Según lo describe la
tradición, el zángano es un ser torpe que cuenta con la única destreza de dar
grandes zancadas gracias a sus muy largas piernas; tal destreza le permite
trasladarse de un lugar a otro con suma facilidad. Algunos por su parte lo
señalan como una persona mágicamente poderosa capaz de convertirse en ave
nocturna y, una vez así convertido, cometer sus fullerías sin ser detenido.
Se advierte, que este
mítico ser dominicano nada tiene que ver con el zángano de las abejas; su
comportamiento, es más bien melindroso, redunda a favor del pillaje, altercando
contra el deber que nos impone el sentido común, de lo que se desprende su
predilección en transformarse en aves nocturnas para ejecutar sus hurtos y
atentar sin dificultades contra el bienestar de los demás. Como todos los entes
míticos que abundan en la mitología dominicana, la oscuridad es el ambiente
propicio para que el zángano haga sus apariciones y evidencie sus cualidades
melifluas.
Es de común conocimiento
que el mito va más allá del mero relato fantástico, pues su discurso encierra
un sentido que debe ser descifrado en función del contexto en que éste se
produce. Por eso hay que interpretarlo y llevarlo, si así se puede decir, “a su
mínima expresión”; hay que extraer de él una explicación que se aproxime, por
lo menos, a la realidad misma en que éste se crea. Es arriesgado atribuirle al
mito valor de verdad debido a que se trata de una metáfora, recurso figurativo
que alude a la jerarquía y a la naturaleza del origen de las cosas. En otras
ocasiones, se enfoca en alguna problemática de carácter moral, como el caso de
éste personaje de ficción que nos ocupa.
Así, en vez de
enfocarse en desmeritar la figura del zángano debido a su inconsistencia
científica, lo que corresponde es elaborar una lectura que nos permita entender
el sentido que encierra su misteriosa personalidad. Hay algo que tenemos que
entender en este mito, algo que nos remite a una inmediatez d la que no podamos
negar su consistencia; pero, ¿qué recurso nos es viable para cosificar toda
información que nos brinda este mito? ¿De qué forma podemos reflexionar sobre
los problemas, o más bien ciertos problemas que nos aquejan, a través de este
personaje?
En nuestros predios,
existe un personaje que nos sirve a la perfección para concretizar al zángano y
así, al mismo tiempo, analizar el
proceder del primero valiéndonos del segundo. Se trata del torpe: ente a quien
el diccionario describe como falto de habilidad, rudo y tardo en comprender. Es
uno de esos personajes de los que se puede afirmar, sin temor a equivocaciones,
que el sentido de toda su vida se explica a partir cualquier estadística que
haga referencia a la densidad poblacional de cualquier lugar. No importa lo que
haga o si tiene algún mérito, al final todo se reduce a un mero requisito
numérico: completar una cifra.
Nuestra cultura
popular campesina trató de explicar la intrincada personalidad de individuos
que, no obstante su forma burda de concebir el mundo, aventajan a quienes poseen
las cualidades necesarias y suficientes para asumir con seriedad ciertas
responsabilidades. Sus éxitos son el
producto de sus grandes zancadas, es decir, de su destreza trepadora.
Es cierto que luce
paradójico que alguien como el torpe, con una mentalidad tan burda y adversa a
la comprensión del mundo posea alguna virtud; quizás el refrán que reza “Dios
le da barba al que no tiene quijada” nos sirva de algo en la comprensión de
esta paradoja; porque si procuramos entender este contraste desde la racionalidad
no tardaríamos en admitir que estamos presenciando una situación absurda. Por
eso, para no caer en una especie de asombro catatónico, lo mejor es asumir esa
realidad desde la perspectiva del refrán citado.
Partiendo de este
mito, el torpe es un individuo que vive entre nosotros, completando las
estadísticas, emulando a los demás en lo que su corta percepción le permite
concebir qué es o no relevante; pero sus acciones nefastas las ejecuta can
tanta simulación que pocos nos percatamos del hecho. Su simulación no es
fingida, es una técnica de evasión que
le es muy propia: mientras los demás reparan en lo pintoresco de su torpeza, en
lo tosco de su trato con los demás, mientras todos están concentrados en su asperidad,
el torpe da zancadas (haciendo sus amarres con sectores oscuros del poder,
cabildeando puestos en el Estado, por ejemplo) dejando a todos estupefactos por
lo sorpresivo de “sus logros” o, mejor dicho, por lo paradójico de nuestra realidad social.
De la familia de los
“homines arbitrarius”[1], el torpe se diferencia de sus congéneres en el
sentido de que, gracias al escaso destello de luz de la razón que se anida en
su cerebro, entiende un poco de lo que sucede a su derredor por lo que sabe
cómo valerse de las “buenas relaciones” y cabildear posiciones de privilegios
en las empresas en base a la lambonería[2] y la confabulación.
Perfil moral del torpe.-
Una serie actitudes
hacen del torpe un ente peculiar, muy distinto al imbécil y al estúpido, pero
un tanto próximo al necio y al idiota en lo que se refiere al arte natural
llevar al colmo de la desesperación a los demás. Lo que hace, le permite
erigirse en el ícono de los trepadores: pues aunque es inepto en lo que se
refiere a la creatividad, su poquedad mental le permite moverse en esos
meandros donde se puede crecer sin el más leve esfuerzo, sino que unos y otros
favores “retorcidos” son suficientes para hacer las jugadas perfectas que el
oportunismo requiere para catapultarse por encima de los demás.
Cualquiera, con
sobrada razón, alegaría que el personaje del torpe, ese zángano nocturno que
pernocta en las áreas más oscuras de nuestra moralidad social, en nada se
diferencia del estúpido. Pero no es así, el torpe tiene ciertas
particularidades que le hacen único; él es lo que es y por eso, de manera
deíctica, lo referimos en base a sus atributos que nos permiten identificarlos
a pesar de la enorme multitud que lo rodea. Estamos hablando que sus acciones
son signos indubitables de su torpeza. Identificarlo en función de sus cualidades
es la vía más inmediata de reconocer la personalidad de quien nos mediatiza en
momentos inoportunos.
Emulación
innata: Nada de lo que hace es diferente, su raciocinio funciona empujado
por el imperativo de la emulación: hace y dice en función de lo que ve en los
demás; pero, a pesar de su natural marcado interés de actuar según lo que ve en
los otros, emerge de entre sus acciones esa rudeza que lo caracteriza dejando,
salir sin proponérselo, cierta frialdad tosca. Me explico: he visto personas en
sus respectivos contextos que practican la buena educación, el gusto refinado y
la cortesía en su rose con los demás, especialmente en los medios
publicitarios; pero no obstante lo “pulido de su léxico” y sus “moldeados
ademanes”, se percibe esa natural brutalidad que resalta por encima de sus
simulaciones; acento refinado, ademanes plagados de cortesía, gusto exótico en
el vestir, todo eso es mera imitación, acciones
que aprendió de aquellos con quienes soñó, en lo más recóndito de su
humana podredumbre, compartir tan sólo una milésima de su gloria y sus
triunfos.
Ingenuidad
inoportuna: Cuando hablo de “ingenuidad inoportuna” me refiero a que el
torpe no planifica el mal; las acciones reprochables que hace suele ser bajo el
supuesto de que hace bien; nótese que cuando actúa mal lo justifica acudiendo a
una serie de argumentaciones que resulta un tanto risible: por ejemplo, acude a
lo religioso, a lo patriótico o sentimental . Sin embargo hay que aclarar que
no todos los torpes sufren de
“ingenuidad inoportuna”. Muchas veces suele desprenderse de en pro del otro,
antes o después de importunarle el momento. Se le ocurren ideas abrumadoramente
absurdas como, por ejemplo, visitar a un enlutado para hablarle de sus
aspiraciones políticas.
El complejo de “Lucas y Chaparrón Bonaparte”: El comediante mexicano Roberto Gómez
Bolaños, Chespirito, nos brinda una de sus comedias en la que la trivialidad y
lo absurdo son temas de una cotidianidad que está más allá de la visión
estricta de la vida; o sea, cosas que merecen la total atención y el pronto
cuidado, se manejan desde el ángulo de la hilaridad. “Lucas y Chaparrón
Bonaparte” es un retrato de la normalidad superflua que viven dos excéntricos;
locos o no, en su cotidianidad, su vida es normal y sus conversaciones, aunque
carezcan de sentido, son intensas y continuas, a pesar de la discontinuidad de
los temas. Miran el mundo con una seriedad relativa: saben que hay cosas que
ameritan “soluciones inmediatas”, pero pueden esperar, sus conversaciones son
muy relevantes y no pueden perder ni un minuto de sus conversaciones ambiguas.
Es de su conocimiento que los demás los tienen por locos, pero están
convencidos, perfectamente convencidos, de que es todo lo contrario.
Estos cómicos
personajes han creado un mundo, perfecto a su manera, dentro de uno que a pesar
de su cordura está saturado de histeria, estrés, paranoia y vicios morales. En
ese universo incoherente sólo caben ellos; nadie ha logrado permearlo, quienes
lo han intentado han sufrido dolorosas consecuencias de su imprudencia;
alertados de que su espacio está siendo invadido, con una mordaz descortesía,
preguntan al inoportuno recién llegado, por su necesaria retirada. Nadie los
comprende: lo único que estos personajes pintorescos demandan, es así como lo
entiendo, es privacidad, ser ellos en su cotidianidad reducida. Sólo ellos se
conocen entre sí y saben sus debilidades, nadie más las conoce. Sus elogios son
exclusivos de su mutualidad: son propensos a reconocer y exaltar mutuamente sus
méritos y a elogiarse respectivamente por las incoherencias que plantean;
mientras los extraños subrayan lo absurdo de sus conversaciones, ellos, en
cambio, dan el visto bueno a cada desatino surgido en la conversación. Se
elogian entre sí, se adjudican títulos de honor, y se agradecen mutuamente por
cada arbitrariedad planteada.
“Los chifladitos”,
(así titula Roberto Gómez Bolaño, Chespirito, esta comedia) es un retrato
fidedigno del torpe en lo que se refiere a esa manía de identificar encubrir
entre sus congéneres esa personalidad irritante. El torpe no es menos de lo que
esta comedia nos describe; lo que él es se corresponde perfectamente con lo que
en esta comedia se nos plantea: busca a sus iguales, algo totalmente
comprensible pues solamente entre sus homólogos puede dejar salir esa
bestialidad sin que nadie le recrimine algún fallo; allí entiende que los demás
son quienes caminan en sentido contrario, que él está bien que es perfecto que
no es proclive al fallo. No asimila el error como algo humano sino de los que
él califica de “ineptos”. Entre sus iguales es libre de ser lo que quiere; y es
entendible porque todos, como dice el refrán, “están cortados por la misma
tijera”. Es debido a ese sentido colectivista que, en sus reuniones y
correspondencias, los halagos y lisonjas son notorios, horriblemente notorios:
pues no cesan exaltarse y felicitarse por las babosadas que repetidamente dice.
Alguien ajeno a su círculo dice algo con relevancia y el silencio los
sobrecoge, pero cuando uno de ellos argumenta, por ejemplo, sobre “el estilo de defecar del chivo”, se
pasan largas jornadas de elogios y encomios, erigidas en torno al genio que
hizo tan genial planteamiento; muchos, cuando se trata de espacios virtuales de
discusión, remiten desmedidamente el “ingenioso aporte del correligionario”;
otros, en el menor de los casos, participan para manifestar que están de
acuerdo. “¡Totalmente de acuerdo con lo que dices!", se pronuncia alguno
del “clan de los zánganos[3]”.
El
síndrome de la repetitividad aguda: El torpe nada nuevo dice desde que
aprendió a argumentar. Algunas veces dice algo impactante, es cierto, pero son
efluvios mentales que suceden cada cierto e insospechado tiempo, lo que se
puede asumir con natural sorpresa. Todas sus inquietudes y planteamientos giran
siempre en torno a lo mismo; nada distinto puede decir, siempre será una
repetición de lo que dijo la primera vez; en caso contrario, cuando se trata de
algo novedoso, sólo balbucea: es decir, frases entrecortadas y sin sentido es
lo que aporta. Sin embargo, hay que admitir que su discurso está cargado de
pasión y emotividad.
Logorrea
descontrolada: Arvelo hace cierta declaración[4] con relación al uso
desproporcionado de las palabras, manía muy frecuente en una sociedad como la
nuestra donde todos tienen qué decir pero nada qué escuchar. El filósofo
sostiene que “el que menos puede dar es quien exhibe mayor ambición de orientar
a sus semejantes”; situación muy propia del torpe, pues habla sin parar, no
entiende que debe callar, que las condiciones del diálogo del momento son
determinadas por un conjunto de circunstancias que lo hacen o no oportuno. El
torpe ignora la relevancia del contexto de lo que dice; ignora que las
palabras, en su momento, surten el efecto esperado. La prudencia no está en su
diccionario; su lengua, con el correr del tiempo adquirió autonomía y dominio
sobre su personalidad, tiene que hablar, de lo contrario sucumbe ante una
subsecuente ansiedad. Nótese que, aun desconociendo del tema en cuestión, abre
la boca aunque tan sólo sea para decir “¡Interesante aporte fulano, totalmente
de acuerdo con lo que dices!”, de lo contrario su propia lengua lo
estrangularía en busca de su libertad. Los escenarios silenciosos lo abruman,
lo llenan de espanto; el silencio le resulta letal; pero no es que quiere
escuchar a otros, sino que tiene que hablar, necesita hablar; es por eso que
vocifera, amenaza, insulta y agrede verbalmente, pero nada de eso es
planificado, todo obedece a que su lengua, quizás alguna patología extraña, ha
adquirido conciencia y, en consecuencia, autodeterminación. Puede ser, no
obstante es una afirmación ineludible que el torpe habla sin control y no sabe
cuándo ni cómo parar.
Así es el torpe.
Sujeto que, gracias a una pizca de raciocinio, sabe cuáles cosas le favorecen y
cuáles no; no obstante esta ventaja, su proceder es fragoso y en su trato con
los demás es impredecible, pues procede contrariando a las circunstancias; hay
veces que actúa adecuadamente, eso es cierto, pero es una bomba de tiempo ya
que, a la larga, se deja guiar por el ímpetu de sus emociones.
Repito, el torpe no es
ajeno al mundo que le rodea; lo conoce, sabe lo que palpita dentro de él;
entiende a las personas y conoce las inquietudes de éstas. Pero está tan atento
a sus nimiedades que atropella a cualquiera que le atraviesa en el camino y ni siquiera
se da por enterado; y no es que lo hace guiado por la intencionalidad, sino que
su tosquedad supera su afectividad.
Lo peor de todo esto
es que el torpe es un mal sin remedio. Nadie ni nada lo hará superar sus
deficiencias; ni terapias psicológicas ni sermones religiosos lograrán el
cambio necesario en la vida de este personaje. Posee su propia doctrina de vida
y sus consideraciones sobre lo que debe ser están más allá de todo lo que se
llame sentido común. Sabe qué se necesita para resolver tal o cual problema
pero no hace nada al respecto. En fin, el torpe es un mal sin remedio. Lo que
nos corresponde es aprender a convivir con él o dejarle el espacio para que
haga lo que mejor le parezca. La metáfora del zángano nos recomienda;
obstruirle el camino es una temeridad; competir con él es una locura. Lo mejor
es dejar las cosas como están y, todo aquél que sienta respeto por su vida,
concentrarse en sus propios asuntos. Es lo mejor y lo más conveniente que
podemos hacer.
Por: José E. Flete-morillo.-
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