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viernes, 18 de enero de 2019

La invasión de las moscas.-



Tráiler    
La mosca es uno de los insectos más repulsivos al ser humano; su sola presencia nos remite directamente a los espacios que frecuenta; verle posarse sobre cualquier cosa inmediata a nosotros nos hace pensar en su mundo de heces, putrefacciones y cosas afines que nos provocan asco, desasosiego y pérdida del apetito. El platillo más suculento pierde el encanto ante el asomo inoportuno de este roñoso bicho. Aunque forma parte de nuestro ecosistema, este insecto no deja de provocarnos repulsión y de advertirnos sobre su capacidad de transmitir peligrosas enfermedades.

Aunque reportan un minúsculo beneficio, las moscas alteran el normal desarrollo de nuestra salubridad; son poderosos vectores de enfermedades cuyo número supera a nuestra imaginación. Hayan tenido contacto o no, con algún foco de contaminación, estos insectos de por sí llevan la contaminación adherida a su cuerpo:

“Les gusta alimentarse en los excrementos tanto como en el comedor en la boca u ojos de las personas. Esta costumbre ha traído enfermedad y muerte al género humano. Las moscas son muy peludas y en  sus pelos llevan muchos microbios. Los hombres de ciencia han medido con métodos apropiados la cantidad de microbios que transporta una mosca limpia: unos ochocientos mil. Una mosca sucia puede llevar más de quinientos millones, o sea seiscientas veces más. Pero la mosca no lleva solamente en sus pelos y en sus patas a los microbios. También se los traga con su comida. Estos microbios tragados se conservan vivos en el buche y los intestinos de la mosca por mucho tiempo. Adquieren allí la propiedad de hacerse muy resistentes al sol, la desecación y los desinfectantes” (URIA, 2009. Pp. 29).

No hay ningún tipo de garantía de salubridad en cuanto a la cercanía de las moscas. Estas, debido a su rápida propagación, se han constituido en el nuestro insecto de cada día: nos topetamos de todas formas con ellas. Por su manía de asentarse en los lugares inapropiados (es decir alimentos, heridas, ojos y boca) resulta un bicho muy molesto e inoportuno.

Si es un craso error ignorar lo pernicioso de este animal, es mucho más peligroso desconocer la manera en que su minúsculo mundo altera nuestra existencia. La forma en que este insecto actúa representa una terrible amenaza para la humanidad, esto así porque, además de la enorme cantidad de microbios que porta, según la cita anterior, luce como si se tratara de un plan de la naturaleza para exterminar a la humanidad de una  sola vez y  por todas, siendo la mosca su principal arma letal:

“Alguno podrá pensar sobre este asunto que no hay por qué importarse con una tontería como la frecuencia de los vómitos de las moscas o cuantas veces eliminan su intestino. Pero en realidad es muy importante saberlo. Los hombres están empeñados en una lucha a muerte contra las moscas, y es una lucha por la supervivencia. O la mosca sigue matando al humano (sobre todo cuando es bebé), o el hombre mata a las moscas. Además, las moscas transmiten enfermedades que, aunque no siempre matan, pueden dejar ciegos o paralíticos a los jóvenes y niños”. (Op.Ct. Pp. 30).

Definitivamente que este molesto y nauseabundo insecto, no obstante su pequeñez, trae a rastras el “aliento de la muerte”. Nos persigue por doquier y no cesa de acelerar nuestra tranquilidad; no importa el lugar, está allí infestando el espacio en que nos desenvolvemos, infectando nuestra salubridad, llenándola de insospechados males. A pesar de que se le atribuye cierta importancia en el ecosistema, se torna un absurdo pensar en esta posibilidad: nadie que haya sido importunado por este asqueroso y repugnante bicho considera cierto que el mismo tenga incidencia positiva en el hábitat.  Es cierto que las moscas ayudan al ecosistema, pero su asquerosidad resalta ante nuestros sentidos nublándonos las vías que la razón nos posibilita para comprenderlas como necesarias.



-. Moralización de las moscas.

El anterior prolegómeno elaborado en torno a las moscas puede ser lecturado desde la ética; para ello es preciso recurrir a la prosopopeya con el fin de elevar las cualidades nauseabundas de la mosca al plano moral del ser humano.  Éste, debido al conflicto moral en que vive sumergido, posee cualidades que obligan a comparar sus acciones con el de la mosca; porque, solamente valiéndonos de este insecto, se puede hablar de algunos individuos cuya carencia de verticalidad moral es tan latente que, producto de ese resultado, concluimos que estamos viviendo una especie de cataclismo moral. Tan plagada de este tipo de persona están las estadísticas locales de los grupos humanos que perdemos la fe en un futuro mejor, el presente está corrompido y del futuro nada bueno podemos esperar. Cuando miramos que este tipo de individuos,  la desesperanza se torna abrumadora pues se concluye que lo que presenciamos es una invasión de moscas, de individuos que lo único que pueden hacer es propiciar corrupción y asco.

José Ingenieros, en El hombre mediocre, hace ciertos argumentos sobre la mediocridad; en el mismo deja por sentado que quienes  adolecen de este vicio están ajenos del sentido común y por lo tanto son incongruentes con la realidad que vive a diario el ser humano promedio:

“Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del sabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no sospechan que existe el infinito más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de virtud; no la conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; a veces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.
No vibran a las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa” (INGENIEROS, 2003. Pp. 54)

Desde que la humanidad aparece y los individuos deciden agruparse para regularse entre sí, la presencia de los “hombres moscas”, hace su aparición en ese contexto. Igual que los insectos, están ahí, importunando al género humano, infestando la tierra e impidiendo el sano desarrollo del género humano. Pero lo interesante de todo esto es que no aportan nada relevante a los grupos sociales, sino corrupción e infortunio. Ningún evento relativo a la crisis social los muta, ni siquiera los programas para los cambios favorables.

Su reacción ante cualquier situación de emergencia en el país es prácticamente nula; solamente responden cuando perciben que su apetito voraz les advierte que pueden sacar ventaja en el asunto. No tienen discernimiento del tiempo, son capaces de lo más absurdo; se atreven a llevar serenata de amor a una mujer recién enviudada; viéndolo en el marco de la institucionalidad, no entienden que la institución amerita trato de emergencia, no propuestas ni planes incongruentes con la realidad actual.

Este tipo de personas, igual que las moscas, son entes improductivos. No dan nada, no aportan, ni construyen ni colaboran con nada; solamente saben pedir, mendigar un mendrugo de pan  a cambio de la libertad y libertad y el bienestar ajenos. Son altamente perceptivos: pueden alera grandes distancia los lugares donde se encuentre algo que les favorezca; por eso no se comprometen con nada ni con nadie hasta no ver de qué lado sopla el viento; cuando ya están seguros de cuál es el rumbo de las cosas concertan alianzas y proponen proyectos.

Su carencia de sentido común es satisfecha por el de la supervivencia. Son impávidos ante lo latente de cualquier necesidad; todo en su derredor puede estar colapsando y nada hacen para evitar el desastre; para ellos es mejor si todo colapsara ya que su experticia redunda en sacar provecho de situaciones calamitosas. Pero, cuando perciben que el desastre les amenaza o que algo se teje en su contra recurren a toda clase de acciones desagradables para proteger su status quo: siembran discordias, confabulan aún contra su propia progenitora, fabrican toda clase de mentiras, falsifican documentos, despotrican a cualquiera sin importar que se trate de sus mejores amigos, se alían a sus enemigos y se prestan para hacer el papel de lacayos de aquellos que atentan en contra del bien común. Resultaría un absurdo y una falta de sentido común fraguar un proyecto de nación o un plan de emergencia institucional contando con individuos de esta calaña.

A pesar de su numerosidad, la colectividad en ellos es mera apariencia y producto de la casualidad. No son capaces de fraguar, de manera conjunta, una idea coherente ni necesaria. Aquí cada cual se encarga de velar por lo suyo; nadie se preocupa por el otro, éste simplemente es un ente que la casualidad arrastra hasta la proximidad de sus congéneres. La casualidad de caer allí arrastrados por el instinto de la supervivencia es lo único que tienen en común; no existe nada más que pueda nuclearlos. Cuando su apetito voraz ha destruido la única cosa que los convocaba, entonces se ve claro que nunca hubo tal unidad, sino que se trataba únicamente de una convocatoria motivada por un hambre instintiva.

Si observamos bien, las moscas se agrupan en torno a todo lo que se llame alimento; el olor a comida las convoca y acuden allí, donde se les ve como si formaran una colonia organizada; pero basta agudizar tan solo un poco el sentido de la vista para observar que, no obstante el haberse agrupado, se observa carencia de ritmo y orden: giran como desorientadas, tratando de sobrevivir las pocas horas que la naturaleza le prodiga. Se les puede observar en una aparente unidad, pero sólo es desorden: devoran y nada más cada cual por su lado. Este comportamiento es propio de las sociedades en crisis, donde el poder está en mano de individuos que superan al idiota en lo que se refiere a la carencia de sentido común; dichas sociedades constituyen el hábitat de los individuos moscas ya que el mismo se presta para que aquellos desarrollen personalidad despreciable y contaminante.

De la misma forma que el olor a comida llama a las moscas, el olor del poder reúne su derredor a estos individuos. Sin embargo, la forma en que estos sujetos se congregan en torno al poder no responde a un interés mentalmente estructurado sino que, más bien, es producto de esa hambre instintiva a la que me referí en los incisos anteriores. Si fuera en respuesta a la razón, se hubieran nucleado y, por ende, constituido en un grupo fuerte, y a la vez, productivo. Pero no es así, pues lo que sucede es que el hambre que los conmina individualmente es la misma en todos y por eso responden de igual manera; pero cuando tienen la manera de saciarse, cada uno se concentra en hacer lo suyo, en saciar su hambre milenaria; desconocen la fortaleza del trabajo mancomunado y en virtud de ello medran en el mismo espacio haciendo de este un verdadero pandemónium.



a.     Los hombres moscas en su hábitat.-

Igual que sus congéneres, estos individuos están en todas partes. No miden su condición para plantarse donde su instinto le mande; se presentan en cualquier escenario dejando traslucir su quisquillosa personalidad. Corrompen todo lo que tocan y hacen de ese lugar un antro de asquerosidad y podredumbre. Donde había orden sólo queda ruina y calamidad. Todo lo transforman en una infernal buhardilla donde medran al margen de la ley. Allí se concentran, allí coinciden sus individualidades; están allí no por un proyecto común sino porque su ruindad es la misma en todos a pesar de que todos sean diferentes. Una vez que devoran todo, se retiran hacia otros lugares donde puedan seguir corrompiendo todo lo que encuentren a su paso. 

Cuando asumen el poder, hacen un esfuerzo sobre humano por lucir educados, comunicadores de proyectos y de cualquier cosa que los haga lucir “emprendedores”; sin embargo, basta un poco de tiempo y todo queda en evidencia: no era más que una farsa; pero dicha farsa es involuntaria porque son incapaces de estructurar un plan coherente. Lo que sucede es, que en su afán de pertenecer a un espacio que les resulta impropio, emulan lo que ven en otros con el inconveniente de que su naturaleza no soporta lo ígneo de la razón.

Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles. Subvierten la tabla de valores morales, falseando nombres, desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez. (Op.Ct. Pp. 55).

Sin embargo, a pesar de que su tozudez le impela a correr en pos de todo lo que le sirva para devorar, igual que las moscas, su lugar predilecto para medrar es aquél donde la putrefacción está a la orden del día. Las moscas prefieren abundan en los cuerpos en descomposición debido a la facilidad que ellas tienen para desovar; allí sus larvas se desarrollan sin dificultad alguna. De igual manera, los individuos a los que nos referimos en este ensayo prefieren las sociedades en crisis porque es el escenario predilecto para decir sus estupideces sin que se les tomen en cuenta.

Difícilmente este tipo de persona pueda perdurar en sociedades equilibradas y moralmente fortalecidas; esto se debe a que las mismas crean una especie de censores capaces de rastrear a cualquier tipo de amenaza que haga peligrar la estabilidad y el normal desarrollo que disfrutan sus ciudadanos. Están estructuradas de tal forma que, para acceder a su interior, hay que nacer en ellas; de lo contrario, ante cualquier intento, responden como si se tratara de una invasión a mano armada por un mordaz enemigo. Un ejemplo de ello lo encontramos en culturas milenarias como Israel, China y Japón; o, tratando de evitar la exageración, existen gremios cuyo estilo de procedencia de sus miembros es normado por reglamentos que reciben estricta vigilancia en lo que se refiere a su cumplimiento.

En estructuras de este tipo las moscas no sobreviven debido alto grado de salubridad y la constante desinfección; aquí tiene que hacer un inmenso esfuerzo mental y su condición mental no es apta para tales fines. Aquí su período de vida resulta más corto que lo normal; las normas, la constricción del deber no les cuadra; necesitan el desorden, la calamidad, incluso la dejadez de quienes se creen que están más allá del bien y del mal para asumir la responsabilidad como ciudadanos de velar porque se cumplan las normas; semejante escenario es útil para que aquellos insectiles medren sin ningún tipo de dificultad, sin que nada atente en contra de su asquerosa manera de vivir.

Las instituciones en crisis son perfectas para que estos entes cargados de contaminación habiten; una vez allí, todo se complica; lo que podía resolverse con un poco de organización, o con una leve austeridad de los recursos, en fin con una pizca de talento, se torna mucho más complicado; ahora todo es más difícil. Lo que sucede con los personas con capacidad de mosca es que no disciernen un tiempo de otro ni saben cuando las cosas requieren atención de emergencia; todo se debe a su carencia de capacidad. Su escaso intelecto subyace a su apetito insaciable: sólo responden a su estómago y nada más. Es por eso que aparentan ser impávidas ante el desastre; y tienen que ser así pues, aunque quisieran accionar para mejorar el problema, no pueden, su intelecto es nulo; no tienen creatividad; por lo tanto, pensar en un plan de contingencia para salir a camino les resulta groseramente imposible. Y es mejor que no se les tome en cuenta para tales fines ya que sus propuestas son absurdas e incongruentes con la situación del momento.

Estos seres sin sentido común, carecen de un discurso ecuánime; sin embargo, en el contexto de una crisis múltiple, entiéndase económica, moral, intelectual y cultural, despiertan, como por arte de magia, enarbolando una arenga que cualquier iluso puede ponderar como coherente y, en consecuencia, atribuir a los oradores cierto grado de genialidad y brillantez. No obstante, una leve reflexión sobre la risa de las hienas pone de manifiesto que la naturalidad de aquel discurso no es producto del intelecto sino de su animal hambruna de poder; es el resultado de su instinto insectil.

La risa de las hienas no se debe a la hilaridad ni es sentido de humor; esa risa es un sonido que emiten cuando el hambre les inquieta o se encuentran ante un suculento plato de carroñas; de igual forma, cuando estas personas se encuentran ante alguna ventaja que satisface sus necesidades digestivas emiten sonidos que aparentan ser arengas, reflexiones contextuales; emiten ruidos que, incluso, la persona más docta se deja arrastrar por el canto de esas sirenas nauseabundas. Pero agudicemos bien los oídos, cerremos los ojos para evitar que las imágenes nos distraigan y concentrémonos en el sonido... ¿Ven lo que yo veo? ¡No son palabras lo que emiten, no están emitiendo un juicio coherente! ¡Ese sonido es producto del movimiento de sus alas cuando arrebolan en torno de alguna carroña pestilente! Aparentan decir lo que creemos que dicen pero no es así.

En definitiva, en lo que se refiere al hábitat de las  personas moscas, el escenario puede ser otro sino aquel en el que sólo se percibe fetidez, putrefacción, excremento y desorden. Es este espacio en el que esos satíricos personajes medran sin que nadie se preocupe a poner bajo cuestión su asquerosa presencia. Es en sociedades con semejante descripción que estos insectos se fortalecen a tal grado que se produce el colmo de los absurdos: crean tal fama de sapiencia y habilidad que llegan a tener seguidores y escuelas.


b.     Los hombres moscas no se corrompen, ya estaban corrompidos.-

José Antonio Uría nos ofrece un dato que, aunque luce un tanto exagerado, nos sirve para entender el porqué de la paradoja del subtítulo presente:

“Los hombres de ciencia han medido con métodos apropiados la cantidad de microbios que transporta una mosca limpia: unos ochocientos mil. Una mosca sucia puede llevar más de quinientos millones, o sea seiscientas veces más. Pero la mosca no lleva solamente en sus pelos y en sus patas a los microbios. También se los traga con su comida. Estos microbios tragados se conservan vivos en el buche y los intestinos de la mosca por mucho tiempo. Adquieren allí la propiedad de hacerse muy resistentes al sol, la desecación y los desinfectantes” (URIA, 2009. Pp. 29).

Según el autor, las moscas desde su nacimiento ya están corrompidas. A manera de metáfora, antes de que entre en contacto con algún vertedero o alguna carroña, su constitución ya está contaminada. Todo en ellas, hasta sus entrañas, es contaminación, asco y enfermedad. Y los hombres moscas no están exentos de esa naturaleza.
Desde antes de inmiscuirse en los asuntos del poder, la corrupción ya formaba parte de su estilo de vida. Todo en ellos es mafia, joceo, cabildeo y triquiñuela; de lo que se deduce que el poder en nada les ha afectado. Todo lo contrario, el poder les sufre y padece grandes distorsiones, gracias a las idioteces de estos. Nada coherente y de beneficio común se les ocurre; no pueden tener tal mérito ya que su decrepitud les obliga a correr en sentido contrario del deber. Hay que tener sumo cuidado cuando presentan un proyecto: por más coherente y sano que parezca, a la larga, todo se tornará en un llorar y crujir de dientes. Cualquiera que crea en la determinación del hado sobre los designios de la humanidad asumiría que el destino de este tipo de personas es ser corrupto y corromper.

Este tipo de persona asemeja a la personalidad del Rey Midas quien tenía la amarga dicha de convertir en oro todo lo que tocaba; no había nada que resistiera la mutación aurífera al leve toque de este mandamás; ni siquiera sus seres queridos estaban al margen de aquella maldición. Pero hay un leve detalle que nos obliga a reparar en una diferencia entre los dos personajes: que el hombre mosca no trueca en oro lo que toca, sino que todo, a su paso, resulta ser estiércol, pus, calamidad y desorden. Las ideas geniales no forman parte de su inventario, por el contrario: presenta una reacción alérgica que se traduce en persecución, calumnia, retaliación y soborno, esto último cuando su animalidad no le permite atentar contra seres que son capaces de raerlos de sobre la faz de la tierra. Porque estas moscas, cuando sienten, pues no piensan, que se les acosa emprenden el ataque contra aquél que se opone a sus acciones contaminante.

La corrupción en ellos es innata; no hay que sobornarlos, ni comprarlos; se prestan de manera voluntaria para tales fines. Por eso, no es difícil concluir que, en lo que se refiere a lo administrativo, son perfectos vectores del populismo, nepotismo y malversación de los fondos de las empresas que lleguen a dirigir. Son proclives al hurto y al desfalco; el soborno, la extorsión, el acoso en sus diferentes planos, el desvío y manejo ilícito de los fondos y la manipulación de nóminas son temas de su conocimiento y  su experticia. No necesitan que se les corrompa, ya lo estaban, hace tiempo que portaban ese germen: su coeficiente intelectual es tan escaso que no tienen más actitud que obedecer a su instinto; de manera que recorren el camino más fácil, el que le evite el cansancio mental, una fatiga que de hecho no les compete por ser propia de la razón.


c.      El vómito de las moscas.-

Una actividad muy común en las moscas que debería concentrar nuestro interés es su manera de aglomerarse sobre un gran trozo de dulce, ya que, careciendo éstas de mandíbulas, les resulta imposible que puedan devorar ese suculento platillo. Sin embargo, estos insectos se valen de cierto recurso para lograr su engullir aquella gran masa de azúcar que les aglutina; no importa lo resistente de ese gránulo de sacarina, tan solo con vomitarle encima es suficiente para disolverlo y así la tarea de succión es cosa fácil.

En un informe del  Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria, SENASA, en Argentina, encontramos un dato que vienen a fortalecer lo que se dice en torno al vómito de las moscas en el párrafo anterior:

“La mosca no tiene dientes pero posee una trompa con un sector esponjoso que hace las veces de boca. No puede ingerir alimentos sólidos por lo que para poder hacerlo regurgita (vomita) un líquido que produce en su estómago para humedecer y ablandar el alimento. Esto les permite ingerir alimentos como azúcar, tortas, cremas. Los ablandan y, luego, los succionan”. (www.senasa.gov.ar).

Esta imagen es muy útil para analizar la manera de que los “hombres moscas”  se valen para hacer que ciertos sistemas infranqueables y ciertas personas moralmente verticales sucumban ante su presencia inoportuna y su medrar nauseabundo. Tratándose de grupos,  este tipo de persona busca la manera de penetrar en ellos; desconoce que su capacidad no es apta para semejante lugar, pero insiste en ello, necesita estar ahí aunque no sabe porqué, solamente es un asunto de instinto que se despierta cuando percibe que alguna ventaja instantánea puede sacar de ello.

Ahora bien, en lo que se refiere a verse en un lugar cuyo contexto moral lo componen individuos que optan por cumplir con el deber sobre todas las circunstancias, o sea que no les importa ser perjudicado pues para ellos las normas deben ejecutarse por encima de cualquier situación, en estas situaciones proceden derramando su vómito con el fin de corroer la estabilidad del lugar.  Todo lo echan a perder, nada de lo que encontraron a su paso tiene buen fin, pues lo destruyen todo. Para ellos, en su ninguna capacidad de pensar, la mejor el estado mejor de las cosas es cuando se hacen mal. Tienen que destruirlo todo, convertirlo todo en un desastre: la única norma que les regula es la que ellos crean en su animalidad, aquella que al parecer reza que lo mejor hecho es lo que se hace mal.

No son capaces de medir las consecuencias de sus acciones nefastas. Actúan amparados en un apetito voraz que subyace a toda acción primitivista; están muy por debajo del instinto de supervivencia. Son desconocedores del valor de los símbolos, no saben nada de identidad, parece que deploraran este valor pero no es así ya que, de serlo, dieran el más mínimo asomo de elucubración mental; lo que sucede es que su accionar destructivo es tan natural que parece que lo hicieran adrede, después de una profunda reflexión;  pero no es así, simplemente destruyen, está en su instinto, su poquedad mental no les permite actuar despavoridos, hacen lo que pueden, lo que les es natural, solamente eso.

Allí están, donde no deben; donde su papel es el de importunar el momento de los demás con sus vómitos. Plantean ideas que cualquiera con el mínimo nivel de reflexión sabe perfectamente que todo se trata de un mamotreto, de una soga preparada para ahorcar con ella a quienes cometan el craso error de secundar semejante patochada. Pero sucede que, cuando aparece alguien que los objete desde los umbrales de la razón, se tornan histéricos y recurren a técnicas despreciables como la de retrotraer indelicadezas que sus adversarios hayan cometido con el fin de degradarlos moralmente. Como no pueden descalificar a su contendor mediante argumentaciones racionales debido a su carencia de razón, vomitan sobre ellos todo tipo de insultos y vejámenes; esto es cuando no recurren a la violencia física.

Una táctica muy propia de ellos, cuando están en el poder, o en cualquier posición que remita a ello,  es la permisividad y tolerancia ante los actos de corrupción. Permiten, sin ningún intento de interferir, que quienes medran en su derredor roben, desfalquen, extorsionen, acosen y comentan todo tipo de conductas sancionables con el fin de tenerlos maniatados: les guardan el secreto a cambio de su incondicional lealtad, propuesta que, a la larga, termina siendo una camisa de fuerza pues aquellos, con tantos fallos acumulados, prefieren confabular que verse en boca de todos y en la cárcel.

En otras ocasiones, se valen de datos que versan sobre situaciones truculentas, acciones indelicadas que algunos sujetos, alguna vez en su vida, producto del una borrachera, de una ira o de un desliz pasional, cometieron y así mismo olvidaron por considerarlo irrelevante y de poca monta; subestimación que redunda en su contra ya que cualquier cosa que alterque en contra de nuestra reputación moral puede ser un dardo fantástico que individuos inescrupulosos, si llegan a tener acceso a ello, pueden utilizar para manipularlos a su antojo. Y es esa, precisamente, una de las tretas de las que se valen los las moscas para verter su vómito sobre todo aquél que le resista o se niegue a participar en perniciosas prácticas. Así que, cuando sospechan alguna amenaza en su contra de parte de aquellos, les envían un recado sobre unas imágenes de extraídas del “baúl de los recuerdos insospechados” con una nota al dorso que dice “Tú eliges…”; con una estocada como ésta,  difícilmente encuentre resistencia alguna de parte de su víctima.

Cualquiera, que haya  reparado en inciso anterior, señalaría incoherencia en este ensayo señalando  que lo que plantea no corresponde con el señalamiento a la incapacidad de estos individuos de pensar un plan; que lo que el párrafo exterior señala es una muestra de que estamos ante mentes brillantemente maquiavélicas capaces de perpetrar una acción previamente concebida. Sin embargo, debo decir que la acción no es producto de su entelequia sino de su voraz apetito de poder, apetito que se confunde con su hambre milenaria: pues  esa misma hambre  es el sensor que le advierte que no tiene más oportunidad de saciarse lejos de las inmediaciones del poder.

Las moscas, me refiero a los insectos propiamente dichos, se valen de su vómito para disolver alimentos sólidos y así poder absolverlos. Metáfora que nos sirve para entender situaciones absurdas que presenciamos a diario. Por ejemplo, el hecho de que individuos brillantes, sujetos de quienes no tenemos duda de su capacidad intelectual, merodeen en torno de individuos moralmente abyectos y repulsivos. Basta una lectura al vómito de las moscas para entender  por qué aquellos fueron doblegados y su entereza moral padeció los efluvios del regurgitar  de esos entes despreciables: se vieron maniatados, con su moralina destruida, con su reputación esfinterada.

Los hombres moscas no pensaron un plan; aunque lo parezca, no se trató un una maquinación, no fue nada de eso. Lo sucedido apunta hacia un absurdo: su instinto estomacal; nada más que eso. Cuando se sienten amenazados, cuando su status quo se alerta ante alguna amenaza de exterminio, reaccionan con tal embestida animalesca, propia de una estampida taurina, que destruyen todo lo que encuentran a su paso. No se duda de lo asombroso de su reacción ante el peligro; sin embargo, no son capaces de repetir la acción dos veces; no pueden pues se trata de una reacción instintiva, algo que hicieron producto de una favor que la naturaleza le prodiga para que puedan hacer algo plausible una vez en su repugnante vida. Analicen la historia y obsérvenlo, no pudieron repetir el mismo acto ya que después de ejecutarlo tuvieron que salir del escenario de una vez por toda y dedicarse a deambular funerarios, vertederos y excrementos sociales. Es cierto que el drama se torna un poco largo pero basta un poco de paciencia para notar que todo se trata de un efecto de su brillante estupidez. Efecto que ocurre tan sólo una vez en su absurda existencia.


d.     Carlo M. Cipolla: una lectura a “leyes fundamentales de la estupidez humana”, a propósito de las moscas.

Diferentes tratados, o textos diversos, se pueden hallar en torno a las moscas y a la moralización de este insecto en lo que se refiere a la comparación del la ruindad de algunas personas. Mucho es lo que se ha dicho de este tipo de personas; aunque no siempre se apela al término “mosca” para referirse directamente a ello, por lo menos hablan de su truculenta y quisquillosa personalidad y coinciden, de alguna forma, en su acentuado y pernicioso accionar.

De diferentes maneras se contempla tan repulsiva personalidad: desde lo irónico de las fábulas hasta la metáfora fílmica que nos brinda el celuloide; Alain Poiré, por ejemplo, trata dicho tema en “La cena de los idiotas”, un film en el que se presenta la capacidad que tienen quienes cuentan con el efugio de la idiotez de accionar de manera tan absurda sin reparar en el calibre del daño que infligen a los demás, además de sí mismos.  Es una capacidad asombrosa de llegar al grado más bajo del plano que subyace al de la razón. Estos sujetos no se acercan, ni en lo más mínimo, al tipo de individuo común; son la hechura virulenta de éste. Así lo presenta Carlos M. Cipolla(2004) en su “Allegro ma non troppo”.

Cipolla hace una descripción escueta de la manera como este personaje se maneja en el contexto social; de acuerdo con lo que expone, la humanidad siempre ha cargado y seguirá cargando con el lastre de los hombres moscas, su fetidez seguirá copando la humanidad mientras ésta exista y tenga que valerse de decisiones incómodas.

La humanidad ha tenido suficiente consigo misma desde que la Naturaleza de detestó. Desde su pródiga condición primigenia ha tenido que valerse de múltiples manera para sobreponerse a su estado de abandono. Para nadie es extraño que desde su decisión por desprenderse del cordón umbilical de aquella ha vivido en carne propia la experiencia de fuego del cambio del que nos hablara Heráclito. Según Cipolla:

“La humanidad se encuentra en un estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación deplorable. El pesado fardo de desdichas y miserias que los seres humanos deben soportar, ya sea como individuos, ya sea como individuos o como miembros de la sociedad organizada, es básicamente el resultado del modo extremadamente improbable –y me atrevería a decir estúpido- como fue organizada la vida desde sus comienzos” (CIPOLLA, 2004. Pp. 53).

Lo que expone Cipolla es una síntesis de la historia de la humanidad; es la manera describir con muy pocas palabras el drama del ser humano en su lucha por la sobrevivencia. Sin embargo, el autor citado persiste en hacer más ensordecedor ese triste retrato que hace de la comunidad humana, añade una nota que le da cierto tono de jocosidad a pesar de lo preocupante de la situación que argumenta:

“Los seres humanos, sin embargo, poseen el privilegio de tener que cargar con un peso añadido, una dosis extra de tribulaciones cotidianas, provocadas por un grupo de personas que pertenecen al propio género humano. Este grupo es mucho más poderoso que la Mafia…Se trata de un grupo no organizado, que no se rige por ninguna ley, que no tiene jefe, ni presidente, ni estatuto, pero que consigue, no obstante, actuar en perfecta sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible, de tal modo que las actividades de cada uno de sus miembros contribuyen poderosamente a reforzar y ampliar la eficacia de la actividad de todos los demás miembros” (Op. Cit. Pp. 54).

Como se puede notar, el drama que se describe es como para desistir de cualquier intento de salir de esta letrina en la que estamos sumergidos: por doquier nos encontraremos con individuos que parece, en caso de que existiera el destino, que están destinados a complicarles la existencia a los demás.   Parece que la Naturaleza no se conforma con castigarnos por el atrevimiento de desprendernos de ella; no bastan los huracanes, los terremotos, las intensas horas de calor, los maremotos y múltiples enfermedades; tiene que añadir la azarosa realidad de convivir con esos personajes cuyo medrar asemeja al de las moscas.  Por doquier nos topetamos con ellos, no hay día en que no nos escamoteen con sus ingeniosas propuestas y planes absurdos.

Lo que Cipolla nos presenta nos ayuda a comprender que no tenemos escapatoria, que estamos irremisiblemente condenados a convivir con un tipo de personas que no conceptualiza ni sabe la dimensión de la palabra “prioridad”. Lo que hacen, y no me canso de repetirlo, es empujados por su apetito. Es como si una mano invisible los dirigiera: de ahí que su accionar luzca uniforme, como si todos los de esa especie operaran en un mismo sentido. Pero es bien sabido que lo único común en todos ellos es su personalidad asquerosa, depredadora, corruptora y servil.

Cipolla sostiene que este tipo de personas, a las que califica de estúpidas, son regidas por unas normativas. Pero hay que aclarar, antes de entrar en detalles, que el hecho de que existan estas leyes no significa que haya orden en la manera de proceder de los individuos moscas. Estas leyes son, más bien, una especie de principio o ley natural que los hace actuar así en tanto que el  móvil de sus acciones, como expliqué en incisos anteriores, está presente; desde que éste deje de existir, la armonía se romperá y cada cual volverá a sus andanzas por los lugares más inhóspitos que su individualidad le señale. Sin embargo, ya que estamos condenados a sufrir su presencia en nuestros predios,  hay que echarle y vistazo a las leyes de Cipolla para comprender la razón que los obliga a ser lo que son y a actuar de la manera que lo hacen, pues de esa forma, tan si quiera, tendremos conciencia de la enfermedad que nos mata y, por ende, conoceremos las causas de aquello que nos aniquila.

De acuerdo con Carlo M. Cipolla, los hombres moscas son regidos por “cinco leyes fundamentales” que los obliga, cual mano invisible, a actuar de manera conjunta como si se tratara de un acuerdo ente ellos, como si algún chispazo racional los convocara hacia algún acuerdo lógico. Este tipo de leyes, estas que refiere Cipolla, imperan de la misma forma en cualquier lugar del planeta donde la estupidez sea la manera de actuar de algunos, de muchos o de todos; no importa la cantidad, siempre y cuando se actúe bajo el imperativo de la estupidez estas leyes estarán rigiendo a quienes padezcan de tan desmeritada virtud. O sea, que los que los empuja al aglutinamiento responde únicamente a la fuerza de un empuje instintivo de carácter universal, de modo que todo aquel que se encuentre bajo la misma condición de estos actuará de la misma forma y estará, impulsivamente, donde se encuentren los de su especie.


-.Primera Ley de Cipolla: Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”.

Una de las graves causas de que los hombres moscan hayan ganado terreno en todos los ámbitos del quehacer humano es la que refiere esta ley: la subestimación. Nunca reparamos en la facultad  de reproducción que éstos poseen; además de ser muchos, pueden multiplicarse de manera asombrosa; no les basta con estercolar el lugar que ocupan sino que dejan toda una prole de entes estúpidos que copan todos los sitios donde se hable de liderazgo, sobre todo los de la administración pública; estos hacen de sus progenitores o tutores baluartes de dignidad y decoro, incluso llegan a  desfachatez de autodefinirse como acólitos de ellos además de crear corrientes políticas con el nombre de ellos.

Es extremadamente peligroso subestimar la asombrosa capacidad de reproducción de estos personajes o ignorar que son muchos; basta la común imprudencia de cederle un minúsculo espacio a uno sólo de ellos para que en santiamén miles de ellos, perdonado la hipérbole, saturen no sólo es lugar cedido sino, también, sus alrededores, colmándolos de hediondez y corrupción.

Cipolla añade una nota que hace explicativa su primera ley:

A primera vista la afirmación puede parecer trivial, o sea más bien obvia, o poco generosa, o quizá las tres cosas a la vez. Sin embargo, un examen más atento revela de lleno la auténtica veracidad de esta afirmación. Considérese lo que sigue. Por muy alta que sea la estimación cuantitativa que uno haga de la estupidez humana, siempre quedan estúpidos, de un modo repetido o recurrente, debido a que:
 a) Personas que uno ha considerado racionales e inteligentes en el pasado se revelan después, de repente, inequívoca e irremediablemente estúpidas;
 b) Día tras día, con una monotonía incesante, vemos cómo entorpecen y obstaculizan nuestra actividad individuos obstinadamente estúpidos, que aparecen de improviso e inesperadamente en los lugares y en los momentos menos oportunos.

Ése es el peligro de subestimar el número, lo mismo que su capacidad de reproducción, de las personas moscas, de los estúpidos (de acuerdo con el autor citado). Y es más cruda la amenaza que nos acecha cuando reparamos que estos, una vez que  nos han sorprendido con su presencia en los lugares más inhóspitos, no se retirarán hasta que no haber devorado “el último terrón de azúcar”.

Son muchos, por doquier nos rodean; parecen inocentes, insignificantes y con una marcada apariencia de carencia de sentido para la maldad por lo acentuado de su estupidez; pero  un leve descuido de nuestra parte les es suficiente para infiltrarse en nuestros quehaceres y así hacer de nuestras vidas un infierno. Sin darnos cuenta, nuestra incauta manera de subestimar les ha favorecido sin ninguna planificación, de su parte, ya que semejante desliz, de la nuestra, les permite medrar en nuestros predios sin recibir, tan siquiera, la más mínima muestra de resistencia y desprecio.  Estoy totalmente seguro que, de haber advertido su facilidad de reproducción, nuestros yerros hubieran sido mínimos y ellos no nos estuvieran fastidiando la existencia como hasta el momento lo han estado haciendo.


-.Segunda Ley: “La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”.

Con regularidad, en nuestra propia ingenuidad, incurrimos en el error de asociar la estupidez, algo muy normal en las moscas (así nos referiremos en lo adelante a las personas cuyo accionar moraliza a ese vicho repulsivo), con ciertos rasgos que hacen de quienes los padecen personajes ridículos, propios de comedias cuya finalidad es, además de divertir, cuestionar los frutos que la sociedad presente lega a las generaciones futuras; no es extraños observar en esos alfeñiques que se nos presenta ciertos rasgos que nos hacen pensarlos como estúpidos: voz engolada y grave, aunque algunas veces chillona, de caminar lerdo, la boca constantemente abierta y babeante, mal gusto para vestir, con una peinado pasado de moda, conversaciones y conclusiones absurdas y acciones fuera de contexto. Cuadro que ha sido muy usado para definir e identificar a una persona que, erróneamente consideramos estúpida.

 ¿Por qué erróneamente? Porque el estúpido, esa mosca que nos ocupa en este ensayo, se mueve en nuestro entorno y se confunde con nosotros, desovando en nuestra sociedad, corrompiendo así todo lo que tiene que ver con el bienestar de la colectividad. Hemos errado colosalmente al pensar que la mosca no tiene más capacidad que corromper, que está ajeno a nuestro mundo, que no forma parte de nuestra humanidad, que ese ser estúpido es fácil de advertir. Si lanzamos una mirada a las consideraciones de Cipolla entenderemos el porqué de nuestro yerro, de nuestro error de subestimar la realidad del peligro que, además ocuparnos, nos acecha y amenaza con destruirnos constantemente:

“Tengo la firme convicción, avalada por años de observación y experimentación, de que los hombre no son iguales, de que algunos son estúpidos y otros no lo son, y de que la diferencia no la determinan fuerzas o factores culturales sino los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza. Uno es estúpido del mismo modo que otro tiene el cabello rubio; uno pertenece al grupo de los estúpidos – en nuestro caso de las moscas- como otro pertenece a un grupo sanguíneo. En definitiva uno nace estúpido por designio inescrutable de e irreprochable de la Divina Providencia” (Op. Cit. Pp 58).

Es por eso que a la mosca se le hace tan fácil el vivir en medio nuestro sin ningún tipo de resistencia. En tan humana como nosotros, y puede llegar al  grado de poseer ciertas virtudes, situación que nos hace más difícil el advertir quién es o no es estúpido o, en palabras nuestras, quien es  o no es una mosca: puede tener buen gusto al vestir, ser moderadamente educado en lo que se refiere a los modales, y generoso en lo que se refiere a los regalos;  incluso, puede tener la capacidad de asombrar con sus inagotables fuentes de conocimientos ( que pasa de ser un indefectible  regurgitar, pues no tiene dominio de ello  ni sabe nada lo que dice al respecto).

Cartoon Network, por ejemplo, creó un personaje que concretiza a la perfección lo que en el párrafo anterior se dice sobre el estúpido u hombre mosca: se trata de Johnny Bravo, personaje de buen vestir, peinado a la moda, musculoso e interesado por las cosas de la actualidad; sin embargo, sus reflexiones son absurdas y descontextualizadas; no tarda en deshacer en un santiamén lo que le costó largas horas de trabajo; no tiene n sentido de la prioridad de lo apremiante del momento; en fin ignora absurdamente que es estúpido, que su sola presencia importuna la tranquilidad y el normal desenvolvimiento de los demás. Mientras no abre la boca, resulta un ente atractivo y enigmático, alguien despierta en el otro el interés de conocerle; mientras permanece inerte, asemeja una especie de adonis creado para modelar a los demás el hombre ideal del siglo XXI: gallardo, saludable y enigmático. Pero cuando abre la boca, cuando intenta decir o hacer algo, una bocanada de ideas pestilentes y absurdas hace de quien le sufre víctima del más cruel sacrifico.

El personaje de Johnny Bravo demuestra, a secas, que el estúpido está más cerca de nosotros de lo que pensamos; es una plaga maligna  a la que estamos condenados a sufrir. A pesar de su pestilencia y obscena manera de ser, es inidentificable; solamente un tipo de reactivo lo hace emerger y ser percibido: el poder. Es de la única forma que podemos ver cuán mosca es el personaje bien vestido y educado que nos saluda a la vuelta de la esquina y que está atento de nuestras festividades para agasajarnos con presentes y salutaciones entonadas  y empalagosas. Solamente así podemos percibir que en ese ente grácil, que aparenta ser muy humano, se esconde toda una plaga de pestilente corrupción y conjeturas absurdas.

No obstante, debo admitir que quien reflexiona con seriedad en el asunto suele ser presa de la incertidumbre ya que le resulta difícil elegir entre dos cosas de las que no se sabe cuál es peor: si permitir que el reactivo del poder evidencie la estupidez de las moscas que nos rodean, sufriendo así el castigo de nuestro error, o resistirnos a ello y correr el riesgo de subestimar la posibilidad de que algún día, convocados por su apetito, coincidan en devorarnos y haciendo de nuestra sociedad la pestilencia más grande que jamás haya visto la humanidad en su historia.



-.Tercera Ley: “Una persona estúpida es aquella que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin tener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.

La característica más peculiar de los estúpidos o individuos moscas es que no prevén en el impacto ni la dimensión de sus acciones. Simplemente actúan al margen de las previsiones y sus respectivas complementaciones: no son capaces de reparar en el lugar, si es apropiado o no el espacio en que se encuentran para lo que han de hacer. En ellos, el escrúpulo brilla por su ausencia. Y lo que mejor de todo esto es que, en medio de sus estupideces, dejan salir una sonrisita de satisfacción ya que consideran que lo ocurrido es una genialidad, cuando en realidad sólo se trata de un daño enorme el cual, si no le busca solución a tiempo, dejará graves consecuencias de carácter irreversible.

Igual que sus congéneres, los individuos moscas desconocen el potencial que tienen para desgraciarle la vida al otro: nada más hacen presentarse para que el lugar se torne hediondo y nauseabundo. Como se dijo en incisos anteriores, no s se puede afirmar, absolutamente bajo ningún alegato, que el daño que infligen emane de su intención ya que de ser se trata, entonces, de personas que conocen su condición y el potencial de sus actos. Todo lo contrario, lo que hacen ni siquiera es razonado; es, más bien, una acción que procede de un impulso que ni ellos mismos pueden explicar; ni siquiera tienen ocurrencia. Se trata de actos intempestivos, acciones inoportunas que ejecutan sin ningún alegato ni justificación; actúan así porque  ésa es su naturaleza, no es que se lo proponen; de ser así, evitarían, por lo menos ser perjudicados con ello, situación que no pueden lograr debido, de acuerdo con Cipolla, a su condición de estúpidos. El problema es que ignoran lo que son, por eso no saben, ni en lo más mínimo, lo que hacen: empujados por su condición y desprovistos totalmente de sentido común, incurren en la desfachatez de calificar como acción meritoria el daño irreparable que perpetró contra los demás.

Esta tercera ley no tiene desperdicio pues nos ayuda a comprender la razón de que estos individuos no se cansan de fastidiar el parto ni perciban que están importunando a los demás, que lo que hacen y lo que pretenden hacer no tiene sentido. Es por eso que, en momentos que se requiere un plan de contingencia, ellos aparecen que propuestas absurdas que no tienen ni pies ni cabeza, propuestas que se salen de contexto y que, en vez de proponer soluciones lo que hacen es hacer de la crisis presente un jodido pandemónium.

“Hay que tener en cuenta otra circunstancia. La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está inhibido por aquél sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa  en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente. (Op. Cit. Pp. 77).

José Ingenieros, en El hombre mediocre, elabora cierta descripción conductual que, de alguna manera nos sirve para esclarecer y enriquecer lo que dice Cipolla:

Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su celebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su propia cabeza, renuncian a cualquier sacrifico, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que “hay más placer en marchar hacia la verdad que en llegar a ella”.
Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales a sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el sentido común desbocado, sin el freno del buen sentido. (INGENIEROS, 2003. Pp. 64).

La compañía cinematográfica FOX nos presenta un personaje cuya estupidez lo corona como el  “el rey de las mocas”, el prototipo de los estúpidos. Homero Simpson actúa ajeno a sí mismo y a las consecuencias de sus actos, es capaz de de cualquier cosa: desde sugerirle a su hijo que saque la cabeza por la ventanilla mientras él aproxima el automóvil a los postes de luz que se encuentran en el camino hasta  ocasionarle la muerte a la esposa de su vecino Nerd Flanders, o  de igual forma, ajeno a lo que  hace, disfrutar de los choques eléctricos sin medir las consecuencias de semejante necedad. Y a todo esto se suma el peor de los absurdos sociales: es jefe de seguridad de una planta nuclear. 

La manera como los productores de la FOX nos presentan a Homero Simpson, nos hace pensar que estamos ante un individuo capaz de no ser capaz de ninguna cosa, ante un sujeto que es la negación misma del ser humano, del ente racional. Tan absurda es la realidad existencial de este personaje que su condición de estúpido le incapacita aún para ser villano; si mata, o roba o hace algún mal es bajo la misma condición que hace un  bien, lo hace de naturalmente, sin ninguna dificultad, sin ningún remordimiento o estímulo emocional. En palabras de José Ingenieros, Homero no pasa de ser un hombre inferior, algo, no alguien, que subyace al promedio del común de los hombres:

“El hombre inferior” es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensada por la herencia y que constituyen el “alma de la especie”. Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio social en que vive; su personalidad no se desarrolla hasta el nivel corriente, viviendo por debajo de la moral o de la cultura dominante, y en muchos casos fuera de la legalidad. Esa insuficiente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás y compartir las rutinas comunes. (Ibídem, Pp. 47).


Cuarta Ley: “Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error”.

La democracia es buena y necesaria pues pone en manos del pueblo la decisión de manipular su propio destino; evita que personajes nefastos, como los dictadores, castren la libertad y el derecho que tienen los individuos de elegir y ser elegidos. Es honorable cómo un pueblo decide trazar libremente su camino a lo largo de historia, ver cómo los individuos, a pesar de lo heterogéneo de su carácter, y de la multiplicidad de voluntades, se ponen de acuerdo para normar su diario vivir. Gracias a la democracia la historia se torna divertida y amena pues los choque de intereses hacen de las sociedades culturas pujantes.

Sin embargo, la democracia adolece de cierto mal: hace que los ciudadanos incurran en errores que, una vez cometidos, se constituyen en la vergüenza sempiterna de los ciudadanos quienes tienen que cargar con las  consecuencias de tan grande yerro. Pues el lado flaco de la democracia es su propia virtud: es un sistema abierto en el que todo el mundo, sin importar su capacidad para ello, tiene la libertad de elegir y el derecho de ser elegido. No importa quién sea (pelele, truchimán, chupamedias, zampón, simplón, estúpido, imbécil, sátrapa, idiota, pusilánime o cualquier otra cosa que remita a una personalidad abyecta y nauseabunda) todos, según el esquema mental de la mayoría, tienen el derecho a regentear la voluntad de los demás, de imponer sus criterios. De hacer de las cosas normales un pandemónium, de amargarle la existencia a cualquiera.

La democracia, hasta cierto punto, ha sido desvirtuada; se le ha conferido un sentido coloquial, ese que la mayoría acoge a su conveniencia: se le ha aprehendido y aprendido como el derecho que tienen todos a hacer lo que mejor le parezca, así como a tener derecho de hacer con la cosa pública lo que le plazca, sin importar la relación que ello guarda con la ley. Se trata de una conceptualización gremialista en la que se concibe el asunto como un derecho adquirido mediante la pertenencia a un grupo equis; o sea, que no importa  que el aspirante a gobernar, por ejemplo, sea un estúpido o el soberano de los idiotas, si pertenece “al grupo” se encuentra “legítimamente” apto para ejercer el poder ya que ése es su “derecho”.

Pero el asunto es mucho más grave de lo que hasta el momento se ha reflexionado ya que lo complicado de la democracia se acentúa aún más cuando está viene mezclada con la compasión. Cuando esto sucede es porque nos encontramos en el centro de lo absurdo, pues si el estúpido, o cualquiera de sus congéneres (imbécil, idiota, gañán, chupamedias, entre otras criaturas abyectas), no ejerce el derecho por descalificación intelectual, se le confiere de forma convencional ya que “da pena verle luchar con tanta insistencia por algo que no logra alcanzar”; así que, amparados en este argumento, más que convencional, estúpidamente pasional, se le entrega en “bandeja de plata” el destino de la empresa y el bienestar de los demás. Así  que, de manera liviana, al margen del pugilato y únicamente amparados en una insistencia mosquil, los estúpidos asumen el poder, el mando. Fue su insistencia la que le abrió paso, pero no se trata de una insistencia maquinal sino natural, algo que viene en ellos que les empuja a ser así, sin explicación alguna.

Ahora bien, una vez que los moscas se hacen  del poder sucede emprenden una serie de acciones absurdas que, en vez que redundar en pro del bien común o de ellos mismos, agudizan la crisis existente o hacen de lo que estaba bien un jodido retrete colosal; pues su estupidez es tan magra que ni si quiera ellos mismos se salvan del mal que, sin proponérselo, han creado.  Pero ¿de quién es la culpa? ¿Quiénes son los responsables de tan grave error? La respuesta debe ser introspectiva ya que el descuido y la dejadez, así como la relajada manera de entender la democracia, de parte de los que no son estúpidos,  además de su sentido desmedido de compasión,  han ayudado a dejar en manos inapropiadas e ineptas el bienestar de todos.

Hay errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de la pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más disfrazados, no se conoce el motivo que habrá falseado el juicio. Desgraciadamente los hombres de elevado talento adolecen muy a menudo del defecto que estamos censurando. Dotados por lo común de una sensibilidad exquisita, reciben impresiones muy vivas, que ejercen grande influencia sobre el curso de sus y deciden de sus opiniones (BALMES, 1968. Pp. 146).

A esto hay que añadir lo que Cipolla apuntala en la Cuarta Ley acerca del peligro que representa el  asociarse al estúpido, no importa la condición; considera que una acción así se torna errática y suicida. Es por tal razón que advierte sobre tan fulminante peligro cuando dice:

A veces se puede caer en la tentación con un individuo estúpido con el objeto de utilizarlo en provecho propio. Tal maniobra puede tener más que efectos desastrosos porque: a) está basada en la total incomprensión de la naturaleza esencial de la estupidez y b) da a la persona estúpida oportunidad de desarrollar posteriormente sus capacidades. Uno puede hacerse la ilusión de que está manipulando a una persona estúpida y, hasta cierto punto, puede incluso que lo consiga. Pero debido al comportamiento errático del estúpido, no pueden prever todas sus acciones y reacciones, y muy pronto se verá arruinado y destruido por sus imprevisibles acciones (CIPOLLA, 2004. Pp. 80)

Si es un peligro subestimar la personalidad del estúpido, mucho peor el asociarse, y peor todavía es confiarle alguna responsabilidad de gran envergadura amparándose en un sentimiento de lástima. “A lo largo de los siglos, en la vida pública y privada, innumerables personas no han tenido en cuenta la Cuarta Ley Fundamental y esto ha ocasionado pérdidas incalculables a la humanidad” (Op. Ct. Pp. 80). Jaime Balmes plantea:

Es cierto que la libertad es un derecho que nos pertenece a todos por el mero hecho de nacer, por nuestra condición de “ser humano”; pero ese derecho a ser libre guarda cierta restricción en lo que se refiere al bienestar del “otro” quien, a su vez, en su libertad, está constreñido a respetar a los demás que advierten de su condición. Así que, tomar decisiones livianamente, sin reparar en el impacto de ella son indicios de necedad desmesurada; y es precisamente lo que hacemos cuando, atravesados por un sentimiento de compasión y lástima, nos atrevemos a ponderar el derecho de las moscas a inmiscuirse en las cosas de interés común. Es mejor dejarles seguir su camino de inconsistencia, dejarles merodeando sin éxito alguno; algún día, producto de su propia naturaleza, dejarán de insistir o quizás la muerte les confinará en el olvido; pero nadie saldrá perjudicado, todos seguiremos ilesos viviendo nuestra cotidianidad.

Por más cruel e inmisericorde que suene esta sentencia, los moscas no tienen más derecho que completar la estadística de la humanidad, y no tienen más derecho que ser depositaria de tanta enfermedad moral, a pesar de que, como planteara Cipolla,  desconocen su  intransferible condición  de estúpidos. Por más oportunidad que se les confiera, no dejarán de ser lo que son. Por más fe que se tenga, no sufren transformación hacia el bien y, por lo tanto, no dejarán de desgraciarles la vida a los demás. Por más esperanza que se deposite en el porvenir de la humanidad, no cesarán de corromper todo lo que encuentren a su paso. Y por más confianza que se tenga en la fuerza del cambio, no dejarán de ser estúpidas, siempre seguirán portando los gérmenes que corrompen a la colectividad.

Sin embargo, no obstante todo lo que se dijo de la Cuarta Ley, hay algo que es muy relevante comentar antes de proceder con la siguiente ley: se trata del absurdo en que incurren las personas entendidas, ecuánimes e, inclusive, intelectuales al girar en torno de los moscas, de esas personas cuyo prestigio social reside en su estupidez. Es abrumadoramente irrisorio percibir como personalidades que gozan de prestigio en el mundo de la intelectualidad renuncian a su dignidad para volverse apologetas y bufones de individuos en quienes la razón y la pulcritud intelectual escasean ostensiblemente. Quizás, para muchos este argumento resulte una exageración lo que se plantea en este párrafo o, tal vez, algunos, saturados por ese vahído de lástima hiperbólica, adviertan una especie de segregación, pero nadie puede ser indiferente ante una acción tan grosera como la de que personalidades cultas e instruidas se presten para hacer las veces de lazarillos de estos estúpidos. 

No hay forma de explicar las causas de que esto suceda; se entiende que sea a la inversa ya que esas alimañas necesitan sobrevivir en este mundo de competencia, pero lo que no se entiende que es que individuos que, a pesar de su condición de libres pensadores, renuncien a tal condición para alquilarse a estos entes nauseabundos. Tal parece que ni libros ni su formación su formación intelectual pudieron despertar su conciencia ni acallar su hambre milenaria.



Quinta Ley: “La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe. El estúpido es más peligroso que el malvado”.

Volviendo al caso de la subestimación, el error de los no estúpidos es que, al subestimar la personalidad del personaje que nos ocupa, dejan asimismo de lado el potencial que éste tiene para arruinarles la vida, lo que les hace vivir desprovisto de todo cuidado, a merced de las estupideces de estas moscas. Si aquellos fueran cautelosos, si tan sólo hubieran tenido un dado de celo respecto a su bienestar, habrían reparado en lo mortecino del trato cercano con estos entes y, por ende, protegido contra cualquier acción dañina e irreversible de éstos. Pero el descuido hace vulnerable a quien lo sufre, y eso es lo que sucede con los no estúpidos, con aquellos hombres y mujeres que, agazapados por una ráfaga pasional, permiten que sus espacios sean infestados por individuos moscas, personajes estúpidos que, que además de ignorar lo que son, tienen la virtud de corromper todo lo que está  a su paso.

El descuido, originado por la subestimación, ha sido el nexo entre los estúpidos y el éxito. Si los responsables del bienestar de nuestra sociedad hubieran tenido un poco de tacto y, a su vez, reparado en el alto grado de venenosidad de los moscas, hubieran procedido con premura a crear normas que regulen la presencia de estos con el fin de no permitirles que incidan en la sociedad con sus “patas llenas de gérmenes antimorales”. Pero no ha sido así, sino todo lo contrario, se les ha subestimado y entregado en libre voluntad, lo que ha costado tanto sacrifico.

Sólo el descuido ha sido la garantía de que las personas moscas llegaran al sitial en el que actualmente se encuentran y de, una vez allí, infestaran los espacios de poder, tanto de la cosa alguno, ni ha sido producto de la casualidad que se apoderaran de los espacios reservados a las personas de sentido común; ha sido resultado de un descuido irrisorio que se incubó en las mentes racionales cuando éstas eran invadidas por una ráfaga pasional y lastimera. Fue ese sentimiento de lastima excesiva y desenfrenada el que neutralizó la mente del ciudadano promedio impidiéndoles ver el enorme peligro que se avecinaba.  

Gracias a esa ingenua manera de no considerar el impacto de las cosas, ahora nuestras vidas se encuentran en constante amenaza, además de estar sumergidas en el peor de los desaciertos.  No hay escape, no hay salida, estamos irreversiblemente sumergidos en un  verdadero retrete construido por nosotros mismos. No nos queda más que sufrir las consecuencias de nuestro propio desatino, la vergüenza de nuestra irresponsabilidad cuyos recuerdos nos mortificarán mientras perdure en nuestra memoria que fuimos capaces de concederle a una retorcida figura la oportunidad de jugar con el bienestar común. Ahora, gracias a nuestro desatino y a nuestra manera de cualquierizar las cosas, nos queda  la Amarga experiencia de ser los verdaderos artífices de un plan perpetrado contra nuestra propia integridad; es como si recreáramos lo dantesco de los infiernos de la divina comedia: o sea, atormentados por esos recuerdos que hacen las veces de demonios.



Clasificación de “los moscas”.-

No está de más advertir que de la manera en que las moscas se clasifican, según sus las funciones que les designó la naturaleza, de igual forma los hombres moscas se estereotipan en virtud del estilo en que medran en la sociedad que tiene que sufrirles. Semejante comportamiento, a pesar de lo risible que resulta al hora de abordarlo, no deja de ser interesante no obstante el criterio de verdad que de por sí posee. O sea que, en la medida que los núcleos sociales se pluralicen la variedad de estos individuos será cada vez más numerosa ya que no extrapolan su espacio de acción, esto se debe a  que su alto grado de estupidez les traza parámetros impidiéndoles así extrapolar nuevos horizontes.  

Es cierto que lo que se ha dicho de este espécimen es más que suficiente para advertirlo en cualquiera de sus acostumbrados movimientos en pro de saciar su hambre milenaria, sin embargo, heteriotiparlo nos hace más fácil el descifrar ese enigma que suele tejerse en torno a su personalidad, la que de alguna forma, además de asquerosa y molesta, nos resulta inesquivable debido a la crisis espiritual que nos ha tocado sufrir. Porque, a pesar de que todos los que adolecen de esta personalidad pertenecen a un mismo género nauseabundo, hay algo muy particular que les lleva a ser muy diferentes entre sí, situación que nos exige hacer cierto detenimiento con el propósito de aclarar que su comportamiento no es homogéneo aunque posee una misma finalidad insospechada: corromper todo lo que encuentran a su paso.

Diferentes autores, en lo que se refiere a los insectos, hablan de ciertas variedades de moscas cuyas características les son particulares. M. Lee Goff, por ejemplo, en “El testimonio de las Moscas”, hace una clasificación que, de alguna forma, nos resulta muy útil en esto de hetereotipar a los individuos mocas cuya presencia infesta y contamina nuestra realidad social. Una breve inspección de casa uno de estos tipos nos son sirven para entender la versatilidad de esta especie en cuanto a su accionar se refiere.

-.Phenicia Cuprina. Mejor conocida como mosca azul; de este tipo, Lee Goff sostiene que:

 …Dependen de la materia en descomposición para alimentarse.  Esta moscas son agresivas en su búsqueda de restos humanos y animales, y suelen aparecer a pocos minutos de acaecida la muerte. Durante las dos primeras semanas de descomposición, las moscas azules (…) suelen ser los indicadores más precisos del intervalo postmortem. (GOFF, 2002. Pp. 13).

Elevando al plano de la persona esta descripción nos encontramos de frente con un personaje cuya estupidez no le exime de valerse  de la desgracia de los demás con la finalidad de saciar su voraz apetito; el sentido común les es adverso, gracias a su condición. Desde que la desgracia toca a la puerta del otro, aparecen en un santiamén y, una vez allí, hacen más insoportable el sufrimiento de aquellos.

Hay que advertir que este tipo de personas solamente frecuentan los lugares de la élite: a pesar de que la putrefacción moral puede suceder en cualquier lugar, el ambiente linajudo es de su predilección ya que les resulta más fácil escalar sin tener que pasar por la tortuosa situación de tener que demostrar capacidad y eficiencia. Son especialistas en la adulación y el tumbapolvismo; hacen lo que sea con tal de lograr un ascenso, no tienen el menor escrúpulo cuando de ello se trata. No conocen de lealtad ni se interesan por saber la importancia de una verdadera amistad; renuncian con suma facilidad a todo aquello que represente un obstáculo entre ellos y “eso que se llama éxito”. Son violentos e inescrupulosos en lo que se refiere al manejo del poder: se aprovechan de su condición para hacer valor “eso que llaman verdad y de lo que se creen únicos portadores”, pues cuando advierten que alguien les obtempera responden al desafío con una cancelación o con una disminución del salario. Suelen ser cariñosos con quienes ostentan rango, aparentan amarles desproporcionalmente, tanto que su nombre es su boca asemeja a una letanía, pero en el fondo todo se trata de una treta para solidificar su cargo o para granjearse un aumento.

A pesar del lugar en que se encuentran, no importa el contexto, son brutos y estúpidos al mismo tiempo, pues el puesto no es producto de algún mérito personal sino de la traición, la imprudencia y el oportunismo. Quizás, para no ser tan agrio con este tipo de parásito, alguna relación a nivel de cúpula religiosa le valió el cargo. Hay veces en la que procuran lucir amables, complacientes o tiernos, pero su ruindad es tan latente que lo que hacen es acrecentar esa deplorable personalidad que les inviste. Vale más un resabio o una grosería de ellos que cualquier gesto de comprensión o ternura: pues, a la larga, la decepción es menos azarosa y se evita el desengaño.

-.Los piofílidos. Este tipo de individuos son de aquellos que se rigen por la ley del menor esfuerzo; distinto a los individuos del grupo anterior, prefieren vivir del esfuerzo ajeno. Son miméticos por excelencia: adoptan culturas y costumbres anejas sin importar las consistencias ni las consecuencias de estas. Hablan de cuantas cosas se les ocurre, pero no porque conozcan del caso de primera fuente o que lo hayan leído sino porque alguien se lo contó. Adolecen del “complejo de Guacanagarix”: se sienten magnánimos cuando refieren cosas de personas extranjeras a las que consideran admirables y expertas por el simple hecho de manejar la “fórmula del agua tibia”  o por descubrir el “helado de paleta”. No saben ni un carajo de lo que hacen pero disfrutan de un puesto que, de igual forma que los moscas azules, obtuvieron como producto de su cabildeo y lambonismo desmesurado. Una descripción originaria de Lee Goff sobre las moscas de la familia de los piofílidos nos resulta atenuantemente oportunas  para fortalecer el símil que por el momento nos ocupa, pues nos permite entender con facilidad el por qué esas personas a las que nos referimos carecen de la virtud, si así se puede decir, de que pueden ascender socialmente, a pesar de su rampante estupidez y de su desgano para hacer bien las cosas y por libre voluntad.

Dice el autor:
Estas moscas se llaman comúnmente moscas del queso porque prefieren comer alimentos almacenados, sobre todo queso. Las larvas de las moscas del queso tienen una manera exclusiva de salir de su fuente de alimentación –habitualmente un cadáver- antes de entrar en la fase de la crisálida, durante la cual se transformarán en adultos. La larva se arquea hacia atrás y agarra sus papilas anales –los lóbulos carnosos que sobresalen del cuerpo, cerca del ano- con los ganchos de la boca. Entonces flexiona los músculos, suelta el agarre y sale disparada por el aire. Una vez fuera del cadáver u otra fuente de alimentación, entra en la fase de crisálida (Op. Cit. Pp. 14).

Ninguna descripción más pertinente para explicar el ascenso sorpresivo de individuos cuya única virtud consiste en valerse del esfuerzo y el mérito ajenos. Ninguna otra otro símil más adecuado para explicar la asquerosa manera de crecimiento de semejante trepador social. Muchas veces nos engañamos viendo a la “crisálida”, aceptamos en nuestros predios, sin remilgo alguno un ente cuyo pasado desconocemos; pero basta un simple diálogo o una simple pregunta acerca de su oficio para percatarnos de lo ruin y abyecto de su formación, no hay que esperar demasiado para que su verdadera personalidad ponga en evidencia la podredumbre que conforma la personalidad de quien otrora se nos presentó como triunfador, competente y ejemplar. Es cierto, no se vale de la desgracia ajena para escalar, pero es un oportunista que se vale de lo merito y del trabajo ajenos para los fines que se les ofrezcan. Es un oportunista que, aunque nunca hace nada que valga la pena, siempre sabe cómo atribuirse el éxito de otro sin que sea advertido en su desfachatez.   

Pasan por desapercibidos, y cuando advertimos su presencia, por alguna casualidad es demasiado tarde pues el daño ha gangrenado nuestro espacio; ahora todo es fetidez, nada más solución que la paradoja de prolongar el sufrimiento con la finalidad pretender evitar un fin que de cualquier forma nos sobrevendrá: las instituciones no sirven, el Estado no garantiza nada a sus ciudadanos; solamente poseemos instituciones infestadas de estúpidos que cada mañana se levantan con la esperanza de devorar al final de mes un cheque que nunca trabajaron, un salario de un oficio que nunca ejecutaron por desconocer de qué se trata; devengan un salario cuyo precio tuvo que pagar algún ingenuo. Lo han copado todo, no nos queda más alternativa que tener que soportarles día tras día mientras cínicamente celebran que devengan un lujoso salario sin ser profesionales, sino solamente allegados y amigos del jefe. Todos sabemos que son brutos, neófitos en cuanto al cargo que desempeñan, que su puesto en la empresa es ornamental, que los reyes de los estúpidos, que es evidente su brutalidad a pesar de su enorme esfuerzo en demostrar que son peritos en la materia…Todos lo sabemos, el problema es que nadie quiere enfrentarse con los protegidos del jefe. Por eso, es mejor sufrir su presencia que arriesgar el pellejo.


-. Los jejenes. En consonancia con lo que Goff (Pp. 66) nos presenta, esta clase de moscas es igual de perniciosa; como  las moscas azules, se alimentan de la desgracia ajena con la pequeña diferencia de que es menos evidente. Nadie puede advertirles más que cuando nos importunan cuando advierten que su modus vivendi empieza a peligrar de alguna forma. Estos operan en la clandestinidad, se prestan para hacer las veces de espías, chivatos o soplones. No conocen otro tipo de lealtad que aquella la circunstancia les exige: son leales al jefe, por ejemplo, mientras éste ocupe el cargo, desde que dejan de serlo se orientan hacia el nuevo mandamás. En otras ocasiones, cuando el olfato les avisa que el cambio que se avecina es indetenible, comienzan a dar visos de inconformidad, pero lo hacen en momentos en que se encuentran rodeados de otras personas, esto se debe a su habilidad de medrar al amparo de la sombra de los otros para no ser vistos y, por ende, evitar ser descubiertos. Cada vez se tornan más insoportables según  aumentan en número; se reproducen con facilidad y se dan a la tarea, a pesar de que destruyeron todo lo que estaba a su paso, de prolongar su estancia para valerse de la historia de aquello que era para estafar a los demás. Son esos que con en nombre de la patria nos hablan largamente de sus heroísmos, contando detalles cargados de exageración y melodrama.

Su peligrosidad estriba en que, igual que los jejenes biológicos, son subestimados en consideración de su tamaño; y ahí reside nuestro error pues tal acción les permite jodernos la existencia con mucha facilidad sin que les presentemos alguna objeción al respecto. Están entre nosotros, infestando de contaminación todo lo que nos es útil y necesario; a todo esto hay que sumarle que se multiplican vertiginosamente sin que reparemos en ello; por eso nos sobreviven y sus herederos son cada vez más y nosotros, en cambio cada vez menos. Nos multiplican en número, gracias a nuestro exagerado concepto de la tolerancia.

Son prestos para hacer las veces de soplones, chivatos, lambones y aduladores. Su filosofía de vida es defender su “pan nuestro de cada día”; desde aquí se descantillan y basado en este principio actúa frente a la sociedad y a los demás. Su fidelidad depende del beneficio que obtengan de la persona que tienen en frente; si ésta, por alguna situación llegara a verse sin dinero, aquella mosca desaparecerá y rondará en torno de otra que le permita darle consistencia a su parasitaria vida. Tienen la habilidad de arrastrar consigo a cuantos familiares y amigos tengan a las empresas en las que laboran, especialmente en las empresas estatales; es por eso que se tornan un poder y resulta tan difícil prescindir de ellos, por lo tanto, muchas veces se prefiere tolerar sus indecencias que acarrearse una revuelta masificada.

-. Los estercoleros. Son el estereotipo de de las moscas del estiércol. “…No suelen ser el primer grupo de moscas que llegan al cadáver y generalmente y generalmente siguen a las moscas azules en el modelo de sucesión (GOFF, Pp. 148). Si tomamos en cuenta esta aseveración y la usamos como metáfora, estaremos frente a sujetos que se, aunque no tengan nada en la cabeza, tienen la habilidad de andar tras aquellos cuyo papel es infestar los espacios públicos y echarlos a perderse con sus estupideces.

Los moscas estercoleros son aquellos individuos que no tienen el más mínimo pudor de ponerse al servicio de los poderosos para los trabajos sucios que se presenten. No les tiembla el pulso para quitar del medio a quienes importunen a su jefe; éste no ha terminado de decir que alguien le molesta cuando aquellos ya han disparado del gatillo o lo han colgado en la rama de un árbol que vieron por el camino.

Pero no sólo “quitan del medio”, también destruyen moralmente: son espías de pasiones, es decir que se aprovechan de las desventuras que algún despistado tenga y con pruebas de diversos tipos lo extorsionan para que se unan a su jefe o se quite de su camino. Y lo mejor de todo esto es que no lo hacen para alcanzar cargo sino para granjearse el favor del jefe de los estúpidos que requiere de sus servicios. Muchos van aún más lejos: ofertan a sus esposas y a sus hijas como juguetes sexuales sólo para caer bien; la Dictadura de Trujillo está plagada de esos ejemplos.

Son perfectos para el auge de la corrupción en lo que se refiere a las empresas estatales pues suelen ser nexos entre el los que extorsionan y los extorsionados. Hablan al oído, advierten a sus víctimas de lo que le sucedería si no acceden a realizar algún pequeño favor al jefe; le dicen que perderán el puesto y que, a su salida, les antecederá una mala recomendación con el fin de que no consigan empleo. Muchas veces con camicaces de la destrucción moral, tienen la virtud de matar moralmente a quienes les resisten o de destruir las ilusiones de quienes prefieren  crecer lento pero acorde con los valores que le fueron inculcados.  

Para ellos lo más noble es estar al lado de alguien famoso, ahí reside el mayor logro de sus sueños; no importa que su papel sea el de matón o el de muchacho de mandado, lo que impacta, según su pobre visión del mundo que les rodea, es que están al lado de alguien muy importante que requiere de sus “servicios especiales”; nada más importa, nada tiene mayor relevancia y nada le da más sentido a su vida que eso: ser “el lleva y trae de alguien muy importante”…No importa que ese alguien sea narcotraficante, matón, ladrón, trepador social o cualquier cosa que atente contra las buenas costumbres. Tanto mejor si de eso se trata, así tendrán algo que asombre a los incautos cuando refieran lo que son o lo que eran.

-. Los moscas  de espejuelos. Es un grupo muy característico, no aparece en el escenario social hasta estar bien seguros de poder pescar en mar revuelto. Les favorece el desorden, mejor dicho, la situación que no tiene remedio, pues es ese el contexto que les permite ser lo que son, desarrollar su personalidad abyecta sin que nadie los repruebe; y así será, nadie los sancionará, nadie se detendrá a invalidar sus funciones por excesos de estupidez e inoperancia pues el momento de conflicto que se vive no da lugar para tales cosas, sólo se sabe que están allí, que “algo hacen”, que desempeñan algún papel en el grupo o en la empresa, entre otras cosas. Sin embargo, ¿por qué elige trabajar o formar parte de un grupo de personas en conflicto? ¿Qué  beneficio recibe por estar en una empresa cuya ruina es indetenible?

Basta agudizar el entendimiento para comprender, en primer lugar, que no se trata de una actitud de desprendimiento sino de una natural manera de sacar ventaja pese a la desgracia que nubla el sentido común de los demás. En situaciones como esas se puede extorsionar, acosar, mentir, expoliar y hasta salirse con unas que otras patrañas sin recibir el más leve regaño; y nadie lo hará porque todos, absolutamente todos, estarán muy ocupados en proteger su individualidad y lo que haga “aquél estúpido” es lo que menos importa; además, de cualquier modo la empresa se irá a la  quiebra y lo que aquél haga o deje de hacer no  detendrá la ruina que se avecina, dirían los que por casualidad se apercibieren del ser nefasto que medra en medio de ellos. Pero se yerran al actuar así al respecto pues abren el camino a que los sigan expoliando, a que sigan depredando lo poco que queda del patrimonio de la sociedad o del conjunto de individuos que pusieron su fe en semejante proyecto.

Hay algo muy paradójico en todo esto pues estos individuos, pese a que no entienden el sentido de la expresión “mar revuelto ganancia de pescadores”, demuestran lo contrario pues sus acciones se ajustan perfectamente a la misma. Parecen conocedores de tal sentencia, pero no es así, la vivencia de tal predicamento es algo natural que su estupidez les empuja a disfrutar de lo que desconocen gracias a su voraz apetito y a su hambre milenaria. Las hienas constituyen el mejor basamento para fortalecer este argumento: su risa no es producto de la comprensión de un chiste, es el ruido que emiten cuando se encuentran frente a un suculento festín de  carroñas.

-. Los depredadores. Acerca de las moscas depredadoras Goff plantea que éstas “…aunque prefiere(n) la carroña, (son) capaces de cambiar de actitud y si se agota esta fuente de alimentación, se convierte en un depredador, y una de sus presas favoritas parece ser la (mosca) Chrysomya megacephala. (Op. Cit. Pp. 34). Si asumimos esta descripción como apropiada para los fines de este ensayo, no tardaremos en concluir que el personaje que describimos no nos es ajeno ni en lo más mínimo ya que lo hemos visto accionar en los diferentes espacios que frecuentan los diferentes núcleos de personas.

Son esos sujetos que permean en todos  los espacios sociales sin el menor sentido de la lealtad ni de la experiencia de una amistad sana y desinteresada de su parte. Tienen amigos que les valoran, que creen en sus proyectos y lo arriesgan todo porque creen en sus proyectos; pero aquellos, cuando huelen el peligro, negocian el pellejo de quienes les juraron lealtad. Los venden, los usan como instrumento con el único fin de lograr lo que se han propuesto. En fin, tratan a los demás como medio, pero no porque así se lo han propuesto sino porque su estómago así lo ordena. Son orientados por ese apetito voraz que los orienta al poder, o a cualquier lugar que tenga que cifre su bienestar inmediato. Recordemos que en su especie el sentido común es ausente, que nada que tenga que ver con la razón los conmina actuar, sino que el instinto funge en ellos como sensor y por esta vía se conducen moral y cognitivamente.

En fin, son leales únicamente a su instinto de supervivencia, y son capaces de utilizar a cualquiera como emergente para no sufrir sus propias desgracias; no hay proyecto a salvo con ellos, no importa que algo esté funcionando bien o que haya sido eficiente en su uso, si tienen que echarlo todo a perder lo hacen sin miramientos pues están orientados por su brutalidad y su desmedido apetito primario. No conocen nada sobre el bien común; todo lo contrario, todo eso es destruido a su paso. Pervierten el orden establecido, ponen el mundo patas arriba; comienzan de cero pero por pura desorientación, no reparan en que se debe dar continuidad a lo que estaba encaminado, pero su nulidad mental no les deja ir más allá de su apetito primitivo y voraz.

Resulta relajante verles en sumergidos en un intento sobrehumano por elaborar un argumento: exageran en la dicción, sobreactúan en lo que se refiere a las gesticulaciones buscando una pose de intelectual, figura tomada de algún cliché televisivo, o de algún personaje de ficción; plagan de citas sus discursos, la mayorías extraídas de algún libro que en antaño leyeron milagrosamente y que repiten como cotorras desenfrenadas. Y, después que han concluido su teatro, miran a su interlocutor con cierto aire de satisfacción, asumiendo que su arenga fue lo bastante contundente; no se percatan del disparate que dice; hablan sin parar, pero, en vez de enunciados coherentes, emiten simplemente sonidos con el único propósito de engatusar a su víctima.

Hay que mostrarse desconfiado ante cualquier gesto amistad, respeto o admiración de su parte: se trata de argucia, de alguna treta que trae entre mano. Su manera de elogiar y de reconocer virtudes en los demás es pura demostración de hipocresía: mientras el otro asimila sus elogios, pondera con benevolencia su respeto y se confía de su amistad, ellos elaboran una manera de deshacerse de éste presumiéndolo un obstáculo para un proyecto cuya consistencia es absurda y enmarañada. Por tal razón, para inmunizarse contra su arenga venenosa, lo mejor es mantenerles a distancia y desestimar cualquier manifestación de estima y respeto.

Eso de hablar de bienestar común, de amor a la patria, de valores morales, de ejemplificar para las generaciones venideras, todo eso es pura patrañas; son enunciados emulados, simplemente eso, palabras que oyeron en otros sitios y repiten sin saber lo que significa; de no ser así, entenderían que el bien común está por encima de cualquier pretensión individualista y, en consecuencia, no fueran artífices de la traición ni del desfalco. Pues son traidores, confiarles el bienestar de los demás equivale a un homicidio en masa ya que con ello nada tiene un final feliz, ni si quiera aceptable.



“The Fly” o la transformación del intelectual en estúpido.-

Ya se ha señalado en este ensayo el lado flaco de los hombres moscas en lo que se refiere a la virtud de pensar, éste es un beneficio del que, según parece, la Naturaleza les ha privado confinándolos al imperio del instinto. Nada de lo que hagan, por más acertado y racional que parezca, procede de su entelequia sino de su apetito y de su instinto de conservación. Están ahí como si se tratara de una treta del destino contra la humanidad. Nacieron siendo así, así vivirán en medio nuestro y así morirán: solamente están ahí, y su papel es elevar a la condición de utopía el sentido de la vida. Tienen una línea existencial trazada: hacer que la comunidad en la que vivan se convierta en un verdadero infierno; y todo esto al margen de la intencionalidad pero al alcance del instinto. Ese es su papel en el mundo, ése es el sentido de su vida.

Es entendible el recorrido del estúpido por la vida, es comprensible su medrar en un mundo que de por sí ya está hecho un verdadero desastre, desastre que empeorará según incremente la población de los hombres moscas en las estadísticas de la humanidad. Todo esto se puede entender sin mucho esfuerzo: basta detener la mirada para observar su accionar y así tener una lectura panorámica del asunto. Contrario a esto, hay algo que para asimilarlo hay que volver una y otra vez sobre la situación pues su complejidad, hasta cierto punto, demanda de un sentido de percepción muy agudo puesto que se trata de algo que equidista entre lo absurdo y lo congruente: nos referimos a la trasformación del intelectual en mosca, o sea, la degradación a la condición de estúpido. Proceso que se puede apreciar adecuadamente en The Fly, un film de David Cronenberg.

The Fly, una historia de George Langelaan, relata la historia de un científico (Seth Brundle) cuya obsesión era el tema de la teletransportación, el cual era objeto de su investigación; para esto había creado unas cápsulas teletransportadoras, invento que había ido mejorando con miras a perfeccionar su uso con personas. Pero, acuciado por la pasión, pues se enamoró de una reportera, y enceguecido  por los celos, decidió teletransportarse sin reparar en una mosca que estaba con él en la cápsula de experimentación, siendo esto el punto de partida de un desastre totalmente inesperado: una fusión. Se trata, más bien, de una degradación moral.

Si se mira el film con detenimiento,  resulta fácil observar cómo una persona de ciencia que vive de su intelecto involuciona hacia una personalidad nauseabunda y ruin: se transforma en un hombre mosca. La mutación es progresiva y lo intelectual subyace a lo instintivo; cada paso involutivo que nos narra el film encierra una aplicación degradante para la vida de Seth Brundle, pues, en la medida en que los genes de la mosca se van desarrollando, su yo moral pierde fuerza: su percepción de la vida y el respeto por los demás se pierde en la abyección. 

El film comienza presentándonos el escenario, el hábitat, de Seth Brundle; allí está rodeado con personas de su tipo, comparte con los suyos; el ambiente se presenta calmado, con música de sobremesa, con bebidas que se sirven a moderación y que los interlocutores disfrutan a medias pues el diálogo se impone sobre lo bacanal. La sobriedad y parquedad que resaltan en esta escena son signos de una personalidad moralmente equilibrada con dominio de sus pasiones, pues ni siquiera cuando la reportera, en un momento de la conversación, subestimó la seriedad de su investigación manifestó ningún dejo de molestia; todo lo contrario, le enrostró de manera simulada que él tenía lo que ella buscaba para su ensayo; “ellos no trabajan en algo que cambiará el mundo…Ellos mienten, yo no”, fueron sus palabras con las que se impuso su criterio sobre la reportera.

Esta primera etapa de este personaje representa al individuo que es dueño de sí, que se encuentra en lo que Kant denomina mayoría de edad: aquí el individuo es dueño de sí mismo y asume responsabilidades y riesgos, pues su condición mental se lo permite. El individuo,  condición, que no es otra que la sobriedad, asume actitudes que buscan a toda costa regirse bajo los principios de la razón; el deber opera en él como una normativa de vida. Su percepción racional del mundo se impone sobre los efluvios de la pasión que suelen acudir en situaciones apremiantes. Es lo que se observa en el film en diferentes escenas: Brundle se mantiene indiferente cuando la reportera duda de que su invento sea relevante o cuando el editor, Stathis Borans, le recibe en su despacho con una salutación que raya en un sarcasmo que se percibe sin mucho esfuerzo. Cuando la persona es emocionalmente equilibrada y se rige por principios racionales suele mostrarse apático ante cualquier insulto. Hasta aquí, todo camina bien.

Sin embargo, esta personalidad equilibrada de Brundle sufre un revés que antecede al tema de la “mosca en la cápsula”; de hecho, lo de la mosca es una manifestación de algo que ya estaba comenzando en el. Hay que acotar que, en esta película, la degradación moral antecede a la física: el elemento de la mosca más bien ayuda a evidenciar lo que ya estaba gestando en el joven científico. La pasión ya lo estaba corroyendo; desde que dejó de ver las cosas desde el ángulo racional y, en vez de ello, permitió que los efluvios pasionales lo acuciarla, la mutación inició su proceso; fue esa nueva la que condición empujó a descargar esa ira alimentada por los celos en un recipiente en cuyo espacio le algo aguardaba para convertirse en algo dándole un giro rotundo a su vida.

Desde ese instante, todo cambió en él: la constante racional que regía su vida sufrió una ruptura dando paso a una serie de saltos que se interpretan en acciones bruscas y temerarias, como eso de salir mal vestido a la calle en busca de diversiones extremas, o entrar a un bar y seducir a la amante de un tipo a quien le rompería el antebrazo. Seth Brundle ya no es el hombre que se limita a las normas, aquél cuyo derecho culminaba en (nótese que no fisgoneo la correspondencia de Verónica Quaife); ahora es distinto, desconoce sus limitantes y menosprecia las normas que regulan su comportamiento en determinados lugares. Aquí es preciso hacer un aparte ya que en la escena del bar encontramos una metáfora, útil para tratar el tema de la ruptura de las normas.


La metáfora de la ruptura.-

Cuando Brundle entra al bar encuentra un ambiente que alterca con el medrar del estúpido: todo está restringido a pesar de ser un espacio muy frecuentado. Esta antítesis es indescifrable para quien otrora entendía los derechos del otro como limitante de los suyos. Es un muro que encuentra a su paso, que le resiste, que se opone a su apetito voraz; él quiere placer y alguien se lo impide, por eso procede a tomar las cosas a la fuerza, violentando el orden que precedía a su llegada.

El ambiente del bar, a pesar de lo bacanal y placentero, tenía sus reglas; el que quisiera formar parte de ese tugurio debía someterse a las normas. El caso de la chica, por ejemplo: a pesar de su facilidad se iba con quien ganara la competencia del pulso, en ese momento ella pertenecía al ganador que se mantenía invicto. Pero esa competencia, en sí, más que eso representa la resistencia que se le ponía al nuestro personaje; Brundle, aunque quisiera, no era aceptado en ese grupo, razón por la que se burlaron de él con relación a que “comió chocolatina”. Allí estaba el reto, si él quería formar parte del grupo tenía que someterse a la regla: debía competir, como todos, y aun ganara, debía competir con otros. El nuevo hombre compite y le destroza el antebrazo a su contendor.

La ruptura merece una lectura a partir de la norma como resistencia a la libertad del individuo. El contendor, hombre robusto y de un tamaño casi colosal –aquí la cámara hiperboliza lo físico de éste- suministrara la idea de resistencia, no se puede disfrutar de lo que la libre voluntad ordena sin la normativa del orden. Brundle, ahora prototipo del estúpido destroza la norma, sin proponérselo, él mismo no conoce su fuerza, sólo responde a un instinto que se origina en su apetito. Se marcha con su presa, y la lleva a su cuchitril, donde puede festinar a sus anchas, sin objeción alguna.

Otra escena en  que la “ruptura” se subraya es cuando rompe la pared de cristal de la clínica y rapta a Verónica Quaife; esta acción puede entenderse de dos forma, una corresponde a la ruptura misma de la normativa, a la violencia que el individuo ejerce sobre la resistencia que la ley presenta. La pared, aunque no lo diga de manera expresa, sugiere un “no pase” o “área restringida”; el hombre mosca la quiebra y rapta a su presa. Él ya está en la fase terminal, el gen de la mosca ha ganado terreno y se impone definitivamente sobre su humanidad. Ya nada detiene, su degradación es total y sólo le queda sufrir la fase final de su mutación, transformarse en mosca.

De igual forma el estúpido violenta la normativa, pero dicha actitud no procede de la intencionalidad, tal situación es imposible porque la razón es nula; sólo lo instintivo permanece latente en él; por eso agrede y violenta la norma y el derecho de supervivencia del otro, por tal razón ataca a todo aquél en quien perciba el menor indicio de amenaza. No valora sentimientos ni manifestaciones de afecto, sólo intenta sobrevivir, y nada más. El estúpido es capaz de cualquier mal sin proponérselo, actúa solamente bajo el imperativo de su estupidez, decir que la maldad le retoza es incurrir en un error, pues para disfrutar del sentido de la maldad se requiere ingenio, inteligencia y la capacidad de pensar, cosas de las que el estúpido carece. Si violenta la norma todo se debe únicamente a un instinto de supervivencia.

Es mucho lo que se puede leer en el film The Fly, en lo que se refiere al hombre mosca, entiéndase “el estúpido”. Pero nos basta la metáfora de la “ruptura” por ser suficiente para tratar el tema de la violencia inintencional de parte del estúpido hacia la normativa. Porque la inadvertencia de la ley a pesar de lo latente es indicio de que se incurre en un acto de estupidez; porque solamente el estúpido, atentando aun contra su propio status quo, es capaz de infringir la ley agraviando el bienestar de los otros.



Pesticida aristotélico.-

Gracias a la técnica y al ingenio de la humanidad existen para ciertos problemas soluciones que, si bien es cierto que a la larga complican más el asunto, por el momento nos hacen un poco tolerable la situación que nos complica la existencia. Tal es el caso de los insecticidas que, aunque contribuye con la destrucción de la capa de ozono, nos alivian la vida exterminando cuantas plagas hay en nuestro derredor. Especialmente las moscas.

De igual forma, se debe estar consciente de que una salida definitiva al problema de “los moscas” puede complicar más el asunto pues estos individuos están tan enraizados en nuestra cotidianidad que extirparlo desataría una cadena de consecuencias de las que tendríamos que lamentarnos. Por lo visto el asunto es engorroso. Todo estriba en sus raíces: sus familias, sus amigos, sus bienes; deshacernos de ellos es extirparle un miembro a la sociedad, es atentar directamente contra nuestros propios intereses; eliminarlos altera el orden de nuestras vidas, pues su familia ayuda con el equilibrio de la sociedad y, al consumir algunas que otras cosas para sus necesidades primarias permite podamos apreciar el valor del dinero y con ello fortalecer nuestras avaricias. Pero todo se complica aún más puesto que la pequeñez del mundo nos condena a la posibilidad de que entre ellos se encuentre uno que lleve nuestro parentesco. Situación que nos obliga a coincidir con otros en su actitud tolerante. Pero, con todo y la posibilidad de que estemos emparentados con alguno que otro imbécil, la situación es que vivimos bajo la constante amenaza de que la estupidez termine de sustituir lo poco que nos queda de entendimiento, lucidez y sentido común.
De lo anterior se desprende que necesitamos una salida salomónica a este impase en el que nos encontramos; se trata de una alternativa que nos permita sobrevivir pese a la insoportable plaga que empeora nuestra asfixiante existencia; es como si una condena pesara sobre nosotros, ¿será que hasta aquí nos llega la maldición que se promulgó en el Edén  traducida en la personalidad del estúpido? De ser así, entonces, no hay escapatoria, estamos indefectiblemente condenados a sufrirles, a padecer sus impertinencias; lo que nos lleva a buscar una vía de soportarle, no tolerarle; son situaciones diferentes: tolerarle es admitirles sus impertinencias, sus estupideces y, a sabiendas de su condición, depositar en sus manos el bienestar de los demás. En cambio, soportarles es distinto: es convivir con ellos de manera forzosa, en contra de nuestra voluntad, con la esperanza de que algún día, de alguna forma,  nos desharemos de ellos.

En “Ética a Nicómaco”,  Aristóteles hace una reflexión sobre la valentía; quizás peque de excesiva franqueza, pero si lo extraemos del texto y lo insertamos en esta reflexión, encontraremos una especie de remedio para “este mal de estupidez” que mantiene enfermiza nuestra sociedad; puede ser que, aplicando adecuadamente una que otra dosis de aristotelina,  se aletargue el dolor que nos inflige el contacto con los moscas.
Insisto, el mal no se eliminará, sería un riesgo deshacernos de una gran cantidad de estúpido: ellos están en todas partes, multiplicándose, infestando todos los lugares que concurrimos; así que, si caemos en la nefasta idea de extirparle, estaríamos incurriendo en un suicidio en masa, ya que nos arrastrarían con ellos, pues nos superan al cinco por uno y, en su desesperado instinto  supervivencia, nos aplastarían huyendo despavoridamente de su exterminio. No está de más la muy repetida metáfora del cine hilarante de la multitud que aplasta a su víctima en su apuro de sobrevivencia. Por eso, lo mejor es amainar el dolor para resistirlo y seguir adelante con nuestras vidas; y, ¿qué mejor vía que la que nos ofrece el filósofo  en su tratado de ética? No es un recetario, no se trata de una fórmula secreta, es una reflexión extraída con pinzas y adaptada a una situación que nos mortifica.

Dice Aristóteles:

Lo temible no es lo mismo para todos, y hablamos incluso de cosas por encima del hombre. Ahora bien, aquellas cosas temibles que están a la altura del hombre difieren en magnitud y grado, lo mismo sucede con las cosas inalterables (ARISTÓTELES; Pp. 78).

Entendamos por el término  “por encima del hombre”  aquello que sucede sin nuestra mediación, lo que tenemos que tolerar necesariamente porque no se puede evadir, lo que sucede inevitablemente: como el caso de que los  individuos moscas formen parte de nuestra cotidianidad, que se sean coexistentes con nosotros, que sean lo que son, recordemos a Cipolla, estúpidos potencializados. Aunque quisiéramos, no podemos decidir mantenerlos alejados de nuestro mundo. Pero como están en nuestra inmediatez están, como refiere la cita, a nuestra altura, situación que nos permite diferir de ellos, adversarlos.  Sin embargo, a pesar de lo acucioso de nuestra lucha por obtemperar la personalidad del estúpido, la realidad es otra: cualquier actitud desenfrenada y desestimada contra este tipo de personas sería más bien una osadía con la que afectaríamos a terceros que se esconden tras la promoción de ellos, pues claro está que, si careciendo de todo tipo de ingenio llegasen a encumbrarse de forma tal que pudieran decidir nuestro destino, es porque intereses obscuros y peligrosos manipulan el asunto. De ello debe desprenderse que hacer frente  a semejante situación es indicio de insensatez y temeridad:

Ahora bien, el valiente –entendamos aquí “el entendido”- es intrépido como hombre, por tanto temerá también las cosas, pero las soporta como conviene, y como lo exige la razón con la mira puesta en lo noble, pues éste es el fin de la virtud. Es posible temer esas cosas más o menos, e incluso temer aquello que no es temible como si lo fuera (Ibíd).  

Es asombrosa la capacidad de hacer daño que tienen los hombres moscas; cuando sienten que pueden devorar a su víctima lo hacen sin sentir ni el más mínimo remordimiento. No temerle es un error fatal; no importa el tamaño de nuestra valentía, hay que pensarlo detenidamente antes de entrar en un pleito con alguien que no sabe lo que puede perder. No es que vivamos sumergidos en la paranoia, pero ¿qué sentido tiene enfrentar a un descerebrado que ignora que la vida continúa y que es fatal la soledad? Es mejor temerles y evitar fricciones innecesarias. De modo que, soportarlos es la mejor vía de salir ilesos de semejante desastre:

…El que soporta y teme solamente lo que se debe, por motivo adecuado, como y cuando debe, y actúa lo mismo, respecto de la confianza, es verdaderamente valiente. Y ello es así, porque el valiente sufre según los hechos exigen y como la razón ordena (Ibíd).

Al soportarlos manifestamos que conocemos el ambiente en que nos desarrollamos, por lo tanto no estamos ajenos al peligro que nos asecha; claro está que no los secundamos ni les celebramos sus acciones arbitrarias, pero tampoco somos suicidas para enfrentar a quienes no valoran su propio status quo; lo mejor es soportarlos, considerarlos estorbos necesarios y tratar de sobrevivir pese a la varga azarosa  que tenemos que cargar. La valentía no está en la temeridad sino en tomar las bridas de nuestras emociones y en ejecutar decisiones que  redunden en beneficios para un evento posterior. Ya demostramos nuestro grado de valentía al no adversarlos, ello significa que preferimos entrar en conflicto con nuestra propia individualidad y enrumbarse hacia un final desastroso.

“Aquél que frente a las cosas temibles muestra un exceso de confianza es temerario”, añade Aristóteles; y no es menos cierto, pues el temerario excede los límites de lo racional llegando con esto, sin la menor intención, de atentar contra su propio bienestar. Tal es la situación de quienes no reparan en los posibles perjuicios en caso de enfrentar a un estúpido; máxime si aquél se encuentra favorecido con alguna cuota de poder, no importa la forma. Las personas con inclinaciones mosquiles, cuando se activa en ellos el instinto de autoconservación, asumen una actitud destructiva sin la menor distinción: nadie, ni siquiera sus más íntimos y leales amigos están escapos del mal que amenaza a todos.

Recordemos, a propósito de amistad, que cualquier gesto afectivo es instintivo, se trata de una cualidad implantada en ellos por la naturaleza; no son afectivos en sus gestos, sus acciones responden al apetito insectil que los maneja. Toda palabra de afectividad o cariño, asemeja a un  eructo cualquiera, algún ruido que emitieron ante la presa que estaba a su paso; basta un poco de tiempo o que perciban amenazas para que el ingenuo que disfruta de sus lisonjas sea embestido por su nauseabunda personalidad de aquel insecto que otrora resaltaba lo grato de su compañía.

En definitiva, haciendo acopio de la reflexión de Aristóteles, para manejarse correctamente con la personalidad de los moscas, lo mejor es evadirlo y evitar así la confrontación, sobre todo aquella que surge en el contexto laboral atizada por asuntos personales porque en esta circunstancia todo el aparataje que se esconde tras la personalidad del estúpido se pone de manifiesto y, haciendo uso indebido de la investidura que ostentan procuran aplastar sin reparo a quien atentó contra el bienestar de su pupilo; todos la emprenden contra aquél de tal forma que quien contemple semejante drama, temiendo por su integridad laboral, prefiere callar sumándose, con esto, al abuso; y hasta cierto punto es entendible pues el temor a la incertidumbre económica hace que quienes carecen de determinación y coherencia prefieran el lado más cómo de la teatralidad humana.

Volvamos al punto en el que se recomienda soportar al mosca como forma de resistencia; en incisos anteriores hablamos sobre la diferencia entre este concepto y la tolerancia. Toquemos este asunto a la luz de Aristóteles, con la excepción de que en la reflexión del filósofo encontramos el asunto tratado con otras palabras: emplea términos como forzosa e involuntaria.  Ambos términos remiten a una acción impuesta, algo que el individuo tiene que hacer en contra de su voluntad; es decir que su conducta responde a una fuerza ejercida desde afuera; o sea,  que la buena voluntad nada tiene que ver en ello. Y es lo que nos sucede cuando nos vemos en la inesquivable situación de tener que tratar los hombres moscas cuyo roce dista mucho de la voluntad de quienes  se rigen por los principios de la razón.

En realidad, cuando nuestro tratamos con los demás y lo hacemos fundamentados en el principio de la buena voluntad, la cordialidad y la frugalidad son latentes, pero cuando en vez de ello nos encomia la imposición, lo que tenemos, en vez de un trato frugal y humano, es una reacción  ríspida y despreciada.

Dice Aristóteles:

Hay cosas a las que uno no puede ser forzado a realizar, sino que debe preferir la misma muerte después de haber soportado los más atroces sufrimientos (…). En ocasiones, es difícil, ciertamente, qué se ha de preferir a qué, y qué cosa se ha de soportar mejor que otra, pero mucho más difícil resulta aún ser consecuente con el propio juicio. Y ello es así porque casi siempre lo que esperamos es doloroso, y aquello a que se nos fuerza, vergonzoso (…) (Op. Cit. Pp. 64).

¿Quién, en su sano juicio, conociendo las impertinencias  y las necedades del estúpido incurre en el acto temerario de llevar a cabo una empresa en el que su nombre y su prestigio estén totalmente comprometidos? Es indiscutible que nadie lo haría voluntariamente, y si lo hace es gracias a una imprudencia o con miras a satisfacer alguna aspiración personal. En el caso contrario, dicho trato se desarrollaría únicamente en el marco de una imposición, de eso que el autor del texto citado señala como una “acción forzosa”:

En definitiva, ¿qué acciones se han de considerar forzosas? Sin duda alguna, y en sentido absoluto, aquéllas cuya causa está fuera del sujeto que actúa y en las que éste no tiene participación alguna; por el contrario, aquellas acciones que por sí mismas son involuntarias, pero en determinadas circunstancias y para evitar ciertas consecuencias, son elegidas y tienen su principio en el sujeto que actúa, aún siendo involuntarias por sí mismas, en determinados momentos y para evitar determinadas consecuencias son voluntarias (Ídem).

Esto es muy frecuente en las empresas, especialmente las estatales que fungen como hábitat natural de personas ineptas cuya presencia es producto de su “labor política” o de algún favor pendiente de algún alto funcionario. Allí las acciones resultan forzosas y los afectos fingidos; y tiene que ser así pues un leve indicio de resistencia o desagrado es suficiente para que rueden cabezas. Recordemos que el estúpido no mide consecuencias cuando, en su animalidad, se siente amenazado, y una saludo frío de parte de su interlocutor alerta su natural instinto de conservación.

No es aconsejable hacer frente a quienes padecen del complejo de la mosca; aunque alguien en su individualidad se sienta perjudicado por alguna patraña de éste, lo mejor que puede hacer es mostrarse indiferente y actuar como si no sucediera nada trascendente, tal actitud mantiene su sensor de autoconservación inactivo y, por ende, le impide perpetrar un daño mayor. Pero si el afectado, apegado a un derecho que en el momento a nadie le importa, decidiera una defensa, aquél le irá encima y le desmenuzará sin importar lo que los demás digan ni lo que las leyes argumenten. Hay que recordar que desconoce las consecuencias de sus actos, que su apetito se impone creando en él una fuerza descomunal y devastadora. A esto hay que añadirle que quienes protegen a este tipo de alimaña saldrán en su apoyo defendiendo su propia integridad ya que afectar a un estúpido de esto es lo mismo que hacerle frente a ellos. Y lo peor es que nadie responderá por los daños, ni si quiera él mismo. Por tal razón lo mejor es ignorarlo y soportarlo, apegado, aunque esto signifique un absurdo, al refrán que reza que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”.

Quizás esta actitud resulte un tanto estoica; pero no es así ya que no hay ningún indicio de complacencia sino más bien de resistencia evitando perder el pellejo en una bravuconada que al final el único resultado será el padecimiento. Lo que se busca, más bien, es evitar el dolor. El que soporta no lo hace por placer, que es la situación del estoico quien manifiesta cierta tolerancia ante el abuso que se perpetra en su contra, hasta cierto punto esto sucede bajo su anuencia. Dice Aristóteles:

En relación con los dolores, nadie recibe el calificativo de sobrio por soportarlos –como en el caso de la fortaleza-, ni recibe el calificativo de licencioso por no ser capaz de soportarlos, antes, al contrario, el licencioso recibe este calificativo porque se aflige más de lo debido si no logra alcanzar los placeres (pues es el placer el que le produce dolor), y el sobrio recibe tal calificación, porque no se aflige por la privación ni por abstenerse de lo placentero (Op.cit. Pp. 87).

No hay complacencia por las impertinencias de los estúpidos de parte de quienes lo soportan, sino que el soportarlos les permite sobreponerse ante el daño que sufren evitando con ello uno mayor. La acción de soportarlos da, más bien, indicios de templanza y de dominio de sí mismo y, sobre todo, de conocimiento de las impertinencias de quienes carecen de sentido común, máxime del desastroso resultado de sus acciones después de reaccionar ante una defensa que traducen en agresión. Así que soportar, antes que incurrir en la temeridad de enfrentarlos, es indicio de sobriedad pues hace subyacer los efluvios de la pasión.

No cabe duda, y esto lo hemos tratado en incisos anteriores, de que el estúpido u hombre mosca, puede acorralarnos con decisiones que, buenas o malas, campea al margen de la razón, o sea que la intencionalidad brilla por su ausencia, lo que nos advierte que dicha su accionar es producto, más bien, de su instinto. Sin embargo, gracias a que premeditación nada tiene que ver en sus actos, vivimos en constante amenazas pues no hace lectura de lo apropiado de equis acción lo que lo empuja a ser inoportuno y, en consecuencia, impredecible. Con una  situación como ésta lo mejor es estar revestido de templanza y sobriedad: templanza, para no reaccionar de manera inadecuada ante la inesperada investida de aquel ser insectil y, sobriedad, para sobreponerse a su justificada molestia y poder responder adecuadamente sin poner en peligro su integridad física ni su estatus quo.

Hay que admitir que no es nada cómodo compartir responsabilidades con personas del talaje del hombre mosca y menos para quienes procuran a toda costa mantener limpia su reputación social; el que suele cumplir con sus deberes prefiere caminar sólo que mal acompañado, pues es mejor saberse enteramente responsable de una cosa y no que de otro dependa su tranquilidad y buena fama. Es una experiencia muy desagradable sentirse sancionado por la irresponsabilidad e ineptitud de otro; pero cuando, por fuerza mayor, nos vemos obligado a compartir nuestro espacio con sujetos desagradables de este tipo, a sabiendas de que su presencia puede desgraciarnos la vida en cualquier momento, lo mejor es mantener y preservar la parquedad para saber sobreponernos ante cualquier imprudencia que nos pueda sorprender en el camino. Una vez reaccionemos así podremos seguir con la carga simulando que todo está bien, que nada malo sucede, aunque en lo más profundo de nuestra conciencia acariciemos la más mínima esperanza de mandar a la mierda a esa mosca que revolotea sobre nosotros.

Si en algún momento de su accionar los demás –en este caso los hombres moscas- albergan la menor sospecha de que usted está ocultando sus verdaderas intenciones, todo está perdido. No les dé la menor oportunidad de darse cuenta de cuál es su juego. Distráigalos con pitas falsas. Utilice una sinceridad fingida, emita señales ambiguas, presente objetos de deseo que los confundan. Al no lograr distinguir lo falso, no podrán discernir su verdadero objetivo (GREEN, 1998. Pp.48).

Si en verdad existe en nosotros algo de amor propio y, aunque resulte algo primitivo, está aun latente ese instinto de autoconservación, lo mejor, entonces, es dar el brazo a torcer, ceder nuestros derechos cuando se trate de personas de esta naturaleza; es mejor dejar las cosas como se nos presentan y no tratar de buscarles solución pues un leve movimiento de nuestra parte alerta su natural mecanismo de defensa y, como tienen, por descuido ajeno, nuestra seguridad en sus manos, procederán a destruir todo lo que obstruya su paso, o sea a nosotros. Es por tal razón que si queremos seguir nuestro rumbo lo mejor es fingir que todo está bien aunque por dentro estallemos de odio.

Por: José E. Flete Morillo.-

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