área de acción. Solamente la persona que entiende esto es capaz de defenderlo a cualquier costo, incluso con la muerte, como hiciera John Proctor.
Al respecto Rober Green[2] plantea que el prestigio debe defender a cualquier costo porque el mismo es el único bien intangible que abre paso al que lo posee en cuanto a su relación con los demás. Dice Green:
La reputación es la piedra angular del poder. Sólo a través de la reputación se puede intimidar y ganar; una vez que se pierde, sin embargo, uno se vuelve vulnerable y blanco de ataques por todos los lados. La reputación debe ser algo inexpugnable. Siempre hay que estar alerta ante la posibilidad de un ataque, para defenderse antes de que ocurra. Mientras, hay que saber destruir al enemigo minando su propia reputación. Luego hay que tomar distancia y dejar que la opinión pública les lleve a la horca[3].
Sin reputación lo único que le queda al individuo es la extinción. La reputación, no importa cuál sea su grado de valoración, abre o cierra camino a la persona según el escenario en que se desenvuelva. Para muchos, es mejor enfrentar la muerte que verse en el lastre de la ignominia moral. Para otros, no es relevante el preservarla; sin embargo semejante postura evidencia una evasión de lo que implica defender la reputación, la dignidad, pues persistir en ello conlleva el ir contra el mundo entero, un precio muy alto que pocos se quieren pagar.
Por: José E. Flete-Morillo.-




[1] El film es una producción dirigida por Nicholas Hytner. La trama de la película gira en torno a la “cacería de brujas” perpetrada en la época colonial de los Estados Unidos (siglo XVII), en la misma un grupo de jovencitas, lideradas por Abigail (Winona Ryder)  fueron sorprendidas practicando la hechicería, situación que tienen como consecuencia un juicio del que aquellas tratan de escapar acusando a los habitantes del pueblo. Esta situación le sirve a Abigail para llevar a cabo su plan de sacar de camino a Elizabeth (Joan Allen) , esposa de John Proctor (Daniel Day-Lewis) con quien había fornicado; la primera, mediante una treta,  logra conseguir que la segunda sea acusada de brujería y condenada a muerte; pero Jonh logra librar a Elizabeth de la condena confesando su pecado e inculpándose a sí mismo de brujería.

[2] Las 48 Leyes del Poder.
[3] . Ley No. 5.

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