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sábado, 12 de enero de 2019

Las noches de Francis Santana, El Songo.

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"¡Ha muerto Francis Santana, el arte nacional está de luto!", publica alguien en el Foro de Eulogio. La noticia me tomó por sorpresa. Confirmé por otra vía y sí, era cierto, El Songo había muerto. Inmediatamente después, a manera de un Flashback fílmico, fui remitido a Milan Kundera quien plantea la inmortalidad como una permanencia a pensar de lo inminente de la muerte gracias a los recuerdos de los que sobreviven; dice que esta inmortalidad
(...)  Nada tiene que ver con la fe religiosa en la inmortalidad del alma. Se trata otra inmortalidad distinta, completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la memoria de la posteridad. Cualquiera puede alcanzar una inmortalidad mayor o menor, más corta o más larga (...)[1].  
Partiendo de lo que nos plantea Kundera, la labor del pasado esculpe en la memoria de los individuos una trayectoria que es directamente proporcional al recuerdo: mientras más estrecha es la relación y mayor es el número de los sujetos que le tratan, más duradero es el recuerdo y más "transferible" es el objeto de añoranza. Kundera advierte esto estableciendo una clara diferencia entre la muerte de una persona común y la de un hombre de Estado o un artista:
(...) Tenemos que diferenciar la denominada pequeña inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes le conocieron de la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció realmente. Hay trayectorias vitales que sitúan al hombre, desde el comienzo, ante esta gran inmortalidad, ciertamente posible: son las trayectorias vitales de los artistas y los hombres de Estado[2].
Diferente a la directriz de Kundera (quien relega la inmortalidad al roce del individuo con los demás, dependiendo aquella de la dimensión de éstos) Francis Santana, El Songo, mediante una relación onírica en una de sus interpretaciones, toma esos recuerdos kuderianos (no sé si leyó o no al autor checoslovaco) y los reduce a nostalgias furtivas que pernoctan en la tranquilidad de la noche. Aquí es el individuo quien recuerda, pero no a los otros, sino aquellas vivencias pasadas que marcaron, para bien o para mal, su vida.
En Hay noches, El Songo, con su voz suave cargada de añoranzas nos remite a una historia estática en la que el individuo se ve entrampado  en recuerdos que lo agobian o alegran en las noches en que la soledad se torna acuciante y, por lo tanto, intimidante. Es allí donde el pasado, diría Santana, se nos viene encima como una especie de aluvión.
Dice El Songo:
Hay noches que traen tristeza/ angustia y soledad/ que dejan el alma en llanto/ por un amor que se va./  Hay noches que traen alivio/ y una esperanza más/ consuelo para el que espera/ por un amor que quizás vendrá.
El Songo nos describe un alma atormentada que se asemeja mucho a la que nos presenta Hitchcock en Vértigo[3] donde el héroe que encarna James Stewart, Scottie, es presa de sus propios recuerdos cuya quimera es sustanciada por una mujer que amó desmedidamente y que quiere, a toda costa, rescatar de un pasado todavía latente. Pero hay una leve diferencia con el héroe hitchcockiano, el que nos presenta la canción es indeterminado: porque la angustia, el llanto y la soledad pueden atormentar a cualquiera que sea susceptible a la pasión. Solamente las almas insensibles quedan al margen de este drama.
Ese héroe indeterminado que nos revela El Songo es vulnerable, no al día, como sucede con el hitchcockiano, sino a la tranquilidad de la noche porque es aquí donde ese héroe undívago, conminado por el cansancio que nos describe Héctor J. Díaz[4], se rinde al sopor nocturno que le arredila  en ese pasado que una vez disfrutó pero que, dependiendo de su estado anímico desprecia o añora.
Porfirio Barba Jacob[5] alegaría, por su parte, que es en la  plenitud del día donde la angustia hace sus estragos; diría que la noche nos es basta; pero lo que El Songo refiere (por lo que cité el agitado drama que describe Héctor J. Díaz) es que después de un agitado día lo que nos queda es sumergirnos en los recuerdos, gratos o no, en espera del sueño que nos hará olvidar nuestras trivialidades. ¿Y qué mejor forma de hacerlo si recurrimos a aquellas aventuras, tiernas, fútiles o lascivas, a las que alguna vez nos arrojó el amor? Pero para lograr esa empresa, diría el bolerista, debemos confabularnos con la noche quien en su quietud nos hará revivir aquellas horas de placero quizás de frustración.
Como quien grita desde el fondo de su convencimiento, Francis Santana, El Songo, describe un drama en el que ese héroe undívago, para hacer su tormento placentero, retrotrae aquellas pasiones en las que solamente se  hace posible la complicidad de dos. Dice:
Hay noches que traen recuerdos/ que taren amores que se habían ido/ amores que se han querido/ y que nunca el tiempo hará olvidar
Y como quien se rinde al desacierto, como quien aspira a no ser creído a pesar de desearlo (esto es, que desea mantenerse errante a pesar de la rectitud de su camino) el bolerista nos devela el secreto de su llanto:
Hay noches que traen ensueños/ que son noches para amar/ en cada estrella hay un beso/ como las noches de tu intimidad.
 Todo se reduce a una pasión. No le interesa la inmortalidad de ningún modo: ni la religiosa ni la que plantea Kundera. Lo que aspira es a disfrutar de ese recuerdo lascivo que una vez experimentó en alguna etapa de su vida, y sólo en la quietud de la noche puede disfrutar en el presente lo que experimentó en el pasado.
Al Songo no le interesa pervivir en la memoria de los demás, sólo quiere retener esos recuerdos que durante el día se desvanecen por los "afanes de la vida[6]". Hay en su lírica un deseo de que lo dejen hundirse en su egoísmo por mantenerse adherido a un recuerdo fugaz que por las noches se hace tangible y le permite recrearse en esa ensoñación.
Ser recordado será empresa de todos los que disfrutaron o despreciaron sus canciones; pero, en lo que de él depende, se interesará por esos recuerdos dúctiles que hacen de su humanidad un manojo de pasiones inolvidables y estremecedoras.

Por: José E. Flete-Morillo.



[1] . Kundera (1989): La inmortalidad; P. 64.
[2] . Ibídem: p. 65.
[3] .  1958.
[4] . Lo que quiero.
[5] . Canción de la vida profunda.
[6] . Mateo 6:28-33.


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