
"¡Ha muerto Francis Santana, el arte nacional
está de luto!", publica alguien en el Foro de Eulogio. La noticia me tomó
por sorpresa. Confirmé por otra vía y sí, era cierto, El Songo había muerto.
Inmediatamente después, a manera de un Flashback fílmico, fui remitido a Milan
Kundera quien plantea la inmortalidad como una permanencia a pensar de lo
inminente de la muerte gracias a los recuerdos de los que sobreviven; dice que
esta inmortalidad
(...) Nada tiene que ver con la fe
religiosa en la inmortalidad del alma. Se trata otra inmortalidad distinta,
completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la
memoria de la posteridad. Cualquiera puede alcanzar una inmortalidad mayor o
menor, más corta o más larga (...)[1].
Partiendo de lo que nos plantea Kundera, la labor
del pasado esculpe en la memoria de los individuos una trayectoria que es
directamente proporcional al recuerdo: mientras más estrecha es la relación y
mayor es el número de los sujetos que le tratan, más duradero es el recuerdo y
más "transferible" es el objeto de añoranza. Kundera advierte esto
estableciendo una clara diferencia entre la muerte de una persona común y la de
un hombre de Estado o un artista:
(...) Tenemos que diferenciar la denominada pequeña
inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes le conocieron de la
gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos
a quienes no conoció realmente. Hay trayectorias vitales que sitúan al hombre,
desde el comienzo, ante esta gran inmortalidad, ciertamente posible: son las
trayectorias vitales de los artistas y los hombres de Estado[2].
Diferente a la directriz de Kundera (quien relega
la inmortalidad al roce del individuo con los demás, dependiendo aquella de la
dimensión de éstos) Francis Santana, El Songo, mediante una
relación onírica en una de sus interpretaciones, toma esos recuerdos kuderianos
(no sé si leyó o no al autor checoslovaco) y los reduce a nostalgias furtivas
que pernoctan en la tranquilidad de la noche. Aquí es el individuo quien
recuerda, pero no a los otros, sino aquellas vivencias pasadas que marcaron,
para bien o para mal, su vida.
En Hay noches, El Songo, con su voz
suave cargada de añoranzas nos remite a una historia estática en la que el
individuo se ve entrampado en recuerdos que lo agobian o alegran en
las noches en que la soledad se torna acuciante y, por lo tanto, intimidante.
Es allí donde el pasado, diría Santana, se nos viene encima como una especie de
aluvión.
Dice El Songo:
Hay noches que traen tristeza/ angustia y soledad/
que dejan el alma en llanto/ por un amor que se va./ Hay noches que
traen alivio/ y una esperanza más/ consuelo para el que espera/ por un amor que
quizás vendrá.
Ese héroe indeterminado que nos revela El Songo es
vulnerable, no al día, como sucede con el hitchcockiano, sino a la tranquilidad
de la noche porque es aquí donde ese héroe undívago, conminado por el cansancio
que nos describe Héctor J. Díaz[4], se rinde al sopor
nocturno que le arredila en ese pasado que una vez disfrutó pero
que, dependiendo de su estado anímico desprecia o añora.
Porfirio Barba Jacob[5] alegaría,
por su parte, que es en la plenitud del día donde la angustia hace
sus estragos; diría que la noche nos es basta; pero lo que El Songo refiere
(por lo que cité el agitado drama que describe Héctor J. Díaz) es que después
de un agitado día lo que nos queda es sumergirnos en los recuerdos, gratos o
no, en espera del sueño que nos hará olvidar nuestras trivialidades. ¿Y qué
mejor forma de hacerlo si recurrimos a aquellas aventuras, tiernas, fútiles o
lascivas, a las que alguna vez nos arrojó el amor? Pero para lograr esa
empresa, diría el bolerista, debemos confabularnos con la noche quien en su quietud
nos hará revivir aquellas horas de placero quizás de frustración.
Como quien grita desde el fondo de su
convencimiento, Francis Santana, El Songo, describe un drama en el que ese
héroe undívago, para hacer su tormento placentero, retrotrae aquellas pasiones
en las que solamente se hace posible la complicidad de dos. Dice:
Hay noches que traen recuerdos/ que taren amores
que se habían ido/ amores que se han querido/ y que nunca el tiempo hará
olvidar
Y como quien se rinde al desacierto, como quien aspira
a no ser creído a pesar de desearlo (esto es, que desea mantenerse errante a
pesar de la rectitud de su camino) el bolerista nos devela el secreto de su
llanto:
Hay noches que traen ensueños/ que son noches para
amar/ en cada estrella hay un beso/ como las noches de tu intimidad.
Todo se reduce a una pasión. No le interesa
la inmortalidad de ningún modo: ni la religiosa ni la que plantea Kundera. Lo
que aspira es a disfrutar de ese recuerdo lascivo que una vez experimentó en
alguna etapa de su vida, y sólo en la quietud de la noche puede disfrutar en el
presente lo que experimentó en el pasado.
Ser recordado será empresa de todos los que
disfrutaron o despreciaron sus canciones; pero, en lo que de él depende, se
interesará por esos recuerdos dúctiles que hacen de su humanidad un manojo de
pasiones inolvidables y estremecedoras.
Por: José E. Flete-Morillo.
[1] . Kundera (1989): La
inmortalidad; P. 64.
[2] . Ibídem: p. 65.
[3] . 1958.
[4] . Lo que quiero.
[5] . Canción de la vida
profunda.
[6] . Mateo 6:28-33.
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