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jueves, 10 de enero de 2019

El zángano o la mitificación del torpe.-

En nuestra cultura popular campesina ronda uno de los tantos personajes míticos llenando nuestra imaginación de un terror que subyace en lo inexplicable; mito al fin, funge como elemento principal con la finalidad de responder a interrogantes que implican la reputación moral de los otros.
Según lo describe la tradición, el zángano es un ser torpe que cuenta con la única destreza de dar grandes zancadas gracias a sus muy largas piernas; tal destreza le permite trasladarse de un lugar a otro con suma facilidad. Algunos por su parte lo señalan como una persona mágicamente poderosa capaz de convertirse en ave nocturna y, una vez así convertido, cometer sus fullerías sin ser detenido.
Se advierte, que este mítico ser dominicano nada tiene que ver con el zángano de las abejas; su comportamiento, es más bien melindroso, redunda a favor del pillaje, altercando contra el deber que nos impone el sentido común, de lo que se desprende su predilección en transformarse en aves nocturnas para ejecutar sus hurtos y atentar sin dificultades contra el bienestar de los demás. Como todos los entes míticos que abundan en la mitología dominicana, la oscuridad es el ambiente propicio para que el zángano haga sus apariciones y evidencie sus cualidades melifluas.
Es de común conocimiento que el mito va más allá del mero relato fantástico, pues su discurso encierra un sentido que debe ser descifrado en función del contexto en que éste se produce. Por eso hay que interpretarlo y llevarlo, si así se puede decir, “a su mínima expresión”; hay que extraer de él una explicación que se aproxime, por lo menos, a la realidad misma en que éste se crea. Es arriesgado atribuirle al mito valor de verdad debido a que se trata de una metáfora, recurso figurativo que alude a la jerarquía y a la naturaleza del origen de las cosas. En otras ocasiones, se enfoca en alguna problemática de carácter moral, como el caso de éste personaje de ficción que nos ocupa.
Así, en vez de enfocarse en desmeritar la figura del zángano debido a su inconsistencia científica, lo que corresponde es elaborar una lectura que nos permita entender el sentido que encierra su misteriosa personalidad. Hay algo que tenemos que entender en este mito, algo que nos remite a una inmediatez d la que no podamos negar su consistencia; pero, ¿qué recurso nos es viable para cosificar toda información que nos brinda este mito? ¿De qué forma podemos reflexionar sobre los problemas, o más bien ciertos problemas que nos aquejan, a través de este personaje?
En nuestros predios, existe un personaje que nos sirve a la perfección para concretizar al zángano y así, al mismo tiempo, analizar  el proceder del primero valiéndonos del segundo. Se trata del torpe: ente a quien el diccionario describe como falto de habilidad, rudo y tardo en comprender. Es uno de esos personajes de los que se puede afirmar, sin temor a equivocaciones, que el sentido de toda su vida se explica a partir cualquier estadística que haga referencia a la densidad poblacional de cualquier lugar. No importa lo que haga o si tiene algún mérito, al final todo se reduce a un mero requisito numérico: completar una cifra.
Nuestra cultura popular campesina trató de explicar la intrincada personalidad de individuos que, no obstante su forma burda de concebir el mundo, aventajan a quienes poseen las cualidades necesarias y suficientes para asumir con seriedad ciertas responsabilidades. Sus éxitos son  el producto de sus grandes zancadas, es decir, de su destreza trepadora.
Es cierto que luce paradójico que alguien como el torpe, con una mentalidad tan burda y adversa a la comprensión del mundo posea alguna virtud; quizás el refrán que reza “Dios le da barba al que no tiene quijada” nos sirva de algo en la comprensión de esta paradoja; porque si procuramos entender este contraste desde la racionalidad no tardaríamos en admitir que estamos presenciando una situación absurda. Por eso, para no caer en una especie de asombro catatónico, lo mejor es asumir esa realidad desde la perspectiva del refrán citado.
Partiendo de este mito, el torpe es un individuo que vive entre nosotros, completando las estadísticas, emulando a los demás en lo que su corta percepción le permite concebir qué es o no relevante; pero sus acciones nefastas las ejecuta can tanta simulación que pocos nos percatamos del hecho. Su simulación no es fingida, es una  técnica de evasión que le es muy propia: mientras los demás reparan en lo pintoresco de su torpeza, en lo tosco de su trato con los demás, mientras todos están concentrados en su asperidad, el torpe da zancadas (haciendo sus amarres con sectores oscuros del poder, cabildeando puestos en el Estado, por ejemplo) dejando a todos estupefactos por lo sorpresivo de “sus logros” o, mejor dicho, por lo paradójico   de nuestra realidad social.
De la familia de los “homines arbitrarius”[1], el torpe se diferencia de sus congéneres en el sentido de que, gracias al escaso destello de luz de la razón que se anida en su cerebro, entiende un poco de lo que sucede a su derredor por lo que sabe cómo valerse de las “buenas relaciones” y cabildear posiciones de privilegios en las empresas en base a la lambonería[2] y la confabulación.



Perfil moral del torpe.-

Una serie actitudes hacen del torpe un ente peculiar, muy distinto al imbécil y al estúpido, pero un tanto próximo al necio y al idiota en lo que se refiere al arte natural llevar al colmo de la desesperación a los demás. Lo que hace, le permite erigirse en el ícono de los trepadores: pues aunque es inepto en lo que se refiere a la creatividad, su poquedad mental le permite moverse en esos meandros donde se puede crecer sin el más leve esfuerzo, sino que unos y otros favores “retorcidos” son suficientes para hacer las jugadas perfectas que el oportunismo requiere para catapultarse por encima de los demás.
Cualquiera, con sobrada razón, alegaría que el personaje del torpe, ese zángano nocturno que pernocta en las áreas más oscuras de nuestra moralidad social, en nada se diferencia del estúpido. Pero no es así, el torpe tiene ciertas particularidades que le hacen único; él es lo que es y por eso, de manera deíctica, lo referimos en base a sus atributos que nos permiten identificarlos a pesar de la enorme multitud que lo rodea. Estamos hablando que sus acciones son signos indubitables de su torpeza. Identificarlo en función de sus cualidades es la vía más inmediata de reconocer la personalidad de quien nos mediatiza en momentos inoportunos.

 Emulación innata: Nada de lo que hace es diferente, su raciocinio funciona empujado por el imperativo de la emulación: hace y dice en función de lo que ve en los demás; pero, a pesar de su natural marcado interés de actuar según lo que ve en los otros, emerge de entre sus acciones esa rudeza que lo caracteriza dejando, salir sin proponérselo, cierta frialdad tosca. Me explico: he visto personas en sus respectivos contextos que practican la buena educación, el gusto refinado y la cortesía en su rose con los demás, especialmente en los medios publicitarios; pero no obstante lo “pulido de su léxico” y sus “moldeados ademanes”, se percibe esa natural brutalidad que resalta por encima de sus simulaciones; acento refinado, ademanes plagados de cortesía, gusto exótico en el vestir, todo eso es mera imitación, acciones  que aprendió de aquellos con quienes soñó, en lo más recóndito de su humana podredumbre, compartir tan sólo una milésima de su gloria y sus triunfos.

Ingenuidad inoportuna: Cuando hablo de “ingenuidad inoportuna” me refiero a que el torpe no planifica el mal; las acciones reprochables que hace suele ser bajo el supuesto de que hace bien; nótese que cuando actúa mal lo justifica acudiendo a una serie de argumentaciones que resulta un tanto risible: por ejemplo, acude a lo religioso, a lo patriótico o sentimental . Sin embargo hay que aclarar que no todos los torpes  sufren de “ingenuidad inoportuna”. Muchas veces suele desprenderse de en pro del otro, antes o después de importunarle el momento. Se le ocurren ideas abrumadoramente absurdas como, por ejemplo, visitar a un enlutado para hablarle de sus aspiraciones políticas.

  El complejo de “Lucas y Chaparrón Bonaparte”: El comediante mexicano Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, nos brinda una de sus comedias en la que la trivialidad y lo absurdo son temas de una cotidianidad que está más allá de la visión estricta de la vida; o sea, cosas que merecen la total atención y el pronto cuidado, se manejan desde el ángulo de la hilaridad. “Lucas y Chaparrón Bonaparte” es un retrato de la normalidad superflua que viven dos excéntricos; locos o no, en su cotidianidad, su vida es normal y sus conversaciones, aunque carezcan de sentido, son intensas y continuas, a pesar de la discontinuidad de los temas. Miran el mundo con una seriedad relativa: saben que hay cosas que ameritan “soluciones inmediatas”, pero pueden esperar, sus conversaciones son muy relevantes y no pueden perder ni un minuto de sus conversaciones ambiguas. Es de su conocimiento que los demás los tienen por locos, pero están convencidos, perfectamente convencidos, de que es todo lo contrario.
Estos cómicos personajes han creado un mundo, perfecto a su manera, dentro de uno que a pesar de su cordura está saturado de histeria, estrés, paranoia y vicios morales. En ese universo incoherente sólo caben ellos; nadie ha logrado permearlo, quienes lo han intentado han sufrido dolorosas consecuencias de su imprudencia; alertados de que su espacio está siendo invadido, con una mordaz descortesía, preguntan al inoportuno recién llegado, por su necesaria retirada. Nadie los comprende: lo único que estos personajes pintorescos demandan, es así como lo entiendo, es privacidad, ser ellos en su cotidianidad reducida. Sólo ellos se conocen entre sí y saben sus debilidades, nadie más las conoce. Sus elogios son exclusivos de su mutualidad: son propensos a reconocer y exaltar mutuamente sus méritos y a elogiarse respectivamente por las incoherencias que plantean; mientras los extraños subrayan lo absurdo de sus conversaciones, ellos, en cambio, dan el visto bueno a cada desatino surgido en la conversación. Se elogian entre sí, se adjudican títulos de honor, y se agradecen mutuamente por cada arbitrariedad planteada.
“Los chifladitos”, (así titula Roberto Gómez Bolaño, Chespirito, esta comedia) es un retrato fidedigno del torpe en lo que se refiere a esa manía de identificar encubrir entre sus congéneres esa personalidad irritante. El torpe no es menos de lo que esta comedia nos describe; lo que él es se corresponde perfectamente con lo que en esta comedia se nos plantea: busca a sus iguales, algo totalmente comprensible pues solamente entre sus homólogos puede dejar salir esa bestialidad sin que nadie le recrimine algún fallo; allí entiende que los demás son quienes caminan en sentido contrario, que él está bien que es perfecto que no es proclive al fallo. No asimila el error como algo humano sino de los que él califica de “ineptos”. Entre sus iguales es libre de ser lo que quiere; y es entendible porque todos, como dice el refrán, “están cortados por la misma tijera”. Es debido a ese sentido colectivista que, en sus reuniones y correspondencias, los halagos y lisonjas son notorios, horriblemente notorios: pues no cesan exaltarse y felicitarse por las babosadas que repetidamente dice. Alguien ajeno a su círculo dice algo con relevancia y el silencio los sobrecoge, pero cuando uno de ellos argumenta, por ejemplo,  sobre “el estilo de defecar del chivo”, se pasan largas jornadas de elogios y encomios, erigidas en torno al genio que hizo tan genial planteamiento; muchos, cuando se trata de espacios virtuales de discusión, remiten desmedidamente el “ingenioso aporte del correligionario”; otros, en el menor de los casos, participan para manifestar que están de acuerdo. “¡Totalmente de acuerdo con lo que dices!", se pronuncia alguno del “clan de los zánganos[3]”.

 El síndrome de la repetitividad aguda: El torpe nada nuevo dice desde que aprendió a argumentar. Algunas veces dice algo impactante, es cierto, pero son efluvios mentales que suceden cada cierto e insospechado tiempo, lo que se puede asumir con natural sorpresa. Todas sus inquietudes y planteamientos giran siempre en torno a lo mismo; nada distinto puede decir, siempre será una repetición de lo que dijo la primera vez; en caso contrario, cuando se trata de algo novedoso, sólo balbucea: es decir, frases entrecortadas y sin sentido es lo que aporta. Sin embargo, hay que admitir que su discurso está cargado de pasión y emotividad.

 Logorrea descontrolada:  Arvelo hace cierta declaración[4] con relación al uso desproporcionado de las palabras, manía muy frecuente en una sociedad como la nuestra donde todos tienen qué decir pero nada qué escuchar. El filósofo sostiene que “el que menos puede dar es quien exhibe mayor ambición de orientar a sus semejantes”; situación muy propia del torpe, pues habla sin parar, no entiende que debe callar, que las condiciones del diálogo del momento son determinadas por un conjunto de circunstancias que lo hacen o no oportuno. El torpe ignora la relevancia del contexto de lo que dice; ignora que las palabras, en su momento, surten el efecto esperado. La prudencia no está en su diccionario; su lengua, con el correr del tiempo adquirió autonomía y dominio sobre su personalidad, tiene que hablar, de lo contrario sucumbe ante una subsecuente ansiedad. Nótese que, aun desconociendo del tema en cuestión, abre la boca aunque tan sólo sea para decir “¡Interesante aporte fulano, totalmente de acuerdo con lo que dices!”, de lo contrario su propia lengua lo estrangularía en busca de su libertad. Los escenarios silenciosos lo abruman, lo llenan de espanto; el silencio le resulta letal; pero no es que quiere escuchar a otros, sino que tiene que hablar, necesita hablar; es por eso que vocifera, amenaza, insulta y agrede verbalmente, pero nada de eso es planificado, todo obedece a que su lengua, quizás alguna patología extraña, ha adquirido conciencia y, en consecuencia, autodeterminación. Puede ser, no obstante es una afirmación ineludible que el torpe habla sin control y no sabe cuándo ni cómo parar.
Así es el torpe. Sujeto que, gracias a una pizca de raciocinio, sabe cuáles cosas le favorecen y cuáles no; no obstante esta ventaja, su proceder es fragoso y en su trato con los demás es impredecible, pues procede contrariando a las circunstancias; hay veces que actúa adecuadamente, eso es cierto, pero es una bomba de tiempo ya que, a la larga, se deja guiar por el ímpetu de sus emociones.
Repito, el torpe no es ajeno al mundo que le rodea; lo conoce, sabe lo que palpita dentro de él; entiende a las personas y conoce las inquietudes de éstas. Pero está tan atento a sus nimiedades que atropella a cualquiera que le atraviesa en el camino y ni siquiera se da por enterado; y no es que lo hace guiado por la intencionalidad, sino que su tosquedad supera su afectividad.
Lo peor de todo esto es que el torpe es un mal sin remedio. Nadie ni nada lo hará superar sus deficiencias; ni terapias psicológicas ni sermones religiosos lograrán el cambio necesario en la vida de este personaje. Posee su propia doctrina de vida y sus consideraciones sobre lo que debe ser están más allá de todo lo que se llame sentido común. Sabe qué se necesita para resolver tal o cual problema pero no hace nada al respecto. En fin, el torpe es un mal sin remedio. Lo que nos corresponde es aprender a convivir con él o dejarle el espacio para que haga lo que mejor le parezca. La metáfora del zángano nos recomienda; obstruirle el camino es una temeridad; competir con él es una locura. Lo mejor es dejar las cosas como están y, todo aquél que sienta respeto por su vida, concentrarse en sus propios asuntos. Es lo mejor y lo más conveniente que podemos hacer.

Por: José E. Flete-morillo.-


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