Tráiler
La mosca es uno de los insectos más repulsivos al ser humano;
su sola presencia nos remite directamente a los espacios que frecuenta; verle
posarse sobre cualquier cosa inmediata a nosotros nos hace pensar en su mundo
de heces, putrefacciones y cosas afines que nos provocan asco, desasosiego y
pérdida del apetito. El platillo más suculento pierde el encanto ante el asomo
inoportuno de este roñoso bicho. Aunque forma parte de nuestro ecosistema, este
insecto no deja de provocarnos repulsión y de advertirnos sobre su capacidad de
transmitir peligrosas enfermedades.
Aunque reportan un minúsculo beneficio, las moscas alteran el
normal desarrollo de nuestra salubridad; son poderosos vectores de enfermedades
cuyo número supera a nuestra imaginación. Hayan tenido contacto o no, con algún
foco de contaminación, estos insectos de por sí llevan la contaminación
adherida a su cuerpo:
“Les gusta alimentarse en los
excrementos tanto como en el comedor en la boca u ojos de las personas. Esta
costumbre ha traído enfermedad y muerte al género humano. Las moscas son muy
peludas y en sus pelos llevan muchos
microbios. Los hombres de ciencia han medido con métodos apropiados la cantidad
de microbios que transporta una mosca limpia: unos ochocientos mil. Una mosca
sucia puede llevar más de quinientos millones, o sea seiscientas veces más.
Pero la mosca no lleva solamente en sus pelos y en sus patas a los microbios.
También se los traga con su comida. Estos microbios tragados se conservan vivos
en el buche y los intestinos de la mosca por mucho tiempo. Adquieren allí la
propiedad de hacerse muy resistentes al sol, la desecación y los
desinfectantes” (URIA, 2009. Pp. 29).
No hay ningún tipo de garantía de salubridad en cuanto a la
cercanía de las moscas. Estas, debido a su rápida propagación, se han
constituido en el nuestro insecto de cada día: nos topetamos de todas formas
con ellas. Por su manía de asentarse en los lugares inapropiados (es decir
alimentos, heridas, ojos y boca) resulta un bicho muy molesto e inoportuno.
Si es un craso error ignorar lo pernicioso de este animal, es
mucho más peligroso desconocer la manera en que su minúsculo mundo altera
nuestra existencia. La forma en que este insecto actúa representa una terrible
amenaza para la humanidad, esto así porque, además de la enorme cantidad de
microbios que porta, según la cita anterior, luce como si se tratara de un plan
de la naturaleza para exterminar a la humanidad de una sola vez y por todas, siendo la mosca su principal arma letal:
“Alguno podrá pensar sobre este
asunto que no hay por qué importarse con una tontería como la frecuencia de los
vómitos de las moscas o cuantas veces eliminan su intestino. Pero en realidad
es muy importante saberlo. Los hombres están empeñados en una lucha a muerte
contra las moscas, y es una lucha por la supervivencia. O la mosca sigue
matando al humano (sobre todo cuando es bebé), o el hombre mata a las moscas.
Además, las moscas transmiten enfermedades que, aunque no siempre matan, pueden
dejar ciegos o paralíticos a los jóvenes y niños”. (Op.Ct. Pp. 30).
Definitivamente que este molesto y nauseabundo insecto, no
obstante su pequeñez, trae a rastras el “aliento
de la muerte”. Nos persigue por doquier y no cesa de acelerar nuestra
tranquilidad; no importa el lugar, está allí infestando el espacio en que nos
desenvolvemos, infectando nuestra salubridad, llenándola de insospechados
males. A pesar de que se le atribuye cierta importancia en el ecosistema, se
torna un absurdo pensar en esta posibilidad: nadie que haya sido importunado
por este asqueroso y repugnante bicho considera cierto que el mismo tenga
incidencia positiva en el hábitat. Es
cierto que las moscas ayudan al ecosistema, pero su asquerosidad resalta ante
nuestros sentidos nublándonos las vías que la razón nos posibilita para
comprenderlas como necesarias.
-. Moralización de las
moscas.
El anterior prolegómeno elaborado en torno a las moscas puede
ser lecturado desde la ética; para ello es preciso recurrir a la prosopopeya
con el fin de elevar las cualidades nauseabundas de la mosca al plano moral del
ser humano. Éste, debido al conflicto
moral en que vive sumergido, posee cualidades que obligan a comparar sus
acciones con el de la mosca; porque, solamente valiéndonos de este insecto, se
puede hablar de algunos individuos cuya carencia de verticalidad moral es tan
latente que, producto de ese resultado, concluimos que estamos viviendo una especie
de cataclismo moral. Tan plagada de este tipo de persona están las estadísticas
locales de los grupos humanos que perdemos la fe en un futuro mejor, el
presente está corrompido y del futuro nada bueno podemos esperar. Cuando miramos
que este tipo de individuos, la
desesperanza se torna abrumadora pues se concluye que lo que presenciamos es
una invasión de moscas, de individuos que lo único que pueden hacer es
propiciar corrupción y asco.
José Ingenieros, en El
hombre mediocre, hace ciertos argumentos sobre la mediocridad; en el mismo
deja por sentado que quienes adolecen de
este vicio están ajenos del sentido común y por lo tanto son incongruentes con
la realidad que vive a diario el ser humano promedio:
“Están fuera de su órbita el ingenio,
la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de
ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del
artista, el ensueño del sabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no
sospechan que existe el infinito más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a
mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su
curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran
los ojos en la nuca.
Son incapaces de virtud; no la
conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la
sangre en su corazón; a veces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.
No vibran a las tensiones más altas
de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser
previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de
escalofrío bajo una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una
ofensa” (INGENIEROS, 2003. Pp. 54)
Desde que la humanidad aparece y los individuos deciden
agruparse para regularse entre sí, la presencia de los “hombres moscas”, hace su aparición en ese contexto. Igual que los
insectos, están ahí, importunando al género humano, infestando la tierra e
impidiendo el sano desarrollo del género humano. Pero lo interesante de todo
esto es que no aportan nada relevante a los grupos sociales, sino corrupción e
infortunio. Ningún evento relativo a la crisis social los muta, ni siquiera los
programas para los cambios favorables.
Su reacción ante cualquier situación de emergencia en el país
es prácticamente nula; solamente responden cuando perciben que su apetito voraz
les advierte que pueden sacar ventaja en el asunto. No tienen discernimiento
del tiempo, son capaces de lo más absurdo; se atreven a llevar serenata de amor a una mujer recién
enviudada; viéndolo en el marco de la institucionalidad, no entienden que
la institución amerita trato de emergencia, no propuestas ni planes
incongruentes con la realidad actual.
Este tipo de personas, igual que las moscas, son entes
improductivos. No dan nada, no aportan, ni construyen ni colaboran con nada;
solamente saben pedir, mendigar un mendrugo de pan a cambio de la libertad y libertad y el
bienestar ajenos. Son altamente perceptivos: pueden alera grandes distancia los
lugares donde se encuentre algo que les favorezca; por eso no se comprometen
con nada ni con nadie hasta no ver de qué lado sopla el viento; cuando ya están
seguros de cuál es el rumbo de las cosas concertan alianzas y proponen
proyectos.
Su carencia de sentido común es satisfecha por el de la
supervivencia. Son impávidos ante lo latente de cualquier necesidad; todo en su
derredor puede estar colapsando y nada hacen para evitar el desastre; para
ellos es mejor si todo colapsara ya que su experticia redunda en sacar provecho
de situaciones calamitosas. Pero, cuando perciben que el desastre les amenaza o
que algo se teje en su contra recurren a toda clase de acciones desagradables
para proteger su status quo: siembran
discordias, confabulan aún contra su propia progenitora, fabrican toda clase de
mentiras, falsifican documentos, despotrican a cualquiera sin importar que se
trate de sus mejores amigos, se alían a sus enemigos y se prestan para hacer el
papel de lacayos de aquellos que atentan en contra del bien común. Resultaría
un absurdo y una falta de sentido común fraguar un proyecto de nación o un plan
de emergencia institucional contando con individuos de esta calaña.
A pesar de su numerosidad, la colectividad en ellos es mera
apariencia y producto de la casualidad. No son capaces de fraguar, de manera
conjunta, una idea coherente ni necesaria. Aquí cada cual se encarga de velar
por lo suyo; nadie se preocupa por el otro, éste simplemente es un ente que la
casualidad arrastra hasta la proximidad de sus congéneres. La casualidad de
caer allí arrastrados por el instinto de la supervivencia es lo único que
tienen en común; no existe nada más que pueda nuclearlos. Cuando su apetito
voraz ha destruido la única cosa que los convocaba, entonces se ve claro que
nunca hubo tal unidad, sino que se trataba únicamente de una convocatoria
motivada por un hambre instintiva.
Si observamos bien, las moscas se agrupan en torno a todo lo
que se llame alimento; el olor a comida las convoca y acuden allí, donde se les
ve como si formaran una colonia organizada; pero basta agudizar tan solo un
poco el sentido de la vista para observar que, no obstante el haberse agrupado,
se observa carencia de ritmo y orden: giran como desorientadas, tratando de
sobrevivir las pocas horas que la naturaleza le prodiga. Se les puede observar
en una aparente unidad, pero sólo es desorden: devoran y nada más cada cual por
su lado. Este comportamiento es propio de las sociedades en crisis, donde el
poder está en mano de individuos que superan al idiota en lo que se refiere a
la carencia de sentido común; dichas sociedades constituyen el hábitat de los
individuos moscas ya que el mismo se presta para que aquellos desarrollen
personalidad despreciable y contaminante.
De la misma forma que el olor a comida llama a las moscas, el
olor del poder reúne su derredor a estos individuos. Sin embargo, la forma en
que estos sujetos se congregan en torno al poder no responde a un interés
mentalmente estructurado sino que, más bien, es producto de esa hambre
instintiva a la que me referí en los incisos anteriores. Si fuera en respuesta
a la razón, se hubieran nucleado y, por ende, constituido en un grupo fuerte, y
a la vez, productivo. Pero no es así, pues lo que sucede es que el hambre que
los conmina individualmente es la misma en todos y por eso responden de igual
manera; pero cuando tienen la manera de saciarse, cada uno se concentra en
hacer lo suyo, en saciar su hambre milenaria; desconocen la fortaleza del
trabajo mancomunado y en virtud de ello medran en el mismo espacio haciendo de
este un verdadero pandemónium.
a.
Los hombres moscas en su hábitat.-
Igual que sus congéneres, estos individuos están en todas
partes. No miden su condición para plantarse donde su instinto le mande; se
presentan en cualquier escenario dejando traslucir su quisquillosa
personalidad. Corrompen todo lo que tocan y hacen de ese lugar un antro de
asquerosidad y podredumbre. Donde había orden sólo queda ruina y calamidad.
Todo lo transforman en una infernal buhardilla donde medran al margen de la
ley. Allí se concentran, allí coinciden sus individualidades; están allí no por
un proyecto común sino porque su ruindad es la misma en todos a pesar de que
todos sean diferentes. Una vez que devoran todo, se retiran hacia otros lugares
donde puedan seguir corrompiendo todo lo que encuentren a su paso.
Cuando asumen el poder, hacen un esfuerzo sobre humano por
lucir educados, comunicadores de proyectos y de cualquier cosa que los haga
lucir “emprendedores”; sin embargo, basta un poco de tiempo y todo queda en
evidencia: no era más que una farsa; pero dicha farsa es involuntaria porque
son incapaces de estructurar un plan coherente. Lo que sucede es, que en su
afán de pertenecer a un espacio que les resulta impropio, emulan lo que ven en
otros con el inconveniente de que su naturaleza no soporta lo ígneo de la
razón.
Aunque aislados no merezcan atención,
en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de
intereses inconmovibles. Subvierten la tabla de valores morales, falseando
nombres, desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia,
es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una
imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez. (Op.Ct. Pp. 55).
Sin embargo, a pesar de que su tozudez le impela a correr en
pos de todo lo que le sirva para devorar, igual que las moscas, su lugar
predilecto para medrar es aquél donde la putrefacción está a la orden del día.
Las moscas prefieren abundan en los cuerpos en descomposición debido a la
facilidad que ellas tienen para desovar; allí sus larvas se desarrollan sin
dificultad alguna. De igual manera, los individuos a los que nos referimos en
este ensayo prefieren las sociedades en crisis porque es el escenario
predilecto para decir sus estupideces sin que se les tomen en cuenta.
Difícilmente este tipo de persona pueda perdurar en
sociedades equilibradas y moralmente fortalecidas; esto se debe a que las
mismas crean una especie de censores capaces de rastrear a cualquier tipo de
amenaza que haga peligrar la estabilidad y el normal desarrollo que disfrutan
sus ciudadanos. Están estructuradas de tal forma que, para acceder a su
interior, hay que nacer en ellas; de lo contrario, ante cualquier intento, responden
como si se tratara de una invasión a mano armada por un mordaz enemigo. Un
ejemplo de ello lo encontramos en culturas milenarias como Israel, China y
Japón; o, tratando de evitar la exageración, existen gremios cuyo estilo de
procedencia de sus miembros es normado por reglamentos que reciben estricta
vigilancia en lo que se refiere a su cumplimiento.
En estructuras de este tipo las moscas no sobreviven debido
alto grado de salubridad y la constante desinfección; aquí tiene que hacer un
inmenso esfuerzo mental y su condición mental no es apta para tales fines. Aquí
su período de vida resulta más corto que lo normal; las normas, la constricción
del deber no les cuadra; necesitan el desorden, la calamidad, incluso la
dejadez de quienes se creen que están más allá del bien y del mal para asumir
la responsabilidad como ciudadanos de velar porque se cumplan las normas;
semejante escenario es útil para que aquellos insectiles medren sin ningún tipo
de dificultad, sin que nada atente en contra de su asquerosa manera de vivir.
Las instituciones en crisis son perfectas para que estos
entes cargados de contaminación habiten; una vez allí, todo se complica; lo que
podía resolverse con un poco de organización, o con una leve austeridad de los
recursos, en fin con una pizca de talento, se torna mucho más complicado; ahora
todo es más difícil. Lo que sucede con los personas con capacidad de mosca es
que no disciernen un tiempo de otro ni saben cuando las cosas requieren atención
de emergencia; todo se debe a su carencia de capacidad. Su escaso intelecto
subyace a su apetito insaciable: sólo responden a su estómago y nada más. Es
por eso que aparentan ser impávidas ante el desastre; y tienen que ser así
pues, aunque quisieran accionar para mejorar el problema, no pueden, su
intelecto es nulo; no tienen creatividad; por lo tanto, pensar en un plan de
contingencia para salir a camino les resulta groseramente imposible. Y es mejor
que no se les tome en cuenta para tales fines ya que sus propuestas son
absurdas e incongruentes con la situación del momento.
Estos seres sin sentido común, carecen de un discurso ecuánime; sin embargo, en el contexto de una crisis múltiple, entiéndase económica, moral, intelectual y cultural, despiertan, como por arte de magia, enarbolando una arenga que cualquier iluso puede ponderar como coherente y, en consecuencia, atribuir a los oradores cierto grado de genialidad y brillantez. No obstante, una leve reflexión sobre la risa de las hienas pone de manifiesto que la naturalidad de aquel discurso no es producto del intelecto sino de su animal hambruna de poder; es el resultado de su instinto insectil.
Estos seres sin sentido común, carecen de un discurso ecuánime; sin embargo, en el contexto de una crisis múltiple, entiéndase económica, moral, intelectual y cultural, despiertan, como por arte de magia, enarbolando una arenga que cualquier iluso puede ponderar como coherente y, en consecuencia, atribuir a los oradores cierto grado de genialidad y brillantez. No obstante, una leve reflexión sobre la risa de las hienas pone de manifiesto que la naturalidad de aquel discurso no es producto del intelecto sino de su animal hambruna de poder; es el resultado de su instinto insectil.
La risa de las hienas no se debe a la hilaridad ni es sentido
de humor; esa risa es un sonido que emiten cuando el hambre les inquieta o se
encuentran ante un suculento plato de carroñas; de igual forma, cuando estas
personas se encuentran ante alguna ventaja que satisface sus necesidades
digestivas emiten sonidos que aparentan ser arengas, reflexiones contextuales;
emiten ruidos que, incluso, la persona más docta se deja arrastrar por el canto
de esas sirenas nauseabundas. Pero
agudicemos bien los oídos, cerremos los ojos para evitar que las imágenes nos
distraigan y concentrémonos en el sonido... ¿Ven lo que yo veo? ¡No son
palabras lo que emiten, no están emitiendo un juicio coherente! ¡Ese sonido es
producto del movimiento de sus alas cuando arrebolan en torno de alguna carroña
pestilente! Aparentan decir lo que creemos que dicen pero no es así.
En definitiva, en lo que se refiere al hábitat de las personas moscas, el escenario puede ser
otro sino aquel en el que sólo se percibe fetidez, putrefacción, excremento y
desorden. Es este espacio en el que esos satíricos personajes medran sin que
nadie se preocupe a poner bajo cuestión su asquerosa presencia. Es en
sociedades con semejante descripción que estos insectos se fortalecen a tal
grado que se produce el colmo de los absurdos: crean tal fama de sapiencia y
habilidad que llegan a tener seguidores y escuelas.
b.
Los hombres moscas no se corrompen,
ya estaban corrompidos.-
José Antonio Uría nos ofrece un dato que, aunque luce un
tanto exagerado, nos sirve para entender el porqué de la paradoja del subtítulo
presente:
“Los hombres de ciencia han medido
con métodos apropiados la cantidad de microbios que transporta una mosca
limpia: unos ochocientos mil. Una mosca sucia puede llevar más de quinientos millones,
o sea seiscientas veces más. Pero la mosca no lleva solamente en sus pelos y en
sus patas a los microbios. También se los traga con su comida. Estos microbios
tragados se conservan vivos en el buche y los intestinos de la mosca por mucho
tiempo. Adquieren allí la propiedad de hacerse muy resistentes al sol, la
desecación y los desinfectantes” (URIA, 2009. Pp. 29).
Según el autor, las moscas desde su nacimiento ya están
corrompidas. A manera de metáfora, antes de que entre en contacto con algún vertedero
o alguna carroña, su constitución ya está contaminada. Todo en ellas, hasta sus
entrañas, es contaminación, asco y enfermedad. Y los hombres moscas no están
exentos de esa naturaleza.
Desde antes de inmiscuirse en los asuntos del poder, la
corrupción ya formaba parte de su estilo de vida. Todo en ellos es mafia,
joceo, cabildeo y triquiñuela; de lo que se deduce que el poder en nada les ha
afectado. Todo lo contrario, el poder les sufre y padece grandes distorsiones,
gracias a las idioteces de estos. Nada coherente y de beneficio común se les
ocurre; no pueden tener tal mérito ya que su decrepitud les obliga a correr en
sentido contrario del deber. Hay que tener sumo cuidado cuando presentan un
proyecto: por más coherente y sano que parezca, a la larga, todo se tornará en un llorar y crujir de dientes. Cualquiera
que crea en la determinación del hado sobre los designios de la humanidad asumiría
que el destino de este tipo de personas es ser corrupto y corromper.
Este tipo de persona asemeja a la personalidad del Rey Midas
quien tenía la amarga dicha de convertir en oro todo lo que tocaba; no había
nada que resistiera la mutación aurífera al leve toque de este mandamás; ni
siquiera sus seres queridos estaban al margen de aquella maldición. Pero hay un
leve detalle que nos obliga a reparar en una diferencia entre los dos
personajes: que el hombre mosca no trueca en oro lo que toca, sino que todo, a
su paso, resulta ser estiércol, pus, calamidad y desorden. Las ideas geniales
no forman parte de su inventario, por el contrario: presenta una reacción
alérgica que se traduce en persecución, calumnia, retaliación y soborno, esto
último cuando su animalidad no le permite atentar contra seres que son capaces
de raerlos de sobre la faz de la tierra. Porque estas moscas, cuando sienten,
pues no piensan, que se les acosa emprenden el ataque contra aquél que se opone
a sus acciones contaminante.
La corrupción en ellos es innata; no hay que sobornarlos, ni
comprarlos; se prestan de manera voluntaria para tales fines. Por eso, no es
difícil concluir que, en lo que se refiere a lo administrativo, son perfectos
vectores del populismo, nepotismo y malversación de los fondos de las empresas
que lleguen a dirigir. Son proclives al hurto y al desfalco; el soborno, la
extorsión, el acoso en sus diferentes planos, el desvío y manejo ilícito de los
fondos y la manipulación de nóminas son temas de su conocimiento y su experticia. No necesitan que se les
corrompa, ya lo estaban, hace tiempo que portaban ese germen: su coeficiente intelectual
es tan escaso que no tienen más actitud que obedecer a su instinto; de manera
que recorren el camino más fácil, el que le evite el cansancio mental, una
fatiga que de hecho no les compete por ser propia de la razón.
c.
El vómito de las moscas.-
Una actividad muy común en las moscas que debería concentrar
nuestro interés es su manera de aglomerarse sobre un gran trozo de dulce, ya
que, careciendo éstas de mandíbulas, les resulta imposible que puedan devorar
ese suculento platillo. Sin embargo, estos insectos se valen de cierto recurso
para lograr su engullir aquella gran masa de azúcar que les aglutina; no
importa lo resistente de ese gránulo de sacarina, tan solo con vomitarle encima
es suficiente para disolverlo y así la tarea de succión es cosa fácil.
En un informe del Servicio
Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria, SENASA, en Argentina,
encontramos un dato que vienen a fortalecer lo que se dice en torno al vómito
de las moscas en el párrafo anterior:
“La mosca no tiene dientes pero posee
una trompa con un sector esponjoso que hace las veces de boca. No puede ingerir
alimentos sólidos por lo que para poder hacerlo regurgita (vomita) un líquido
que produce en su estómago para humedecer y ablandar el alimento. Esto les
permite ingerir alimentos como azúcar, tortas, cremas. Los ablandan y, luego,
los succionan”. (www.senasa.gov.ar).
Esta imagen es muy útil para analizar la
manera de que los “hombres moscas” se valen para hacer que ciertos sistemas
infranqueables y ciertas personas moralmente verticales sucumban ante su
presencia inoportuna y su medrar nauseabundo. Tratándose de grupos, este tipo de persona busca la manera de
penetrar en ellos; desconoce que su capacidad no es apta para semejante lugar,
pero insiste en ello, necesita estar ahí aunque no sabe porqué, solamente es un
asunto de instinto que se despierta cuando percibe que alguna ventaja
instantánea puede sacar de ello.
Ahora bien, en lo que se refiere a verse en un
lugar cuyo contexto moral lo componen individuos que optan por cumplir con el
deber sobre todas las circunstancias, o sea que no les importa ser perjudicado
pues para ellos las normas deben ejecutarse por encima de cualquier situación, en
estas situaciones proceden derramando su vómito con el fin de corroer la
estabilidad del lugar. Todo lo echan a
perder, nada de lo que encontraron a su paso tiene buen fin, pues lo destruyen
todo. Para ellos, en su ninguna capacidad de pensar, la mejor el estado mejor
de las cosas es cuando se hacen mal. Tienen que destruirlo todo, convertirlo
todo en un desastre: la única norma que les regula es la que ellos crean en su
animalidad, aquella que al parecer reza que lo mejor hecho es lo que se hace
mal.
No son capaces de medir las consecuencias de
sus acciones nefastas. Actúan amparados en un apetito voraz que subyace a toda
acción primitivista; están muy por debajo del instinto de supervivencia. Son
desconocedores del valor de los símbolos, no saben nada de identidad, parece
que deploraran este valor pero no es así ya que, de serlo, dieran el más mínimo
asomo de elucubración mental; lo que sucede es que su accionar destructivo es
tan natural que parece que lo hicieran adrede, después de una profunda reflexión;
pero no es así, simplemente destruyen,
está en su instinto, su poquedad mental no les permite actuar despavoridos,
hacen lo que pueden, lo que les es natural, solamente eso.
Allí están, donde no deben; donde su papel es
el de importunar el momento de los demás con sus vómitos. Plantean ideas que
cualquiera con el mínimo nivel de reflexión sabe perfectamente que todo se
trata de un mamotreto, de una soga preparada para ahorcar con ella a quienes
cometan el craso error de secundar semejante patochada. Pero sucede que, cuando
aparece alguien que los objete desde los umbrales de la razón, se tornan
histéricos y recurren a técnicas despreciables como la de retrotraer indelicadezas
que sus adversarios hayan cometido con el fin de degradarlos moralmente. Como
no pueden descalificar a su contendor mediante argumentaciones racionales
debido a su carencia de razón, vomitan sobre ellos todo tipo de insultos y
vejámenes; esto es cuando no recurren a la violencia física.
Una táctica muy propia de ellos, cuando están
en el poder, o en cualquier posición que remita a ello, es la permisividad y tolerancia ante los
actos de corrupción. Permiten, sin ningún intento de interferir, que quienes
medran en su derredor roben, desfalquen, extorsionen, acosen y comentan todo
tipo de conductas sancionables con el fin de tenerlos maniatados: les guardan
el secreto a cambio de su incondicional lealtad, propuesta que, a la larga,
termina siendo una camisa de fuerza pues aquellos, con tantos fallos
acumulados, prefieren confabular que verse en boca de todos y en la cárcel.
En otras ocasiones, se valen de datos que
versan sobre situaciones truculentas, acciones indelicadas que algunos sujetos,
alguna vez en su vida, producto del una borrachera, de una ira o de un desliz
pasional, cometieron y así mismo olvidaron por considerarlo irrelevante y de
poca monta; subestimación que redunda en su contra ya que cualquier cosa que
alterque en contra de nuestra reputación moral puede ser un dardo fantástico que
individuos inescrupulosos, si llegan a tener acceso a ello, pueden utilizar
para manipularlos a su antojo. Y es esa, precisamente, una de las tretas de las
que se valen los las moscas para verter su vómito sobre todo aquél que le
resista o se niegue a participar en perniciosas prácticas. Así que, cuando
sospechan alguna amenaza en su contra de parte de aquellos, les envían un
recado sobre unas imágenes de extraídas del “baúl de los recuerdos insospechados” con una nota al dorso que dice
“Tú eliges…”; con una estocada como
ésta, difícilmente encuentre resistencia
alguna de parte de su víctima.
Cualquiera, que haya reparado en inciso anterior, señalaría
incoherencia en este ensayo señalando
que lo que plantea no corresponde con el señalamiento a la incapacidad
de estos individuos de pensar un plan; que lo que el párrafo exterior señala es
una muestra de que estamos ante mentes brillantemente maquiavélicas capaces de
perpetrar una acción previamente concebida. Sin embargo, debo decir que la
acción no es producto de su entelequia sino de su voraz apetito de poder,
apetito que se confunde con su hambre milenaria: pues esa misma hambre es el sensor que le advierte que no tiene más
oportunidad de saciarse lejos de las inmediaciones del poder.
Las moscas, me refiero a los insectos
propiamente dichos, se valen de su vómito para disolver alimentos sólidos y así
poder absolverlos. Metáfora que nos sirve para entender situaciones absurdas
que presenciamos a diario. Por ejemplo, el hecho de que individuos brillantes,
sujetos de quienes no tenemos duda de su capacidad intelectual, merodeen en
torno de individuos moralmente abyectos y repulsivos. Basta una lectura al
vómito de las moscas para entender por
qué aquellos fueron doblegados y su entereza moral padeció los efluvios del
regurgitar de esos entes despreciables:
se vieron maniatados, con su moralina destruida, con su reputación esfinterada.
Los hombres moscas no pensaron un plan; aunque
lo parezca, no se trató un una maquinación, no fue nada de eso. Lo sucedido
apunta hacia un absurdo: su instinto estomacal; nada más que eso. Cuando se
sienten amenazados, cuando su status quo
se alerta ante alguna amenaza de exterminio, reaccionan con tal embestida
animalesca, propia de una estampida taurina, que destruyen todo lo que
encuentran a su paso. No se duda de lo asombroso de su reacción ante el
peligro; sin embargo, no son capaces de repetir la acción dos veces; no pueden
pues se trata de una reacción instintiva, algo que hicieron producto de una
favor que la naturaleza le prodiga para que puedan hacer algo plausible una vez
en su repugnante vida. Analicen la historia y obsérvenlo, no pudieron repetir
el mismo acto ya que después de ejecutarlo tuvieron que salir del escenario de
una vez por toda y dedicarse a deambular funerarios, vertederos y excrementos
sociales. Es cierto que el drama se torna un poco largo pero basta un poco de
paciencia para notar que todo se trata de un efecto de su brillante estupidez.
Efecto que ocurre tan sólo una vez en su absurda existencia.
d. Carlo
M. Cipolla: una lectura a “leyes
fundamentales de la estupidez humana”, a propósito de las moscas.
Diferentes tratados, o textos diversos, se
pueden hallar en torno a las moscas y a la moralización de este insecto en lo
que se refiere a la comparación del la ruindad de algunas personas. Mucho es lo
que se ha dicho de este tipo de personas; aunque no siempre se apela al término
“mosca” para referirse directamente a
ello, por lo menos hablan de su truculenta y quisquillosa personalidad y
coinciden, de alguna forma, en su acentuado y pernicioso accionar.
De diferentes maneras se contempla tan
repulsiva personalidad: desde lo irónico de las fábulas hasta la metáfora fílmica
que nos brinda el celuloide; Alain Poiré, por ejemplo, trata dicho tema en “La cena de los idiotas”, un film en el
que se presenta la capacidad que tienen quienes cuentan con el efugio de la
idiotez de accionar de manera tan absurda sin reparar en el calibre del daño
que infligen a los demás, además de sí mismos. Es una capacidad asombrosa de llegar al grado
más bajo del plano que subyace al de la razón. Estos sujetos no se acercan, ni
en lo más mínimo, al tipo de individuo común; son la hechura virulenta de éste.
Así lo presenta Carlos M. Cipolla(2004) en su “Allegro ma non troppo”.
Cipolla hace una descripción escueta de la
manera como este personaje se maneja en el contexto social; de acuerdo con lo
que expone, la humanidad siempre ha cargado y seguirá cargando con el lastre de
los hombres moscas, su fetidez seguirá copando la humanidad mientras ésta
exista y tenga que valerse de decisiones incómodas.
La humanidad ha tenido suficiente consigo
misma desde que la Naturaleza de detestó. Desde su pródiga condición primigenia
ha tenido que valerse de múltiples manera para sobreponerse a su estado de
abandono. Para nadie es extraño que desde su decisión por desprenderse del
cordón umbilical de aquella ha vivido en carne propia la experiencia de fuego
del cambio del que nos hablara Heráclito. Según Cipolla:
“La humanidad se encuentra en un
estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve
a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación
deplorable. El pesado fardo de desdichas y miserias que los seres humanos deben
soportar, ya sea como individuos, ya sea como individuos o como miembros de la
sociedad organizada, es básicamente el resultado del modo extremadamente
improbable –y me atrevería a decir estúpido- como fue organizada la vida desde
sus comienzos” (CIPOLLA, 2004. Pp. 53).
Lo que expone Cipolla es una síntesis de la
historia de la humanidad; es la manera describir con muy pocas palabras el
drama del ser humano en su lucha por la sobrevivencia. Sin embargo, el autor
citado persiste en hacer más ensordecedor ese triste retrato que hace de la
comunidad humana, añade una nota que le da cierto tono de jocosidad a pesar de
lo preocupante de la situación que argumenta:
“Los seres humanos, sin embargo,
poseen el privilegio de tener que cargar con un peso añadido, una dosis extra
de tribulaciones cotidianas, provocadas por un grupo de personas que pertenecen
al propio género humano. Este grupo es mucho más poderoso que la Mafia…Se trata
de un grupo no organizado, que no se rige por ninguna ley, que no tiene jefe,
ni presidente, ni estatuto, pero que consigue, no obstante, actuar en perfecta
sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible, de tal modo que las
actividades de cada uno de sus miembros contribuyen poderosamente a reforzar y
ampliar la eficacia de la actividad de todos los demás miembros” (Op. Cit. Pp.
54).
Como se puede notar, el drama que se describe
es como para desistir de cualquier intento de salir de esta letrina en la que
estamos sumergidos: por doquier nos encontraremos con individuos que parece, en
caso de que existiera el destino, que están destinados a complicarles la
existencia a los demás. Parece que la
Naturaleza no se conforma con castigarnos por el atrevimiento de desprendernos
de ella; no bastan los huracanes, los terremotos, las intensas horas de calor,
los maremotos y múltiples enfermedades; tiene que añadir la azarosa realidad de
convivir con esos personajes cuyo medrar asemeja al de las moscas. Por doquier nos topetamos con ellos, no hay
día en que no nos escamoteen con sus ingeniosas propuestas y planes absurdos.
Lo que Cipolla nos presenta nos ayuda a
comprender que no tenemos escapatoria, que estamos irremisiblemente condenados
a convivir con un tipo de personas que no conceptualiza ni sabe la dimensión de
la palabra “prioridad”. Lo que hacen, y no me canso de repetirlo, es empujados
por su apetito. Es como si una mano invisible los dirigiera: de ahí que su
accionar luzca uniforme, como si todos los de esa especie operaran en un mismo
sentido. Pero es bien sabido que lo único común en todos ellos es su
personalidad asquerosa, depredadora, corruptora y servil.
Cipolla sostiene que este tipo de personas, a
las que califica de estúpidas, son regidas por unas normativas. Pero hay que
aclarar, antes de entrar en detalles, que el hecho de que existan estas leyes
no significa que haya orden en la manera de proceder de los individuos moscas.
Estas leyes son, más bien, una especie de principio o ley natural que los hace
actuar así en tanto que el móvil de sus
acciones, como expliqué en incisos anteriores, está presente; desde que éste
deje de existir, la armonía se romperá y cada cual volverá a sus andanzas por
los lugares más inhóspitos que su individualidad le señale. Sin embargo, ya que
estamos condenados a sufrir su presencia en nuestros predios, hay que echarle y vistazo a las leyes de
Cipolla para comprender la razón que los obliga a ser lo que son y a actuar de
la manera que lo hacen, pues de esa forma, tan si quiera, tendremos conciencia
de la enfermedad que nos mata y, por ende, conoceremos las causas de aquello
que nos aniquila.
De acuerdo con Carlo M. Cipolla, los hombres
moscas son regidos por “cinco leyes fundamentales” que los obliga, cual mano
invisible, a actuar de manera conjunta como si se tratara de un acuerdo ente
ellos, como si algún chispazo racional los convocara hacia algún acuerdo
lógico. Este tipo de leyes, estas que refiere Cipolla, imperan de la misma
forma en cualquier lugar del planeta donde la estupidez sea la manera de actuar
de algunos, de muchos o de todos; no importa la cantidad, siempre y cuando se
actúe bajo el imperativo de la estupidez estas leyes estarán rigiendo a quienes
padezcan de tan desmeritada virtud. O sea, que los que los empuja al
aglutinamiento responde únicamente a la fuerza de un empuje instintivo de
carácter universal, de modo que todo aquel que se encuentre bajo la misma
condición de estos actuará de la misma forma y estará, impulsivamente, donde se
encuentren los de su especie.
-.Primera Ley de
Cipolla: “Siempre
e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos
estúpidos que circulan por el mundo”.
Una de las graves causas de que los hombres
moscan hayan ganado terreno en todos los ámbitos del quehacer humano es la que
refiere esta ley: la subestimación. Nunca reparamos en la facultad de reproducción que éstos poseen; además de
ser muchos, pueden multiplicarse de manera asombrosa; no les basta con
estercolar el lugar que ocupan sino que dejan toda una prole de entes estúpidos
que copan todos los sitios donde se hable de liderazgo, sobre todo los de la
administración pública; estos hacen de sus progenitores o tutores baluartes de
dignidad y decoro, incluso llegan a
desfachatez de autodefinirse como acólitos de ellos además de crear
corrientes políticas con el nombre de ellos.
Es extremadamente peligroso subestimar la
asombrosa capacidad de reproducción de estos personajes o ignorar que son
muchos; basta la común imprudencia de cederle un minúsculo espacio a uno sólo
de ellos para que en santiamén miles de ellos, perdonado la hipérbole, saturen
no sólo es lugar cedido sino, también, sus alrededores, colmándolos de
hediondez y corrupción.
Cipolla añade una nota que hace explicativa su
primera ley:
A primera vista la afirmación puede
parecer trivial, o sea más bien obvia, o poco generosa, o quizá las tres cosas
a la vez. Sin embargo, un examen más atento revela de lleno la auténtica
veracidad de esta afirmación. Considérese lo que sigue. Por muy alta que sea la
estimación cuantitativa que uno haga de la estupidez humana, siempre quedan
estúpidos, de un modo repetido o recurrente, debido a que:
a) Personas que uno ha considerado racionales
e inteligentes en el pasado se revelan después, de repente, inequívoca e
irremediablemente estúpidas;
b) Día tras día, con una monotonía incesante,
vemos cómo entorpecen y obstaculizan nuestra actividad individuos
obstinadamente estúpidos, que aparecen de improviso e inesperadamente en los
lugares y en los momentos menos oportunos.
Ése es el peligro de subestimar el número, lo
mismo que su capacidad de reproducción, de las personas moscas, de los
estúpidos (de acuerdo con el autor citado). Y es más cruda la amenaza que nos
acecha cuando reparamos que estos, una vez que
nos han sorprendido con su presencia en los lugares más inhóspitos, no
se retirarán hasta que no haber devorado “el último terrón de azúcar”.
Son muchos, por doquier nos rodean; parecen
inocentes, insignificantes y con una marcada apariencia de carencia de sentido
para la maldad por lo acentuado de su estupidez; pero un leve descuido de nuestra parte les es
suficiente para infiltrarse en nuestros quehaceres y así hacer de nuestras
vidas un infierno. Sin darnos cuenta, nuestra incauta manera de subestimar les
ha favorecido sin ninguna planificación, de su parte, ya que semejante desliz,
de la nuestra, les permite medrar en nuestros predios sin recibir, tan
siquiera, la más mínima muestra de resistencia y desprecio. Estoy totalmente seguro que, de haber
advertido su facilidad de reproducción, nuestros yerros hubieran sido mínimos y
ellos no nos estuvieran fastidiando la existencia como hasta el momento lo han
estado haciendo.
-.Segunda Ley: “La probabilidad de que una persona
determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de
la misma persona”.
Con regularidad, en nuestra propia ingenuidad,
incurrimos en el error de asociar la estupidez, algo muy normal en las moscas
(así nos referiremos en lo adelante a las personas cuyo accionar moraliza a ese
vicho repulsivo), con ciertos rasgos que hacen de quienes los padecen
personajes ridículos, propios de comedias cuya finalidad es, además de
divertir, cuestionar los frutos que la sociedad presente lega a las
generaciones futuras; no es extraños observar en esos alfeñiques que se nos
presenta ciertos rasgos que nos hacen pensarlos como estúpidos: voz engolada y
grave, aunque algunas veces chillona, de caminar lerdo, la boca constantemente
abierta y babeante, mal gusto para vestir, con una peinado pasado de moda,
conversaciones y conclusiones absurdas y acciones fuera de contexto. Cuadro que
ha sido muy usado para definir e identificar a una persona que, erróneamente
consideramos estúpida.
¿Por
qué erróneamente? Porque el estúpido, esa mosca que nos ocupa en este ensayo,
se mueve en nuestro entorno y se confunde con nosotros, desovando en nuestra
sociedad, corrompiendo así todo lo que tiene que ver con el bienestar de la
colectividad. Hemos errado colosalmente al pensar que la mosca no tiene más
capacidad que corromper, que está ajeno a nuestro mundo, que no forma parte de
nuestra humanidad, que ese ser estúpido es fácil de advertir. Si lanzamos una
mirada a las consideraciones de Cipolla entenderemos el porqué de nuestro
yerro, de nuestro error de subestimar la realidad del peligro que, además
ocuparnos, nos acecha y amenaza con destruirnos constantemente:
“Tengo la firme convicción, avalada
por años de observación y experimentación, de que los hombre no son iguales, de
que algunos son estúpidos y otros no lo son, y de que la diferencia no la
determinan fuerzas o factores culturales sino los manejos biogenéticos de una
inescrutable Madre Naturaleza. Uno es estúpido del mismo modo que otro tiene el
cabello rubio; uno pertenece al grupo de los estúpidos – en nuestro caso de las moscas- como otro pertenece a un grupo
sanguíneo. En definitiva uno nace estúpido por designio inescrutable de e
irreprochable de la Divina Providencia” (Op. Cit. Pp 58).
Es por eso que a la mosca se le hace tan fácil
el vivir en medio nuestro sin ningún tipo de resistencia. En tan humana como
nosotros, y puede llegar al grado de
poseer ciertas virtudes, situación que nos hace más difícil el advertir quién
es o no es estúpido o, en palabras nuestras, quien es o no es una mosca: puede tener buen gusto al
vestir, ser moderadamente educado en lo que se refiere a los modales, y generoso
en lo que se refiere a los regalos;
incluso, puede tener la capacidad de asombrar con sus inagotables
fuentes de conocimientos ( que pasa de ser un indefectible regurgitar, pues no tiene dominio de ello ni sabe nada lo que dice al respecto).
Cartoon Network, por ejemplo, creó un
personaje que concretiza a la perfección lo que en el párrafo anterior se dice
sobre el estúpido u hombre mosca: se trata de Johnny Bravo, personaje de buen
vestir, peinado a la moda, musculoso e interesado por las cosas de la
actualidad; sin embargo, sus reflexiones son absurdas y descontextualizadas; no
tarda en deshacer en un santiamén lo que le costó largas horas de trabajo; no
tiene n sentido de la prioridad de lo apremiante del momento; en fin ignora
absurdamente que es estúpido, que su sola presencia importuna la tranquilidad y
el normal desenvolvimiento de los demás. Mientras no abre la boca, resulta un
ente atractivo y enigmático, alguien despierta en el otro el interés de
conocerle; mientras permanece inerte, asemeja una especie de adonis creado para
modelar a los demás el hombre ideal del siglo XXI: gallardo, saludable y
enigmático. Pero cuando abre la boca, cuando intenta decir o hacer algo, una
bocanada de ideas pestilentes y absurdas hace de quien le sufre víctima del más
cruel sacrifico.
El personaje de Johnny Bravo demuestra, a
secas, que el estúpido está más cerca de nosotros de lo que pensamos; es una
plaga maligna a la que estamos condenados
a sufrir. A pesar de su pestilencia y obscena manera de ser, es
inidentificable; solamente un tipo de reactivo lo hace emerger y ser percibido:
el poder. Es de la única forma que podemos ver cuán mosca es el personaje bien
vestido y educado que nos saluda a la vuelta de la esquina y que está atento de
nuestras festividades para agasajarnos con presentes y salutaciones
entonadas y empalagosas. Solamente así
podemos percibir que en ese ente grácil, que aparenta ser muy humano, se
esconde toda una plaga de pestilente corrupción y conjeturas absurdas.
No obstante, debo admitir que quien reflexiona
con seriedad en el asunto suele ser presa de la incertidumbre ya que le resulta
difícil elegir entre dos cosas de las que no se sabe cuál es peor: si permitir
que el reactivo del poder evidencie la estupidez de las moscas que nos rodean,
sufriendo así el castigo de nuestro error, o resistirnos a ello y correr el
riesgo de subestimar la posibilidad de que algún día, convocados por su
apetito, coincidan en devorarnos y haciendo de nuestra sociedad la pestilencia
más grande que jamás haya visto la humanidad en su historia.
-.Tercera Ley: “Una persona estúpida es aquella que causa un
daño a otra persona o grupo de personas sin tener, al mismo tiempo, un provecho
para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
La característica más peculiar de los
estúpidos o individuos moscas es que no prevén en el impacto ni la dimensión de
sus acciones. Simplemente actúan al margen de las previsiones y sus respectivas
complementaciones: no son capaces de reparar en el lugar, si es apropiado o no
el espacio en que se encuentran para lo que han de hacer. En ellos, el
escrúpulo brilla por su ausencia. Y lo que mejor de todo esto es que, en medio
de sus estupideces, dejan salir una sonrisita de satisfacción ya que consideran
que lo ocurrido es una genialidad, cuando en realidad sólo se trata de un daño
enorme el cual, si no le busca solución a tiempo, dejará graves consecuencias
de carácter irreversible.
Igual que sus congéneres, los individuos
moscas desconocen el potencial que tienen para desgraciarle la vida al otro:
nada más hacen presentarse para que el lugar se torne hediondo y nauseabundo.
Como se dijo en incisos anteriores, no s se puede afirmar, absolutamente bajo
ningún alegato, que el daño que infligen emane de su intención ya que de ser se
trata, entonces, de personas que conocen su condición y el potencial de sus
actos. Todo lo contrario, lo que hacen ni siquiera es razonado; es, más bien,
una acción que procede de un impulso que ni ellos mismos pueden explicar; ni
siquiera tienen ocurrencia. Se trata de actos intempestivos, acciones
inoportunas que ejecutan sin ningún alegato ni justificación; actúan así
porque ésa es su naturaleza, no es que
se lo proponen; de ser así, evitarían, por lo menos ser perjudicados con ello,
situación que no pueden lograr debido, de acuerdo con Cipolla, a su condición
de estúpidos. El problema es que ignoran lo que son, por eso no saben, ni en lo
más mínimo, lo que hacen: empujados por su condición y desprovistos totalmente
de sentido común, incurren en la desfachatez de calificar como acción meritoria
el daño irreparable que perpetró contra los demás.
Esta tercera ley no tiene desperdicio pues nos
ayuda a comprender la razón de que estos individuos no se cansan de fastidiar
el parto ni perciban que están importunando a los demás, que lo que hacen y lo
que pretenden hacer no tiene sentido. Es por eso que, en momentos que se
requiere un plan de contingencia, ellos aparecen que propuestas absurdas que no
tienen ni pies ni cabeza, propuestas que se salen de contexto y que, en vez de
proponer soluciones lo que hacen es hacer de la crisis presente un jodido pandemónium.
“Hay que tener en cuenta otra
circunstancia. La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es
consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del
sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el
estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor
fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está
inhibido por aquél sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si
hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para
echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo,
hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto
sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente. (Op. Cit. Pp. 77).
José Ingenieros, en El hombre mediocre, elabora cierta descripción conductual que, de
alguna manera nos sirve para esclarecer y enriquecer lo que dice Cipolla:
Pueblan su memoria con máximas de
almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su
celebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de
simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su
propia cabeza, renuncian a cualquier sacrifico, alegando la inseguridad del
resultado; no sospechan que “hay más placer en marchar hacia la verdad que en
llegar a ella”.
Sus creencias, amojonadas por los
fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones
pretéritas. Llaman ideales a sus preocupaciones, sin advertir que son simple
rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el
sentido común desbocado, sin el freno del buen sentido. (INGENIEROS, 2003. Pp.
64).
La compañía cinematográfica FOX nos presenta
un personaje cuya estupidez lo corona como el
“el rey de las mocas”, el prototipo de los estúpidos. Homero Simpson
actúa ajeno a sí mismo y a las consecuencias de sus actos, es capaz de de
cualquier cosa: desde sugerirle a su hijo que saque la cabeza por la ventanilla
mientras él aproxima el automóvil a los postes de luz que se encuentran en el
camino hasta ocasionarle la muerte a la
esposa de su vecino Nerd Flanders, o de
igual forma, ajeno a lo que hace,
disfrutar de los choques eléctricos sin medir las consecuencias de semejante
necedad. Y a todo esto se suma el peor de los absurdos sociales: es jefe de
seguridad de una planta nuclear.
La manera como los productores de la FOX nos presentan a Homero Simpson, nos hace pensar que estamos ante un individuo capaz de no ser capaz de ninguna cosa, ante un sujeto que es la negación misma del ser humano, del ente racional. Tan absurda es la realidad existencial de este personaje que su condición de estúpido le incapacita aún para ser villano; si mata, o roba o hace algún mal es bajo la misma condición que hace un bien, lo hace de naturalmente, sin ninguna dificultad, sin ningún remordimiento o estímulo emocional. En palabras de José Ingenieros, Homero no pasa de ser un hombre inferior, algo, no alguien, que subyace al promedio del común de los hombres:
La manera como los productores de la FOX nos presentan a Homero Simpson, nos hace pensar que estamos ante un individuo capaz de no ser capaz de ninguna cosa, ante un sujeto que es la negación misma del ser humano, del ente racional. Tan absurda es la realidad existencial de este personaje que su condición de estúpido le incapacita aún para ser villano; si mata, o roba o hace algún mal es bajo la misma condición que hace un bien, lo hace de naturalmente, sin ninguna dificultad, sin ningún remordimiento o estímulo emocional. En palabras de José Ingenieros, Homero no pasa de ser un hombre inferior, algo, no alguien, que subyace al promedio del común de los hombres:
“El hombre inferior” es un animal
humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensada por
la herencia y que constituyen el “alma de la especie”. Su ineptitud para la
imitación le impide adaptarse al medio social en que vive; su personalidad no
se desarrolla hasta el nivel corriente, viviendo por debajo de la moral o de la
cultura dominante, y en muchos casos fuera de la legalidad. Esa insuficiente
adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás y compartir las
rutinas comunes. (Ibídem, Pp. 47).
Cuarta Ley: “Las
personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas
estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en
cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse
con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo
error”.
La democracia es buena y necesaria pues pone
en manos del pueblo la decisión de manipular su propio destino; evita que
personajes nefastos, como los dictadores, castren la libertad y el derecho que
tienen los individuos de elegir y ser elegidos. Es honorable cómo un pueblo
decide trazar libremente su camino a lo largo de historia, ver cómo los
individuos, a pesar de lo heterogéneo de su carácter, y de la multiplicidad de
voluntades, se ponen de acuerdo para normar su diario vivir. Gracias a la
democracia la historia se torna divertida y amena pues los choque de intereses
hacen de las sociedades culturas pujantes.
Sin embargo, la democracia adolece de cierto
mal: hace que los ciudadanos incurran en errores que, una vez cometidos, se
constituyen en la vergüenza sempiterna de los ciudadanos quienes tienen que
cargar con las consecuencias de tan
grande yerro. Pues el lado flaco de la democracia es su propia virtud: es un
sistema abierto en el que todo el mundo,
sin importar su capacidad para ello, tiene la libertad de elegir y el derecho
de ser elegido. No importa quién sea (pelele, truchimán, chupamedias, zampón,
simplón, estúpido, imbécil, sátrapa, idiota, pusilánime o cualquier otra cosa
que remita a una personalidad abyecta y nauseabunda) todos, según el esquema
mental de la mayoría, tienen el derecho a regentear la voluntad de los demás,
de imponer sus criterios. De hacer de las cosas normales un pandemónium, de amargarle la existencia
a cualquiera.
La democracia, hasta cierto punto, ha sido
desvirtuada; se le ha conferido un sentido coloquial, ese que la mayoría acoge
a su conveniencia: se le ha aprehendido y aprendido como el derecho que tienen
todos a hacer lo que mejor le parezca, así como a tener derecho de hacer con la
cosa pública lo que le plazca, sin importar la relación que ello guarda con la
ley. Se trata de una conceptualización gremialista en la que se concibe el
asunto como un derecho adquirido mediante la pertenencia a un grupo equis; o
sea, que no importa que el aspirante a
gobernar, por ejemplo, sea un estúpido o el soberano de los idiotas, si
pertenece “al grupo” se encuentra “legítimamente” apto para ejercer el poder ya
que ése es su “derecho”.
Pero el asunto es mucho más grave de lo que
hasta el momento se ha reflexionado ya que lo complicado de la democracia se acentúa
aún más cuando está viene mezclada con la compasión. Cuando esto sucede es
porque nos encontramos en el centro de lo absurdo, pues si el estúpido, o
cualquiera de sus congéneres (imbécil, idiota, gañán, chupamedias, entre otras
criaturas abyectas), no ejerce el derecho por descalificación intelectual, se
le confiere de forma convencional ya que “da
pena verle luchar con tanta insistencia por algo que no logra alcanzar”; así
que, amparados en este argumento, más que convencional, estúpidamente pasional,
se le entrega en “bandeja de plata” el destino de la empresa y el bienestar de
los demás. Así que, de manera liviana,
al margen del pugilato y únicamente amparados en una insistencia mosquil, los
estúpidos asumen el poder, el mando. Fue su insistencia la que le abrió paso,
pero no se trata de una insistencia maquinal sino natural, algo que viene en
ellos que les empuja a ser así, sin explicación alguna.
Ahora bien, una vez que los moscas se
hacen del poder sucede emprenden una
serie de acciones absurdas que, en vez que redundar en pro del bien común o de
ellos mismos, agudizan la crisis existente o hacen de lo que estaba bien un
jodido retrete colosal; pues su estupidez es tan magra que ni si quiera ellos
mismos se salvan del mal que, sin proponérselo, han creado. Pero ¿de quién es la culpa? ¿Quiénes son los
responsables de tan grave error? La respuesta debe ser introspectiva ya que el
descuido y la dejadez, así como la relajada manera de entender la democracia,
de parte de los que no son estúpidos,
además de su sentido desmedido de compasión, han ayudado a dejar en manos inapropiadas e
ineptas el bienestar de todos.
Hay errores de tanto bulto, hay
juicios que llevan tan manifiesto sello de la pasión, que no alucinan a quien
no está cegado por ella. No está la principal dificultad en semejantes casos,
sino en aquellos en que, por presentarse más disfrazados, no se conoce el
motivo que habrá falseado el juicio. Desgraciadamente los hombres de elevado
talento adolecen muy a menudo del defecto que estamos censurando. Dotados por
lo común de una sensibilidad exquisita, reciben impresiones muy vivas, que
ejercen grande influencia sobre el curso de sus y deciden de sus opiniones
(BALMES, 1968. Pp. 146).
A esto hay que añadir lo que Cipolla apuntala
en la Cuarta Ley acerca del peligro
que representa el asociarse al estúpido,
no importa la condición; considera que una acción así se torna errática y
suicida. Es por tal razón que advierte sobre tan fulminante peligro cuando
dice:
A veces se puede caer en la tentación
con un individuo estúpido con el objeto de utilizarlo en provecho propio. Tal
maniobra puede tener más que efectos desastrosos porque: a) está basada en la
total incomprensión de la naturaleza esencial de la estupidez y b) da a la
persona estúpida oportunidad de desarrollar posteriormente sus capacidades. Uno
puede hacerse la ilusión de que está manipulando a una persona estúpida y,
hasta cierto punto, puede incluso que lo consiga. Pero debido al comportamiento
errático del estúpido, no pueden prever todas sus acciones y reacciones, y muy
pronto se verá arruinado y destruido por sus imprevisibles acciones (CIPOLLA,
2004. Pp. 80)
Si es un peligro subestimar la personalidad
del estúpido, mucho peor el asociarse, y peor todavía es confiarle alguna
responsabilidad de gran envergadura amparándose en un sentimiento de lástima. “A lo largo de los siglos, en la vida
pública y privada, innumerables personas no han tenido en cuenta la Cuarta Ley Fundamental y esto ha
ocasionado pérdidas incalculables a la humanidad” (Op. Ct. Pp. 80). Jaime
Balmes plantea:
Es cierto que la libertad es un derecho que
nos pertenece a todos por el mero hecho de nacer, por nuestra condición de “ser humano”; pero ese derecho a ser
libre guarda cierta restricción en lo que se refiere al bienestar del “otro”
quien, a su vez, en su libertad, está constreñido a respetar a los demás que
advierten de su condición. Así que, tomar decisiones livianamente, sin reparar
en el impacto de ella son indicios de necedad desmesurada; y es precisamente lo
que hacemos cuando, atravesados por un sentimiento de compasión y lástima, nos
atrevemos a ponderar el derecho de las moscas a inmiscuirse en las cosas de
interés común. Es mejor dejarles seguir su camino de inconsistencia, dejarles
merodeando sin éxito alguno; algún día, producto de su propia naturaleza,
dejarán de insistir o quizás la muerte les confinará en el olvido; pero nadie
saldrá perjudicado, todos seguiremos ilesos viviendo nuestra cotidianidad.
Por más cruel e inmisericorde que suene esta
sentencia, los moscas no tienen más
derecho que completar la estadística de la humanidad, y no tienen más derecho
que ser depositaria de tanta enfermedad moral, a pesar de que, como planteara
Cipolla, desconocen su intransferible condición de estúpidos. Por más oportunidad que se
les confiera, no dejarán de ser lo que son. Por más fe que se tenga, no sufren
transformación hacia el bien y, por lo tanto, no dejarán de desgraciarles la
vida a los demás. Por más esperanza que se deposite en el porvenir de la
humanidad, no cesarán de corromper todo lo que encuentren a su paso. Y por más
confianza que se tenga en la fuerza del cambio, no dejarán de ser estúpidas,
siempre seguirán portando los gérmenes que corrompen a la colectividad.
Sin embargo, no obstante todo lo que se dijo
de la Cuarta Ley, hay algo que es muy relevante comentar antes de proceder con
la siguiente ley: se trata del absurdo en que incurren las personas entendidas,
ecuánimes e, inclusive, intelectuales al girar en torno de los moscas, de esas
personas cuyo prestigio social reside en su estupidez. Es abrumadoramente
irrisorio percibir como personalidades que gozan de prestigio en el mundo de la
intelectualidad renuncian a su dignidad para volverse apologetas y bufones de
individuos en quienes la razón y la pulcritud intelectual escasean
ostensiblemente. Quizás, para muchos este argumento resulte una exageración lo
que se plantea en este párrafo o, tal vez, algunos, saturados por ese vahído de
lástima hiperbólica, adviertan una especie de segregación, pero nadie puede ser
indiferente ante una acción tan grosera como la de que personalidades cultas e
instruidas se presten para hacer las veces de lazarillos de estos estúpidos.
No hay forma de explicar las causas de que esto suceda; se entiende que sea a la inversa ya que esas alimañas necesitan sobrevivir en este mundo de competencia, pero lo que no se entiende que es que individuos que, a pesar de su condición de libres pensadores, renuncien a tal condición para alquilarse a estos entes nauseabundos. Tal parece que ni libros ni su formación su formación intelectual pudieron despertar su conciencia ni acallar su hambre milenaria.
No hay forma de explicar las causas de que esto suceda; se entiende que sea a la inversa ya que esas alimañas necesitan sobrevivir en este mundo de competencia, pero lo que no se entiende que es que individuos que, a pesar de su condición de libres pensadores, renuncien a tal condición para alquilarse a estos entes nauseabundos. Tal parece que ni libros ni su formación su formación intelectual pudieron despertar su conciencia ni acallar su hambre milenaria.
Quinta Ley: “La persona estúpida es el tipo de persona
más peligrosa que existe. El estúpido es más peligroso que el malvado”.
Volviendo al caso de la subestimación, el
error de los no estúpidos es que, al subestimar la personalidad del personaje
que nos ocupa, dejan asimismo de lado el potencial que éste tiene para
arruinarles la vida, lo que les hace vivir desprovisto de todo cuidado, a
merced de las estupideces de estas moscas. Si aquellos fueran cautelosos, si
tan sólo hubieran tenido un dado de celo respecto a su bienestar, habrían
reparado en lo mortecino del trato cercano con estos entes y, por ende,
protegido contra cualquier acción dañina e irreversible de éstos. Pero el
descuido hace vulnerable a quien lo sufre, y eso es lo que sucede con los no
estúpidos, con aquellos hombres y mujeres que, agazapados por una ráfaga
pasional, permiten que sus espacios sean infestados por individuos moscas,
personajes estúpidos que, que además de ignorar lo que son, tienen la virtud de
corromper todo lo que está a su paso.
El descuido, originado por la subestimación,
ha sido el nexo entre los estúpidos y el éxito. Si los responsables del
bienestar de nuestra sociedad hubieran tenido un poco de tacto y, a su vez,
reparado en el alto grado de venenosidad de los moscas, hubieran procedido con
premura a crear normas que regulen la presencia de estos con el fin de no
permitirles que incidan en la sociedad con sus “patas llenas de gérmenes antimorales”. Pero no ha sido así, sino
todo lo contrario, se les ha subestimado y entregado en libre voluntad, lo que
ha costado tanto sacrifico.
Sólo el descuido ha sido la garantía de que
las personas moscas llegaran al sitial en el que actualmente se encuentran y de,
una vez allí, infestaran los espacios de poder, tanto de la cosa alguno, ni ha
sido producto de la casualidad que se apoderaran de los espacios reservados a
las personas de sentido común; ha sido resultado de un descuido irrisorio que
se incubó en las mentes racionales cuando éstas eran invadidas por una ráfaga
pasional y lastimera. Fue ese sentimiento de lastima excesiva y desenfrenada el
que neutralizó la mente del ciudadano promedio impidiéndoles ver el enorme
peligro que se avecinaba.
Gracias a esa ingenua manera de no considerar
el impacto de las cosas, ahora nuestras vidas se encuentran en constante
amenaza, además de estar sumergidas en el peor de los desaciertos. No hay escape, no hay salida, estamos
irreversiblemente sumergidos en un
verdadero retrete construido por nosotros mismos. No nos queda más que
sufrir las consecuencias de nuestro propio desatino, la vergüenza de nuestra
irresponsabilidad cuyos recuerdos nos mortificarán mientras perdure en nuestra
memoria que fuimos capaces de concederle a una retorcida figura la oportunidad
de jugar con el bienestar común. Ahora, gracias a nuestro desatino y a nuestra
manera de cualquierizar las cosas, nos queda
la Amarga experiencia de ser los verdaderos artífices de un plan
perpetrado contra nuestra propia integridad; es como si recreáramos lo dantesco
de los infiernos de la divina comedia: o sea, atormentados por esos recuerdos
que hacen las veces de demonios.
Clasificación de “los moscas”.-
No está de más advertir que de la manera en
que las moscas se clasifican, según sus las funciones que les designó la
naturaleza, de igual forma los hombres moscas se estereotipan en virtud del
estilo en que medran en la sociedad que tiene que sufrirles. Semejante
comportamiento, a pesar de lo risible que resulta al hora de abordarlo, no deja
de ser interesante no obstante el criterio de verdad que de por sí posee. O sea
que, en la medida que los núcleos sociales se pluralicen la variedad de estos
individuos será cada vez más numerosa ya que no extrapolan su espacio de
acción, esto se debe a que su alto grado
de estupidez les traza parámetros impidiéndoles así extrapolar nuevos
horizontes.
Es cierto que lo que se ha dicho de este espécimen
es más que suficiente para advertirlo en cualquiera de sus acostumbrados movimientos
en pro de saciar su hambre milenaria, sin embargo, heteriotiparlo nos hace más
fácil el descifrar ese enigma que suele tejerse en torno a su personalidad, la
que de alguna forma, además de asquerosa y molesta, nos resulta inesquivable
debido a la crisis espiritual que nos ha tocado sufrir. Porque, a pesar de que
todos los que adolecen de esta personalidad pertenecen a un mismo género nauseabundo,
hay algo muy particular que les lleva a ser muy diferentes entre sí, situación
que nos exige hacer cierto detenimiento con el propósito de aclarar que su
comportamiento no es homogéneo aunque posee una misma finalidad insospechada:
corromper todo lo que encuentran a su paso.
Diferentes autores, en lo que se refiere a los
insectos, hablan de ciertas variedades de moscas cuyas características les son
particulares. M. Lee Goff, por ejemplo, en “El
testimonio de las Moscas”, hace una clasificación que, de alguna forma, nos
resulta muy útil en esto de hetereotipar a los individuos mocas cuya presencia
infesta y contamina nuestra realidad social. Una breve inspección de casa uno
de estos tipos nos son sirven para entender la versatilidad de esta especie en
cuanto a su accionar se refiere.
-.Phenicia
Cuprina. Mejor conocida como mosca
azul; de este tipo, Lee Goff sostiene que:
…Dependen de la materia en descomposición para
alimentarse. Esta moscas son agresivas
en su búsqueda de restos humanos y animales, y suelen aparecer a pocos minutos
de acaecida la muerte. Durante las dos primeras semanas de descomposición, las
moscas azules (…) suelen ser los indicadores más precisos del intervalo
postmortem. (GOFF, 2002. Pp. 13).
Elevando al plano de la persona esta
descripción nos encontramos de frente con un personaje cuya estupidez no le
exime de valerse de la desgracia de los
demás con la finalidad de saciar su voraz apetito; el sentido común les es
adverso, gracias a su condición. Desde que la desgracia toca a la puerta del
otro, aparecen en un santiamén y, una vez allí, hacen más insoportable el
sufrimiento de aquellos.
Hay que advertir que este tipo de personas
solamente frecuentan los lugares de la élite: a pesar de que la putrefacción
moral puede suceder en cualquier lugar, el ambiente linajudo es de su
predilección ya que les resulta más fácil escalar sin tener que pasar por la
tortuosa situación de tener que demostrar capacidad y eficiencia. Son especialistas
en la adulación y el tumbapolvismo;
hacen lo que sea con tal de lograr un ascenso, no tienen el menor escrúpulo
cuando de ello se trata. No conocen de lealtad ni se interesan por saber la
importancia de una verdadera amistad; renuncian con suma facilidad a todo
aquello que represente un obstáculo entre ellos y “eso que se llama éxito”. Son violentos e inescrupulosos en lo que
se refiere al manejo del poder: se aprovechan de su condición para hacer valor
“eso que llaman verdad y de lo que se
creen únicos portadores”, pues cuando advierten que alguien les obtempera
responden al desafío con una cancelación o con una disminución del salario. Suelen
ser cariñosos con quienes ostentan rango, aparentan amarles
desproporcionalmente, tanto que su nombre es su boca asemeja a una letanía,
pero en el fondo todo se trata de una treta para solidificar su cargo o para
granjearse un aumento.
A pesar del lugar en que se encuentran, no
importa el contexto, son brutos y estúpidos al mismo tiempo, pues el puesto no
es producto de algún mérito personal sino de la traición, la imprudencia y el
oportunismo. Quizás, para no ser tan agrio con este tipo de parásito, alguna
relación a nivel de cúpula religiosa le valió el cargo. Hay veces en la que
procuran lucir amables, complacientes o tiernos, pero su ruindad es tan latente
que lo que hacen es acrecentar esa deplorable personalidad que les inviste.
Vale más un resabio o una grosería de ellos que cualquier gesto de comprensión
o ternura: pues, a la larga, la decepción es menos azarosa y se evita el
desengaño.
-.Los piofílidos. Este tipo de individuos son de
aquellos que se rigen por la ley del menor esfuerzo; distinto a los individuos
del grupo anterior, prefieren vivir del esfuerzo ajeno. Son miméticos por
excelencia: adoptan culturas y costumbres anejas sin importar las consistencias
ni las consecuencias de estas. Hablan de cuantas cosas se les ocurre, pero no
porque conozcan del caso de primera fuente o que lo hayan leído sino porque
alguien se lo contó. Adolecen del “complejo
de Guacanagarix”: se sienten magnánimos cuando refieren cosas de personas
extranjeras a las que consideran admirables y expertas por el simple hecho de
manejar la “fórmula del agua tibia” o por descubrir el “helado de paleta”. No saben ni un carajo de lo que hacen pero
disfrutan de un puesto que, de igual forma que los moscas azules, obtuvieron como producto de su cabildeo y
lambonismo desmesurado. Una descripción originaria de Lee Goff sobre las moscas de la familia de los piofílidos nos resulta
atenuantemente oportunas para fortalecer
el símil que por el momento nos ocupa, pues nos permite entender con facilidad
el por qué esas personas a las que nos referimos carecen de la virtud, si así
se puede decir, de que pueden ascender socialmente, a pesar de su rampante
estupidez y de su desgano para hacer bien las cosas y por libre voluntad.
Dice el autor:
Estas moscas se llaman comúnmente
moscas del queso porque prefieren comer alimentos almacenados, sobre todo
queso. Las larvas de las moscas del queso tienen una manera exclusiva de salir
de su fuente de alimentación –habitualmente un cadáver- antes de entrar en la
fase de la crisálida, durante la cual se transformarán en adultos. La larva se
arquea hacia atrás y agarra sus papilas anales –los lóbulos carnosos que
sobresalen del cuerpo, cerca del ano- con los ganchos de la boca. Entonces
flexiona los músculos, suelta el agarre y sale disparada por el aire. Una vez
fuera del cadáver u otra fuente de alimentación, entra en la fase de crisálida
(Op. Cit. Pp. 14).
Ninguna descripción más pertinente para
explicar el ascenso sorpresivo de individuos cuya única virtud consiste en
valerse del esfuerzo y el mérito ajenos. Ninguna otra otro símil más adecuado
para explicar la asquerosa manera de crecimiento de semejante trepador social.
Muchas veces nos engañamos viendo a la “crisálida”,
aceptamos en nuestros predios, sin remilgo alguno un ente cuyo pasado
desconocemos; pero basta un simple diálogo o una simple pregunta acerca de su
oficio para percatarnos de lo ruin y abyecto de su formación, no hay que
esperar demasiado para que su verdadera personalidad ponga en evidencia la
podredumbre que conforma la personalidad de quien otrora se nos presentó como
triunfador, competente y ejemplar. Es cierto, no se vale de la desgracia ajena
para escalar, pero es un oportunista que se vale de lo merito y del trabajo
ajenos para los fines que se les ofrezcan. Es un oportunista que, aunque nunca
hace nada que valga la pena, siempre sabe cómo atribuirse el éxito de otro sin
que sea advertido en su desfachatez.
Pasan por desapercibidos, y cuando advertimos
su presencia, por alguna casualidad es demasiado tarde pues el daño ha
gangrenado nuestro espacio; ahora todo es fetidez, nada más solución que la
paradoja de prolongar el sufrimiento con la finalidad pretender evitar un fin
que de cualquier forma nos sobrevendrá: las instituciones no sirven, el Estado
no garantiza nada a sus ciudadanos; solamente poseemos instituciones infestadas
de estúpidos que cada mañana se levantan con la esperanza de devorar al final
de mes un cheque que nunca trabajaron, un salario de un oficio que nunca
ejecutaron por desconocer de qué se trata; devengan un salario cuyo precio tuvo
que pagar algún ingenuo. Lo han copado todo, no nos queda más alternativa que
tener que soportarles día tras día mientras cínicamente celebran que devengan
un lujoso salario sin ser profesionales, sino solamente allegados y amigos del
jefe. Todos sabemos que son brutos, neófitos en cuanto al cargo que desempeñan,
que su puesto en la empresa es ornamental, que los reyes de los estúpidos, que
es evidente su brutalidad a pesar de su enorme esfuerzo en demostrar que son
peritos en la materia…Todos lo sabemos, el problema es que nadie quiere
enfrentarse con los protegidos del jefe. Por eso, es mejor sufrir su presencia
que arriesgar el pellejo.
-. Los jejenes. En consonancia con lo que Goff (Pp.
66) nos presenta, esta clase de moscas es igual de perniciosa; como las moscas azules, se alimentan de la
desgracia ajena con la pequeña diferencia de que es menos evidente. Nadie puede
advertirles más que cuando nos importunan cuando advierten que su modus vivendi empieza a peligrar de
alguna forma. Estos operan en la clandestinidad, se prestan para hacer las
veces de espías, chivatos o soplones. No conocen otro tipo de lealtad que
aquella la circunstancia les exige: son leales al jefe, por ejemplo, mientras
éste ocupe el cargo, desde que dejan de serlo se orientan hacia el nuevo
mandamás. En otras ocasiones, cuando el olfato les avisa que el cambio que se
avecina es indetenible, comienzan a dar visos de inconformidad, pero lo hacen
en momentos en que se encuentran rodeados de otras personas, esto se debe a su
habilidad de medrar al amparo de la sombra de los otros para no ser vistos y,
por ende, evitar ser descubiertos. Cada vez se tornan más insoportables
según aumentan en número; se reproducen
con facilidad y se dan a la tarea, a pesar de que destruyeron todo lo que
estaba a su paso, de prolongar su estancia para valerse de la historia de
aquello que era para estafar a los demás. Son esos que con en nombre de la
patria nos hablan largamente de sus heroísmos, contando detalles cargados de
exageración y melodrama.
Su peligrosidad estriba en que, igual que los
jejenes biológicos, son subestimados en consideración de su tamaño; y ahí
reside nuestro error pues tal acción les permite jodernos la existencia con
mucha facilidad sin que les presentemos alguna objeción al respecto. Están
entre nosotros, infestando de contaminación todo lo que nos es útil y
necesario; a todo esto hay que sumarle que se multiplican vertiginosamente sin
que reparemos en ello; por eso nos sobreviven y sus herederos son cada vez más
y nosotros, en cambio cada vez menos. Nos multiplican en número, gracias a
nuestro exagerado concepto de la tolerancia.
Son prestos para hacer las veces de soplones,
chivatos, lambones y aduladores. Su filosofía de vida es defender su “pan nuestro de cada día”; desde aquí
se descantillan y basado en este principio actúa frente a la sociedad y a los
demás. Su fidelidad depende del beneficio que obtengan de la persona que tienen
en frente; si ésta, por alguna situación llegara a verse sin dinero, aquella
mosca desaparecerá y rondará en torno de otra que le permita darle consistencia
a su parasitaria vida. Tienen la habilidad de arrastrar consigo a cuantos
familiares y amigos tengan a las empresas en las que laboran, especialmente en
las empresas estatales; es por eso que se tornan un poder y resulta tan difícil
prescindir de ellos, por lo tanto, muchas veces se prefiere tolerar sus
indecencias que acarrearse una revuelta masificada.
-. Los
estercoleros. Son
el estereotipo de de las moscas del estiércol. “…No suelen ser el primer grupo
de moscas que llegan al cadáver y generalmente y generalmente siguen a las
moscas azules en el modelo de sucesión (GOFF, Pp. 148). Si tomamos en cuenta
esta aseveración y la usamos como metáfora, estaremos frente a sujetos que se,
aunque no tengan nada en la cabeza, tienen la habilidad de andar tras aquellos
cuyo papel es infestar los espacios públicos y echarlos a perderse con sus
estupideces.
Los moscas estercoleros son aquellos
individuos que no tienen el más mínimo pudor de ponerse al servicio de los
poderosos para los trabajos sucios que se presenten. No les tiembla el pulso
para quitar del medio a quienes importunen a su jefe; éste no ha terminado de
decir que alguien le molesta cuando aquellos ya han disparado del gatillo o lo
han colgado en la rama de un árbol que vieron por el camino.
Pero no sólo “quitan del medio”, también destruyen moralmente: son espías de
pasiones, es decir que se aprovechan de las desventuras que algún despistado
tenga y con pruebas de diversos tipos lo extorsionan para que se unan a su jefe
o se quite de su camino. Y lo mejor de todo esto es que no lo hacen para
alcanzar cargo sino para granjearse el favor del jefe de los estúpidos que
requiere de sus servicios. Muchos van aún más lejos: ofertan a sus esposas y a
sus hijas como juguetes sexuales sólo para caer bien; la Dictadura de Trujillo
está plagada de esos ejemplos.
Son perfectos para el auge de la corrupción en
lo que se refiere a las empresas estatales pues suelen ser nexos entre el los que
extorsionan y los extorsionados. Hablan al oído, advierten a sus víctimas de lo
que le sucedería si no acceden a realizar algún pequeño favor al jefe; le dicen
que perderán el puesto y que, a su salida, les antecederá una mala
recomendación con el fin de que no consigan empleo. Muchas veces con camicaces
de la destrucción moral, tienen la virtud de matar moralmente a quienes les
resisten o de destruir las ilusiones de quienes prefieren crecer lento pero acorde con los valores que
le fueron inculcados.
Para ellos lo más noble es estar al lado de
alguien famoso, ahí reside el mayor logro de sus sueños; no importa que su
papel sea el de matón o el de muchacho de mandado, lo que impacta, según su
pobre visión del mundo que les rodea, es que están al lado de alguien muy
importante que requiere de sus “servicios
especiales”; nada más importa, nada tiene mayor relevancia y nada le da más
sentido a su vida que eso: ser “el lleva
y trae de alguien muy importante”…No importa que ese alguien sea
narcotraficante, matón, ladrón, trepador social o cualquier cosa que atente
contra las buenas costumbres. Tanto mejor si de eso se trata, así tendrán algo
que asombre a los incautos cuando refieran lo que son o lo que eran.
-. Los
moscas de espejuelos. Es un grupo
muy característico, no aparece en el escenario social hasta estar bien seguros
de poder pescar en mar revuelto. Les favorece el desorden, mejor dicho, la
situación que no tiene remedio, pues es ese el contexto que les permite ser lo
que son, desarrollar su personalidad abyecta sin que nadie los repruebe; y así
será, nadie los sancionará, nadie se detendrá a invalidar sus funciones por
excesos de estupidez e inoperancia pues el momento de conflicto que se vive no
da lugar para tales cosas, sólo se sabe que están allí, que “algo hacen”, que desempeñan algún papel
en el grupo o en la empresa, entre otras cosas. Sin embargo, ¿por qué elige
trabajar o formar parte de un grupo de personas en conflicto? ¿Qué beneficio recibe por estar en una empresa cuya
ruina es indetenible?
Basta agudizar el entendimiento para
comprender, en primer lugar, que no se trata de una actitud de desprendimiento
sino de una natural manera de sacar ventaja pese a la desgracia que nubla el
sentido común de los demás. En situaciones como esas se puede extorsionar,
acosar, mentir, expoliar y hasta salirse con unas que otras patrañas sin
recibir el más leve regaño; y nadie lo hará porque todos, absolutamente todos,
estarán muy ocupados en proteger su individualidad y lo que haga “aquél
estúpido” es lo que menos importa; además, de
cualquier modo la empresa se irá a la
quiebra y lo que aquél haga o deje de hacer no detendrá la ruina que se avecina, dirían
los que por casualidad se apercibieren del ser nefasto que medra en medio de
ellos. Pero se yerran al actuar así al respecto pues abren el camino a que los
sigan expoliando, a que sigan depredando lo poco que queda del patrimonio de la
sociedad o del conjunto de individuos que pusieron su fe en semejante proyecto.
Hay algo muy paradójico en todo esto pues
estos individuos, pese a que no entienden el sentido de la expresión “mar revuelto ganancia de pescadores”,
demuestran lo contrario pues sus acciones se ajustan perfectamente a la misma.
Parecen conocedores de tal sentencia, pero no es así, la vivencia de tal
predicamento es algo natural que su estupidez les empuja a disfrutar de lo que
desconocen gracias a su voraz apetito y a su hambre milenaria. Las hienas
constituyen el mejor basamento para fortalecer este argumento: su risa no es
producto de la comprensión de un chiste, es el ruido que emiten cuando se
encuentran frente a un suculento festín de
carroñas.
-. Los depredadores. Acerca de las moscas depredadoras Goff
plantea que éstas “…aunque prefiere(n) la
carroña, (son) capaces de cambiar de actitud y si se agota esta fuente de
alimentación, se convierte en un depredador, y una de sus presas favoritas
parece ser la (mosca) Chrysomya
megacephala. (Op. Cit. Pp. 34). Si asumimos esta descripción como apropiada
para los fines de este ensayo, no tardaremos en concluir que el personaje que
describimos no nos es ajeno ni en lo más mínimo ya que lo hemos visto accionar
en los diferentes espacios que frecuentan los diferentes núcleos de personas.
Son esos sujetos que permean en todos los espacios sociales sin el menor sentido de
la lealtad ni de la experiencia de una amistad sana y desinteresada de su
parte. Tienen amigos que les valoran, que creen en sus proyectos y lo arriesgan
todo porque creen en sus proyectos; pero aquellos, cuando huelen el peligro,
negocian el pellejo de quienes les juraron lealtad. Los venden, los usan como
instrumento con el único fin de lograr lo que se han propuesto. En fin, tratan
a los demás como medio, pero no porque así se lo han propuesto sino porque su
estómago así lo ordena. Son orientados por ese apetito voraz que los orienta al
poder, o a cualquier lugar que tenga que cifre su bienestar inmediato.
Recordemos que en su especie el sentido común es ausente, que nada que tenga que
ver con la razón los conmina actuar, sino que el instinto funge en ellos como
sensor y por esta vía se conducen moral y cognitivamente.
En fin, son leales únicamente a su instinto de
supervivencia, y son capaces de utilizar a cualquiera como emergente para no
sufrir sus propias desgracias; no hay proyecto a salvo con ellos, no importa
que algo esté funcionando bien o que haya sido eficiente en su uso, si tienen
que echarlo todo a perder lo hacen sin miramientos pues están orientados por su
brutalidad y su desmedido apetito primario. No conocen nada sobre el bien
común; todo lo contrario, todo eso es destruido a su paso. Pervierten el orden
establecido, ponen el mundo patas arriba; comienzan de cero pero por pura
desorientación, no reparan en que se debe dar continuidad a lo que estaba
encaminado, pero su nulidad mental no les deja ir más allá de su apetito
primitivo y voraz.
Resulta relajante verles en sumergidos en un
intento sobrehumano por elaborar un argumento: exageran en la dicción,
sobreactúan en lo que se refiere a las gesticulaciones buscando una pose de
intelectual, figura tomada de algún cliché televisivo, o de algún personaje de
ficción; plagan de citas sus discursos, la mayorías extraídas de algún libro
que en antaño leyeron milagrosamente y que repiten como cotorras desenfrenadas.
Y, después que han concluido su teatro, miran a su interlocutor con cierto aire
de satisfacción, asumiendo que su arenga fue lo bastante contundente; no se
percatan del disparate que dice; hablan sin parar, pero, en vez de enunciados
coherentes, emiten simplemente sonidos con el único propósito de engatusar a su
víctima.
Hay que mostrarse desconfiado ante cualquier
gesto amistad, respeto o admiración de su parte: se trata de argucia, de alguna
treta que trae entre mano. Su manera de elogiar y de reconocer virtudes en los
demás es pura demostración de hipocresía: mientras el otro asimila sus elogios,
pondera con benevolencia su respeto y se confía de su amistad, ellos elaboran
una manera de deshacerse de éste presumiéndolo un obstáculo para un proyecto
cuya consistencia es absurda y enmarañada. Por tal razón, para inmunizarse
contra su arenga venenosa, lo mejor es mantenerles a distancia y desestimar
cualquier manifestación de estima y respeto.
Eso de hablar de bienestar común, de amor a la
patria, de valores morales, de ejemplificar para las generaciones venideras,
todo eso es pura patrañas; son enunciados emulados, simplemente eso, palabras
que oyeron en otros sitios y repiten sin saber lo que significa; de no ser así,
entenderían que el bien común está por encima de cualquier pretensión
individualista y, en consecuencia, no fueran artífices de la traición ni del
desfalco. Pues son traidores, confiarles el bienestar de los demás equivale a
un homicidio en masa ya que con ello nada tiene un final feliz, ni si quiera
aceptable.
“The Fly” o la
transformación del intelectual en estúpido.-
Ya se ha señalado en este ensayo el lado flaco
de los hombres moscas en lo que se refiere a la virtud de pensar, éste es un
beneficio del que, según parece, la Naturaleza les ha privado confinándolos al
imperio del instinto. Nada de lo que hagan, por más acertado y racional que
parezca, procede de su entelequia sino de su apetito y de su instinto de
conservación. Están ahí como si se tratara de una treta del destino contra la
humanidad. Nacieron siendo así, así vivirán en medio nuestro y así morirán:
solamente están ahí, y su papel es elevar a la condición de utopía el sentido
de la vida. Tienen una línea existencial trazada: hacer que la comunidad en la
que vivan se convierta en un verdadero infierno; y todo esto al margen de la
intencionalidad pero al alcance del instinto. Ese es su papel en el mundo, ése
es el sentido de su vida.
Es entendible el recorrido del estúpido por la
vida, es comprensible su medrar en un mundo que de por sí ya está hecho un
verdadero desastre, desastre que empeorará según incremente la población de los
hombres moscas en las estadísticas de la humanidad. Todo esto se puede entender
sin mucho esfuerzo: basta detener la mirada para observar su accionar y así
tener una lectura panorámica del asunto. Contrario a esto, hay algo que para
asimilarlo hay que volver una y otra vez sobre la situación pues su
complejidad, hasta cierto punto, demanda de un sentido de percepción muy agudo
puesto que se trata de algo que equidista entre lo absurdo y lo congruente: nos
referimos a la trasformación del intelectual en mosca, o sea, la degradación a
la condición de estúpido. Proceso que se puede apreciar adecuadamente en The Fly, un film de David Cronenberg.
The Fly, una historia de George Langelaan,
relata la historia de un científico (Seth
Brundle) cuya obsesión era el tema de la teletransportación, el cual era objeto de su investigación; para
esto había creado unas cápsulas
teletransportadoras, invento que había ido mejorando con miras a
perfeccionar su uso con personas. Pero, acuciado por la pasión, pues se enamoró
de una reportera, y enceguecido por los
celos, decidió teletransportarse sin reparar en una mosca que estaba con él en
la cápsula de experimentación, siendo esto el punto de partida de un desastre
totalmente inesperado: una fusión. Se trata, más bien, de una degradación
moral.
Si se mira el film con detenimiento, resulta fácil observar cómo una persona de
ciencia que vive de su intelecto involuciona hacia una personalidad nauseabunda
y ruin: se transforma en un hombre mosca. La mutación es progresiva y lo
intelectual subyace a lo instintivo; cada paso involutivo que nos narra el film
encierra una aplicación degradante para la vida de Seth Brundle, pues, en la medida en que los genes de la mosca se
van desarrollando, su yo moral pierde fuerza: su percepción de la vida y el
respeto por los demás se pierde en la abyección.
El film comienza presentándonos el escenario,
el hábitat, de Seth Brundle; allí
está rodeado con personas de su tipo, comparte con los suyos; el ambiente se
presenta calmado, con música de sobremesa, con bebidas que se sirven a
moderación y que los interlocutores disfrutan a medias pues el diálogo se
impone sobre lo bacanal. La sobriedad y parquedad que resaltan en esta escena
son signos de una personalidad moralmente equilibrada con dominio de sus
pasiones, pues ni siquiera cuando la reportera, en un momento de la conversación,
subestimó la seriedad de su investigación manifestó ningún dejo de molestia;
todo lo contrario, le enrostró de manera simulada que él tenía lo que ella
buscaba para su ensayo; “ellos no
trabajan en algo que cambiará el mundo…Ellos mienten, yo no”, fueron sus
palabras con las que se impuso su criterio sobre la reportera.
Esta primera etapa de este personaje
representa al individuo que es dueño de sí, que se encuentra en lo que Kant
denomina mayoría de edad: aquí el
individuo es dueño de sí mismo y asume responsabilidades y riesgos, pues su
condición mental se lo permite. El individuo,
condición, que no es otra que la sobriedad, asume actitudes que buscan a
toda costa regirse bajo los principios de la razón; el deber opera en él como
una normativa de vida. Su percepción racional del mundo se impone sobre los
efluvios de la pasión que suelen acudir en situaciones apremiantes. Es lo que
se observa en el film en diferentes escenas: Brundle se mantiene indiferente cuando la reportera duda de que su
invento sea relevante o cuando el editor, Stathis
Borans, le recibe en su despacho con una salutación que raya en un sarcasmo
que se percibe sin mucho esfuerzo. Cuando la persona es emocionalmente
equilibrada y se rige por principios racionales suele mostrarse apático ante
cualquier insulto. Hasta aquí, todo camina bien.
Sin embargo, esta personalidad equilibrada de Brundle sufre un revés que antecede al
tema de la “mosca en la cápsula”; de hecho, lo de la mosca es una manifestación
de algo que ya estaba comenzando en el. Hay que acotar que, en esta película,
la degradación moral antecede a la física: el elemento de la mosca más bien
ayuda a evidenciar lo que ya estaba gestando en el joven científico. La pasión
ya lo estaba corroyendo; desde que dejó de ver las cosas desde el ángulo
racional y, en vez de ello, permitió que los efluvios pasionales lo acuciarla,
la mutación inició su proceso; fue esa nueva la que condición empujó a
descargar esa ira alimentada por los celos en un recipiente en cuyo espacio le algo aguardaba para convertirse en algo
dándole un giro rotundo a su vida.
Desde ese instante, todo cambió en él: la
constante racional que regía su vida sufrió una ruptura dando paso a una serie
de saltos que se interpretan en acciones bruscas y temerarias, como eso de
salir mal vestido a la calle en busca de diversiones extremas, o entrar a un
bar y seducir a la amante de un tipo a quien le rompería el antebrazo. Seth Brundle ya no es el hombre que se
limita a las normas, aquél cuyo derecho culminaba en (nótese que no fisgoneo la
correspondencia de Verónica Quaife);
ahora es distinto, desconoce sus limitantes y menosprecia las normas que
regulan su comportamiento en determinados lugares. Aquí es preciso hacer un
aparte ya que en la escena del bar encontramos una metáfora, útil para tratar
el tema de la ruptura de las normas.
La metáfora de la
ruptura.-
Cuando Brundle
entra al bar encuentra un ambiente que alterca con el medrar del estúpido: todo
está restringido a pesar de ser un espacio muy frecuentado. Esta antítesis es
indescifrable para quien otrora entendía los derechos del otro como limitante
de los suyos. Es un muro que encuentra a su paso, que le resiste, que se opone
a su apetito voraz; él quiere placer y alguien se lo impide, por eso procede a
tomar las cosas a la fuerza, violentando el orden que precedía a su llegada.
El ambiente del bar, a pesar de lo bacanal y
placentero, tenía sus reglas; el que quisiera formar parte de ese tugurio debía
someterse a las normas. El caso de la chica, por ejemplo: a pesar de su
facilidad se iba con quien ganara la competencia del pulso, en ese momento ella pertenecía al ganador que se mantenía
invicto. Pero esa competencia, en sí, más que eso representa la resistencia que
se le ponía al nuestro personaje; Brundle,
aunque quisiera, no era aceptado en ese grupo, razón por la que se burlaron de
él con relación a que “comió chocolatina”.
Allí estaba el reto, si él quería formar parte del grupo tenía que someterse a
la regla: debía competir, como todos, y aun ganara, debía competir con otros.
El nuevo hombre compite y le destroza el antebrazo a su contendor.
La ruptura merece una lectura a partir de la
norma como resistencia a la libertad del individuo. El contendor, hombre
robusto y de un tamaño casi colosal –aquí la cámara hiperboliza lo físico de
éste- suministrara la idea de resistencia, no se puede disfrutar de lo que la
libre voluntad ordena sin la normativa del orden. Brundle, ahora prototipo del estúpido destroza la norma, sin
proponérselo, él mismo no conoce su fuerza, sólo responde a un instinto que se
origina en su apetito. Se marcha con su presa, y la lleva a su cuchitril, donde
puede festinar a sus anchas, sin objeción alguna.
Otra escena en
que la “ruptura” se subraya es cuando rompe la pared de cristal de la
clínica y rapta a Verónica Quaife; esta
acción puede entenderse de dos forma, una corresponde a la ruptura misma de la
normativa, a la violencia que el individuo ejerce sobre la resistencia que la
ley presenta. La pared, aunque no lo diga de manera expresa, sugiere un “no
pase” o “área restringida”; el hombre
mosca la quiebra y rapta a su presa. Él ya está en la fase terminal, el gen
de la mosca ha ganado terreno y se impone definitivamente sobre su humanidad.
Ya nada detiene, su degradación es total y sólo le queda sufrir la fase final
de su mutación, transformarse en mosca.
De igual forma el estúpido violenta la
normativa, pero dicha actitud no procede de la intencionalidad, tal situación
es imposible porque la razón es nula; sólo lo instintivo permanece latente en
él; por eso agrede y violenta la norma y el derecho de supervivencia del otro,
por tal razón ataca a todo aquél en quien perciba el menor indicio de amenaza.
No valora sentimientos ni manifestaciones de afecto, sólo intenta sobrevivir, y
nada más. El estúpido es capaz de cualquier mal sin proponérselo, actúa
solamente bajo el imperativo de su estupidez, decir que la maldad le retoza es
incurrir en un error, pues para disfrutar del sentido de la maldad se requiere
ingenio, inteligencia y la capacidad de pensar, cosas de las que el estúpido
carece. Si violenta la norma todo se debe únicamente a un instinto de
supervivencia.
Es mucho lo que se puede leer en el film The Fly, en lo que se refiere al hombre mosca,
entiéndase “el estúpido”. Pero nos basta la metáfora de la “ruptura” por ser
suficiente para tratar el tema de la violencia inintencional de parte del
estúpido hacia la normativa. Porque la inadvertencia de la ley a pesar de lo
latente es indicio de que se incurre en un acto de estupidez; porque solamente
el estúpido, atentando aun contra su propio status
quo, es capaz de infringir la ley agraviando el bienestar de los otros.
Pesticida aristotélico.-
Gracias a la técnica y al ingenio de la
humanidad existen para ciertos problemas soluciones que, si bien es cierto que
a la larga complican más el asunto, por el momento nos hacen un poco tolerable
la situación que nos complica la existencia. Tal es el caso de los insecticidas
que, aunque contribuye con la destrucción de la capa de ozono, nos alivian la
vida exterminando cuantas plagas hay en nuestro derredor. Especialmente las
moscas.
De igual forma, se debe estar consciente de
que una salida definitiva al problema de “los
moscas” puede complicar más el asunto pues estos individuos están tan
enraizados en nuestra cotidianidad que extirparlo desataría una cadena de
consecuencias de las que tendríamos que lamentarnos. Por lo visto el asunto es
engorroso. Todo estriba en sus raíces: sus familias, sus amigos, sus bienes;
deshacernos de ellos es extirparle un miembro a la sociedad, es atentar
directamente contra nuestros propios intereses; eliminarlos altera el orden de
nuestras vidas, pues su familia ayuda con el equilibrio de la sociedad y, al
consumir algunas que otras cosas para sus necesidades primarias permite podamos
apreciar el valor del dinero y con ello fortalecer nuestras avaricias. Pero
todo se complica aún más puesto que la pequeñez del mundo nos condena a la
posibilidad de que entre ellos se encuentre uno que lleve nuestro parentesco.
Situación que nos obliga a coincidir con otros en su actitud tolerante. Pero,
con todo y la posibilidad de que estemos emparentados con alguno que otro imbécil,
la situación es que vivimos bajo la constante amenaza de que la estupidez
termine de sustituir lo poco que nos queda de entendimiento, lucidez y sentido
común.
De lo anterior se desprende que necesitamos
una salida salomónica a este impase en el que nos encontramos; se trata de una
alternativa que nos permita sobrevivir pese a la insoportable plaga que empeora
nuestra asfixiante existencia; es como si una condena pesara sobre nosotros,
¿será que hasta aquí nos llega la maldición que se promulgó en el Edén traducida en la personalidad del estúpido? De
ser así, entonces, no hay escapatoria, estamos indefectiblemente condenados a
sufrirles, a padecer sus impertinencias; lo que nos lleva a buscar una vía de
soportarle, no tolerarle; son situaciones diferentes: tolerarle es admitirles
sus impertinencias, sus estupideces y, a sabiendas de su condición, depositar
en sus manos el bienestar de los demás. En cambio, soportarles es distinto: es
convivir con ellos de manera forzosa, en contra de nuestra voluntad, con la
esperanza de que algún día, de alguna forma, nos desharemos de ellos.
En “Ética
a Nicómaco”, Aristóteles hace una
reflexión sobre la valentía; quizás peque de excesiva franqueza, pero si lo
extraemos del texto y lo insertamos en esta reflexión, encontraremos una
especie de remedio para “este mal de estupidez” que mantiene enfermiza nuestra
sociedad; puede ser que, aplicando adecuadamente una que otra dosis de aristotelina, se aletargue el dolor que nos inflige el
contacto con los moscas.
Insisto, el mal no se eliminará, sería un
riesgo deshacernos de una gran cantidad de estúpido: ellos están en todas
partes, multiplicándose, infestando todos los lugares que concurrimos; así que,
si caemos en la nefasta idea de extirparle, estaríamos incurriendo en un
suicidio en masa, ya que nos arrastrarían con ellos, pues nos superan al cinco
por uno y, en su desesperado instinto
supervivencia, nos aplastarían huyendo despavoridamente de su
exterminio. No está de más la muy repetida metáfora del cine hilarante de la
multitud que aplasta a su víctima en su apuro de sobrevivencia. Por eso, lo
mejor es amainar el dolor para resistirlo y seguir adelante con nuestras vidas;
y, ¿qué mejor vía que la que nos ofrece el
filósofo en su tratado de ética? No
es un recetario, no se trata de una fórmula secreta, es una reflexión extraída
con pinzas y adaptada a una situación que nos mortifica.
Dice Aristóteles:
Lo temible no es lo mismo para todos,
y hablamos incluso de cosas por encima del hombre. Ahora bien, aquellas cosas
temibles que están a la altura del hombre difieren en magnitud y grado, lo
mismo sucede con las cosas inalterables (ARISTÓTELES; Pp. 78).
Entendamos por el término “por
encima del hombre” aquello que
sucede sin nuestra mediación, lo que tenemos que tolerar necesariamente porque
no se puede evadir, lo que sucede inevitablemente: como el caso de que los individuos moscas formen parte de nuestra
cotidianidad, que se sean coexistentes con nosotros, que sean lo que son,
recordemos a Cipolla, estúpidos potencializados. Aunque quisiéramos, no podemos
decidir mantenerlos alejados de nuestro mundo. Pero como están en nuestra
inmediatez están, como refiere la cita, a nuestra altura, situación que nos
permite diferir de ellos, adversarlos.
Sin embargo, a pesar de lo acucioso de nuestra lucha por obtemperar la
personalidad del estúpido, la realidad es otra: cualquier actitud desenfrenada
y desestimada contra este tipo de personas sería más bien una osadía con la que
afectaríamos a terceros que se esconden tras la promoción de ellos, pues claro
está que, si careciendo de todo tipo de ingenio llegasen a encumbrarse de forma
tal que pudieran decidir nuestro destino, es porque intereses obscuros y
peligrosos manipulan el asunto. De ello debe desprenderse que hacer frente a semejante situación es indicio de
insensatez y temeridad:
Ahora bien, el valiente –entendamos
aquí “el entendido”- es intrépido
como hombre, por tanto temerá también las cosas, pero las soporta como
conviene, y como lo exige la razón con la mira puesta en lo noble, pues éste es
el fin de la virtud. Es posible temer esas cosas más o menos, e incluso temer
aquello que no es temible como si lo fuera (Ibíd).
Es asombrosa la capacidad de hacer daño que
tienen los hombres moscas; cuando sienten que pueden devorar a su víctima lo
hacen sin sentir ni el más mínimo remordimiento. No temerle es un error fatal;
no importa el tamaño de nuestra valentía, hay que pensarlo detenidamente antes
de entrar en un pleito con alguien que no sabe lo que puede perder. No es que
vivamos sumergidos en la paranoia, pero ¿qué sentido tiene enfrentar a un
descerebrado que ignora que la vida continúa y que es fatal la soledad? Es
mejor temerles y evitar fricciones innecesarias. De modo que, soportarlos es la
mejor vía de salir ilesos de semejante desastre:
…El que soporta y teme solamente lo
que se debe, por motivo adecuado, como y cuando debe, y actúa lo mismo,
respecto de la confianza, es verdaderamente valiente. Y ello es así, porque el
valiente sufre según los hechos exigen y como la razón ordena (Ibíd).
Al soportarlos manifestamos que conocemos el
ambiente en que nos desarrollamos, por lo tanto no estamos ajenos al peligro
que nos asecha; claro está que no los secundamos ni les celebramos sus acciones
arbitrarias, pero tampoco somos suicidas para enfrentar a quienes no valoran su
propio status quo; lo mejor es
soportarlos, considerarlos estorbos necesarios y tratar de sobrevivir pese a la
varga azarosa que tenemos que cargar. La
valentía no está en la temeridad sino en tomar las bridas de nuestras emociones
y en ejecutar decisiones que redunden en
beneficios para un evento posterior. Ya demostramos nuestro grado de valentía
al no adversarlos, ello significa que preferimos entrar en conflicto con
nuestra propia individualidad y enrumbarse hacia un final desastroso.
“Aquél que frente a las cosas temibles
muestra un exceso de confianza es temerario”, añade Aristóteles; y no es menos
cierto, pues el temerario excede los límites de lo racional llegando con esto,
sin la menor intención, de atentar contra su propio bienestar. Tal es la
situación de quienes no reparan en los posibles perjuicios en caso de enfrentar
a un estúpido; máxime si aquél se encuentra favorecido con alguna cuota de
poder, no importa la forma. Las personas con inclinaciones mosquiles, cuando se
activa en ellos el instinto de autoconservación, asumen una actitud destructiva
sin la menor distinción: nadie, ni siquiera sus más íntimos y leales amigos
están escapos del mal que amenaza a todos.
Recordemos, a propósito de amistad, que
cualquier gesto afectivo es instintivo, se trata de una cualidad implantada en
ellos por la naturaleza; no son afectivos en sus gestos, sus acciones responden
al apetito insectil que los maneja. Toda palabra de afectividad o cariño,
asemeja a un eructo cualquiera, algún
ruido que emitieron ante la presa que estaba a su paso; basta un poco de tiempo
o que perciban amenazas para que el ingenuo que disfruta de sus lisonjas sea
embestido por su nauseabunda personalidad de aquel insecto que otrora resaltaba
lo grato de su compañía.
En definitiva, haciendo acopio de la reflexión
de Aristóteles, para manejarse correctamente con la personalidad de los moscas,
lo mejor es evadirlo y evitar así la confrontación, sobre todo aquella que
surge en el contexto laboral atizada por asuntos personales porque en esta
circunstancia todo el aparataje que se esconde tras la personalidad del
estúpido se pone de manifiesto y, haciendo uso indebido de la investidura que
ostentan procuran aplastar sin reparo a quien atentó contra el bienestar de su
pupilo; todos la emprenden contra aquél de tal forma que quien contemple
semejante drama, temiendo por su integridad laboral, prefiere callar sumándose,
con esto, al abuso; y hasta cierto punto es entendible pues el temor a la
incertidumbre económica hace que quienes carecen de determinación y coherencia
prefieran el lado más cómo de la teatralidad humana.
Volvamos al punto en el que se recomienda
soportar al mosca como forma de resistencia; en incisos anteriores hablamos
sobre la diferencia entre este concepto y la tolerancia. Toquemos este asunto a
la luz de Aristóteles, con la excepción de que en la reflexión del filósofo
encontramos el asunto tratado con otras palabras: emplea términos como forzosa e involuntaria. Ambos términos remiten a una acción impuesta,
algo que el individuo tiene que hacer en contra de su voluntad; es decir que su
conducta responde a una fuerza ejercida desde afuera; o sea, que la buena voluntad nada tiene que ver en
ello. Y es lo que nos sucede cuando nos vemos en la inesquivable situación de
tener que tratar los hombres moscas cuyo roce dista mucho de la voluntad de
quienes se rigen por los principios de
la razón.
En realidad, cuando nuestro tratamos con los
demás y lo hacemos fundamentados en el principio de la buena voluntad, la
cordialidad y la frugalidad son latentes, pero cuando en vez de ello nos
encomia la imposición, lo que tenemos, en vez de un trato frugal y humano, es
una reacción ríspida y despreciada.
Dice Aristóteles:
Hay cosas a las que uno no puede ser
forzado a realizar, sino que debe preferir la misma muerte después de haber
soportado los más atroces sufrimientos (…). En ocasiones, es difícil,
ciertamente, qué se ha de preferir a qué, y qué cosa se ha de soportar mejor
que otra, pero mucho más difícil resulta aún ser consecuente con el propio
juicio. Y ello es así porque casi siempre lo que esperamos es doloroso, y
aquello a que se nos fuerza, vergonzoso (…) (Op. Cit. Pp. 64).
¿Quién, en su sano juicio, conociendo las impertinencias
y las necedades del estúpido incurre en
el acto temerario de llevar a cabo una empresa en el que su nombre y su
prestigio estén totalmente comprometidos? Es indiscutible que nadie lo haría
voluntariamente, y si lo hace es gracias a una imprudencia o con miras a
satisfacer alguna aspiración personal. En el caso contrario, dicho trato se
desarrollaría únicamente en el marco de una imposición, de eso que el autor del
texto citado señala como una “acción
forzosa”:
En definitiva, ¿qué acciones se han de
considerar forzosas? Sin duda alguna, y en sentido absoluto, aquéllas cuya
causa está fuera del sujeto que actúa y en las que éste no tiene participación
alguna; por el contrario, aquellas acciones que por sí mismas son
involuntarias, pero en determinadas circunstancias y para evitar ciertas
consecuencias, son elegidas y tienen su principio en el sujeto que actúa, aún
siendo involuntarias por sí mismas, en determinados momentos y para evitar
determinadas consecuencias son voluntarias (Ídem).
Esto es muy frecuente en las empresas,
especialmente las estatales que fungen como hábitat natural de personas ineptas
cuya presencia es producto de su “labor política” o de algún favor pendiente de
algún alto funcionario. Allí las acciones resultan forzosas y los afectos fingidos;
y tiene que ser así pues un leve indicio de resistencia o desagrado es
suficiente para que rueden cabezas. Recordemos que el estúpido no mide consecuencias
cuando, en su animalidad, se siente amenazado, y una saludo frío de parte de su
interlocutor alerta su natural instinto de conservación.
No es aconsejable hacer frente a quienes
padecen del complejo de la mosca; aunque alguien en su individualidad se sienta
perjudicado por alguna patraña de éste, lo mejor que puede hacer es mostrarse
indiferente y actuar como si no sucediera nada trascendente, tal actitud
mantiene su sensor de autoconservación inactivo y, por ende, le impide
perpetrar un daño mayor. Pero si el afectado, apegado a un derecho que en el
momento a nadie le importa, decidiera una defensa, aquél le irá encima y le
desmenuzará sin importar lo que los demás digan ni lo que las leyes argumenten.
Hay que recordar que desconoce las consecuencias de sus actos, que su apetito
se impone creando en él una fuerza descomunal y devastadora. A esto hay que
añadirle que quienes protegen a este tipo de alimaña saldrán en su apoyo
defendiendo su propia integridad ya que afectar a un estúpido de esto es lo
mismo que hacerle frente a ellos. Y lo peor es que nadie responderá por los
daños, ni si quiera él mismo. Por tal razón lo mejor es ignorarlo y soportarlo,
apegado, aunque esto signifique un absurdo, al refrán que reza que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que
lo resista”.
Quizás esta actitud resulte un tanto estoica;
pero no es así ya que no hay ningún indicio de complacencia sino más bien de
resistencia evitando perder el pellejo en una bravuconada que al final el único
resultado será el padecimiento. Lo que se busca, más bien, es evitar el dolor. El
que soporta no lo hace por placer, que es la situación del estoico quien
manifiesta cierta tolerancia ante el abuso que se perpetra en su contra, hasta
cierto punto esto sucede bajo su anuencia. Dice Aristóteles:
En relación con los dolores, nadie
recibe el calificativo de sobrio por soportarlos –como en el caso de la
fortaleza-, ni recibe el calificativo de licencioso por no ser capaz de
soportarlos, antes, al contrario, el licencioso recibe este calificativo porque
se aflige más de lo debido si no logra alcanzar los placeres (pues es el placer
el que le produce dolor), y el sobrio recibe tal calificación, porque no se
aflige por la privación ni por abstenerse de lo placentero (Op.cit. Pp. 87).
No hay complacencia por las impertinencias de
los estúpidos de parte de quienes lo soportan, sino que el soportarlos les
permite sobreponerse ante el daño que sufren evitando con ello uno mayor. La
acción de soportarlos da, más bien, indicios de templanza y de dominio de sí
mismo y, sobre todo, de conocimiento de las impertinencias de quienes carecen
de sentido común, máxime del desastroso resultado de sus acciones después de
reaccionar ante una defensa que traducen en agresión. Así que soportar, antes
que incurrir en la temeridad de enfrentarlos, es indicio de sobriedad pues hace
subyacer los efluvios de la pasión.
No cabe duda, y esto lo hemos tratado en
incisos anteriores, de que el estúpido u hombre mosca, puede acorralarnos con
decisiones que, buenas o malas, campea al margen de la razón, o sea que la
intencionalidad brilla por su ausencia, lo que nos advierte que dicha su
accionar es producto, más bien, de su instinto. Sin embargo, gracias a que
premeditación nada tiene que ver en sus actos, vivimos en constante amenazas
pues no hace lectura de lo apropiado de equis acción lo que lo empuja a ser
inoportuno y, en consecuencia, impredecible. Con una situación como ésta lo mejor es estar
revestido de templanza y sobriedad: templanza, para no reaccionar de manera
inadecuada ante la inesperada investida de aquel ser insectil y, sobriedad,
para sobreponerse a su justificada molestia y poder responder adecuadamente sin
poner en peligro su integridad física ni su estatus
quo.
Hay que admitir que no es nada cómodo
compartir responsabilidades con personas del talaje del hombre mosca y menos
para quienes procuran a toda costa mantener limpia su reputación social; el que
suele cumplir con sus deberes prefiere caminar
sólo que mal acompañado, pues es mejor saberse enteramente responsable de
una cosa y no que de otro dependa su tranquilidad y buena fama. Es una
experiencia muy desagradable sentirse sancionado por la irresponsabilidad e
ineptitud de otro; pero cuando, por fuerza mayor, nos vemos obligado a
compartir nuestro espacio con sujetos desagradables de este tipo, a sabiendas
de que su presencia puede desgraciarnos la vida en cualquier momento, lo mejor
es mantener y preservar la parquedad para saber sobreponernos ante cualquier imprudencia
que nos pueda sorprender en el camino. Una vez reaccionemos así podremos seguir
con la carga simulando que todo está
bien, que nada malo sucede, aunque en lo más profundo de nuestra conciencia
acariciemos la más mínima esperanza de mandar a la mierda a esa mosca que
revolotea sobre nosotros.
Si en algún momento de su accionar los
demás –en este caso los hombres moscas-
albergan la menor sospecha de que usted está ocultando sus verdaderas
intenciones, todo está perdido. No les dé la menor oportunidad de darse cuenta
de cuál es su juego. Distráigalos con pitas falsas. Utilice una sinceridad
fingida, emita señales ambiguas, presente objetos de deseo que los confundan.
Al no lograr distinguir lo falso, no podrán discernir su verdadero objetivo
(GREEN, 1998. Pp.48).
Si en verdad existe en nosotros algo de amor
propio y, aunque resulte algo primitivo, está aun latente ese instinto de
autoconservación, lo mejor, entonces, es dar el brazo a torcer, ceder nuestros
derechos cuando se trate de personas de esta naturaleza; es mejor dejar las
cosas como se nos presentan y no tratar de buscarles solución pues un leve
movimiento de nuestra parte alerta su natural mecanismo de defensa y, como
tienen, por descuido ajeno, nuestra seguridad en sus manos, procederán a destruir
todo lo que obstruya su paso, o sea a nosotros. Es por tal razón que si
queremos seguir nuestro rumbo lo mejor es fingir que todo está bien aunque por
dentro estallemos de odio.
Por: José E. Flete Morillo.-



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