Las cosas putrefactas se caracterizan esencialmente por el
olor pestilente que emiten; es de suma facilidad advertir que algo está en
estado de descomposición por las razones anteriormente indicadas; máxime cuando
se trata de algún animal, especialmente un ser humano. En la mayoría de
ocasiones, muchos solemos ser presas de la nausea cuando experimentamos este
tipo de sensación; no bien nuestro sentido del olfato detecta semejante olor
cuando ya queremos expulsar hasta el jugo gástrico. Algo más que horror nos
invade cuando, avisados por la pestilencia, logramos advertir que más adelante
un drama grotesco nos espera.
Pero lo de la putrefacción va más allá de la descomposición
de órganos, porque el espíritu también se descompone; este estado de
putrefacción es peor que aquél puesto que, cuando sucede, el problema adquiere
dimensiones sociales; desde la familia del individuo que padece el mal hasta la
sociedad o comunidad en la que éste se desenvuelve(incluyendo centros
laborales) padecen las insoportables consecuencias.
No hay algo más abrumador que un alma corrompida. Cuando
esto sucede no hay marcha atrás, lo único que se puede hace, en el mejor de los
casos es extirpar la parte afectada, pero en el caso del espíritu, es difícil;
lo mejor es estar a la espera de un milagro, si es que sucede, o, en caso de
desesperación y urgencia, la aniquilación total (que el lector entienda lo que
mejor le parezca). No hay amenaza más alarmante que la presencia de un espíritu
corrompido: todo lo que éste encuentra a su paso sufre el efecto del Rey Midas
pero en la versión que estamos tratando; "todo lo que toca se
putrefacta".
Es un verdadero riesgo lidiar con alguien bajo estas
condiciones. La vulgaridad es natural en sus conversaciones, así que, no tienen
ni el más mínimo pudor de referirse al otro con todo tipo de truhanerías y
humillaciones habidas y por haber; y es mucho peor si se enteran que la persona
se da por aludida: en cuando recrudecen la embestida, alzan aún más la voz e
hiperbolizan los insultos. Y, créanme, que con este tipo de personas hay que
ser bien diestro cuando se trata de "nadar y mantener la ropa seca"
pues, cuando se enteran de alguna falla, hacen del secreto un larga perorata
que no termina hasta estar bien seguros de haber destruido la reputación del
otro; de modo que, entablar una discusión con ellos equivale a un suicidio.
En ellos, el instinto de conservación y el sentido de
dignidad lucen inertes; parece que no aprecian, ni en lo más mínimo, la
grandeza de la vida; de esto se puede interpretar que les importa un bledo
hundir todo lo que encuentran a su paso. Eso de lealtad y agradecimiento es una
fórmula que desprecian por no entender su complejidad. Es una ofensa decir que
su estilo de vida se encuentra en estado primitivo; es peor, no les tiembla el
pulso a la hora de traicionarse entre sí; son capaces urdir el más dantesco
plan aún en contra de su propia madre. No piensan en el mañana, es como si se
tratara de algo sin sentido, algo que no comprenden y que, por lo tanto,
desprecian. Les da lo mismo vivir en un vertedero que en un retrete.
Les da un par de tres que el mundo se vaya abajo; lo
único que tiene prioridad en sus nauseabundas vidas es satisfacer sus deseos
que de hecho superan el sentido de la vulgaridad. Eso de comer, defecar, orinar
y copular es prácticamente instintivo, lo hacen por pura obediencia biológica;
es decir, no conocen el simple gusto por las cosas; comen lo que aparece y
defecan donde la necesidad les atrape. Incluso, cuando copulan, es por mero
instinto; los que les lleva a contaminar el mundo con una prole que seguirá su
trayectoria asquerosa y maldita. las amistades que logran se corresponden con
su forma de ser; nadie con un mínimo de sentido común merodea por sus predios
sino sólo aquellos que comparten sus groserías y escarnecimiento.
Su mismicidad constituye el lado grotesco de la humanidad.
Nada se compara a su existencia sórdida más que la representación de una escena
absurda. En el film El nombre de la rosa[1] hay una escena que
ilustra la manera en que conviven estas personas con sus semejantes; en la
película, la plebe está ubicada en las afueras del castillo, en un vertedero;
hasta allí desciende la cámara, en la persona de Adso(Christian Slater), pupilo
de Guillermo de Baskerville (Sean Conery); el drama que recogen los ojos
de Adso es asqueroso y deprimente: las personas se lastiman entre sí,
copulan sin sentido de pudor y hacen cuantas cosas resultan hostiles a la
prudencia. Esta película nos sirve para entender el convivir de aquellos cuyo
espíritu es putrefacto.
Los temas escatológicos e iconoclastas despiertan en ello la
hilaridad; no es porque los consideren absurdos sino porque su imaginación es
aviesa y, como resultado, se miran disfrutando de un mundo destruido a sus
anchas, como lo hacen actualmente. Para ellos la vida no es más que un breve
instante cuya importancia radica en hacer lo que mejor les parezca sin reparar
en la trivialidad de las normas.
No son cínicos; carecen de toda probabilidad de discurso en
el que puedan justificar su proceder; son parias sociales que viven orientados
por la depravación misma. Lo que hacen no tiene justificación, simplemente
obedecen a su instinto y nada más; sólo están pendientes de lo que les depara
el día. Si se ríen del dolor ajeno es porque, con el perdón de las hienas, su
apetito voraz les anuncia que de aquél desastre algún beneficio les espera; a
esta especie pertenecen aquellos que hacen de la desgracia del otro un festín.
En ellos, la capacidad de asombro brilla por su ausencia; les da lo mismo reír
la muerte que llorar la fiesta; en el pleno sentido de la expresión, tienen la
virtud de apuñalar al otro mientras le brindan una sonrisa. Todo eso al margen
de la reflexión, sólo obedeciendo a un instinto absurdo que rige su vida desde
su alumbramiento (lo que explica el hecho de que, desde su etapa infantil,
manifiesten una actitud totalmente despreciable).
Su compañía es altamente peligrosa. Con ellos, nadie está
seguro. Vale más una onza de respeto del peor enemigo que su amistad. Cuando
están cercanos la tranquilidad colapsa; para llevarse con ellos hay que
mantenerlos a kilómetros de distancia. Una sola oportunidad es suficiente para
que estén en nuestro rededor infestando nuestro espacio con sus conculcaciones.
Hay más sosiego en un campo minado que tenerlos de vecinos o compañeros de
caminos o labores.
Finalmente, podemos decir que, en ellos, la razón está
muerta, lo mismo que su animalidad; digo "su animalidad" buscando
respetar a los animales y, así, circunscribirlos en el más bajo jamás
imaginado, allí donde las cosas absurdas sólo pueden ser explicadas a partir de
sí misma, porque para ellas no hay parangón. Muerta la razón, los motivos son
inútiles, incluso el motivo de "pecar"; cualquier cosa que hagan que,
sin importar su ubicación en el intervalo moral, es producto de su naturaleza
absurda y aviesa.
Por: José E. Flete-Morillo.-

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