El extremismo es
pernicioso desde cualquier ángulo que se le mire. Desde el lugar en que se
encuentre, afecta a todos por su forma obtusa manera de ver las cosas. Desde
una rendija mira el mundo y arbitrariamente saca conclusiones propias de esos
“tremendistas” que Umberto Eco, en Apocalípticos e Integrados,
subrayaba.
Todo extremista, por
defecto, es tremendista, su discurso está cargado de fantasías en las que él es
el centro de todo drama y, matizado de su natural paranoia, emplea todo tipo de
mentiras para enarbolar un discurso paranoico mediante el cual venderá una
figura de sufrimiento que sólo los incautos incurren en la imprudencia de
comprar.
La moral del extremista,
o tremendista, se fundamenta en su megalomanía; tal ha sido su engreimiento que
se ha creído la mentira de su unicidad. El “menos yo” es su mejor recurso de
evasión, todos han errado, o pecado, o simplemente fallado -algo muy propio de
los seres humanos- en alguna que otra tarea, menos él. Él o ella,
descuella por encima de la gran mayoría gracias a su “entereza moral”, “los
demás padecen de una doblez bulliciosa”…”-Yo no me doblego, yo he sido
criado con valores firmes…Otros en mi lugar, en condiciones apremiantes en que
me he encontrado, hubieran claudicado y dar el brazo a torcer…En cambio, yo no,
pues poseo unos valores de hierro que mejor me hacen morir en vez de
doblegarme..!” dicen en voz alta, como si quisieran acallar la duda de
algún escéptico.
En realidad, el
extremista, gracias a su megalómana forma de pensar, vive pendiente y a la vez
ajeno de todo; pendiente, porque piensa que todo debe girar en torno a él; no
respeta jerarquía, no hay rango por encima, es enemigo de las normas
puesto que, “al momento de ser formuladas, no se le consultó, por ende,
están carentes de fundamento y racionalidad”; para todo tremendista, las normas
no pasan de ser trabas que la “burocracia, perniciosa y maldita” instaura para
obstaculizar los procesos, pero esta afirmación no responde a la racionalidad sino
a su ego, pues las cosas no responden a su capricho amén de la realidad
nomástica que le detiene.
Pero, también, vive ajeno
a todo porque le importa un bledo el bienestar de los demás y de aquello que
nada le concierne. Las cosas que no le conciernen las deja de lado y ni
siquiera tiene la más leve sospecha de a quien le pueda afectar no cómo;
basta y sobra que no sea de su “competencia”, para dejar que “el diablo
se lleve al demonio; pero si de casualidad se alerta de que en algo le
perjudica, se vale de un discurso redentorista y no cesa de pregonar la
necesidad de velar “por el bienestar común” cuando otrora sólo le bastaba su
mismidad con sus consecuencias.
La institucionalidad le
asquea por la excesividad burocrática; el papeleo y la efectividad jerárquica
le ponen los nervios de punta; dice que “para qué hay que cumplir con tantos
pasos”, que “eso aletarga los procesos”; pero en realidad, lo que sucede, es
que su engreimiento no le permite que “un empleado, o funcionario, de poca
monta le diga a su “encumbrada personalidad” lo que tiene o debe hacer. O sea,
el tremendista está más allá del bien y del mal, es una evocación real del
monarca francés, Luis XIV, cuyo ego trascendía a la facticidad del
Estado. Es decir, el tremendista o extremista, llega a tal engreimiento que se
autoconcibe cualidades divinas y sentencia o, más bien depreca, a todo aquél
que omite importancia a “sus sabias orientaciones”.
En ese acontecer nuestro
personaje va desarrollando, de manera natural, un comportamiento cínico:
despotrica a unos, confabula contra otros, traiciona aquí, chismea por allá,
soborna por acá, y cuando se le cuestiona al respecto alega que todo es
mentira, que son los demás que no le respetan, que si “algo hizo mal, en el
fondo fue procurando el bien común”. Esto me recuerda a un personaje del
film Corazón Valiente, dirigido y estelarizado por Mel Gibbson; se
trata de un noble que, alcanzado por un marido que demandaba venganza por el
ultraje de su esposa, alegó que su accionar respondía a un “derecho” que le
asistía como noble.
En cambio, el tremendista
muta al llegar la noche. Parece que después de una larga jornada de chismes,
mentiras, conspiraciones, embaucamientos, confabulaciones, manipulaciones y
traiciones llega a la conclusión de que “todos los seres humanos debemos vivir
como hermanos”, de que “al final el mundo no es mundo sin las diferencias”, y
procede a “sermonear” a todos a pregonar la necesidad de “vivir en armonía”…Es
más es tanto su tremendismo que se autoproclama servidor o servidora aún de
aquellos a los que consideró no aptos para ordenarle nada. Y como si fuera
poco, plaga las redes sociales de mensajes superfluos, de esos que aunque
hablan de bondad, armonía, amor y cosas afines, no surten efecto porque de
todos es bien sabido que su comportamiento no permite a nadie oír ni apreciar
en forma alguna lo que intenta comunicar.
Por: José E.
Flete-Morillo.-
2 comentarios:
excelente lectura
muy buen mensaje deja está lectura
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