“En cada barrio hay por lo
menos un loco/ el del nuestro se llamaba Sebastián”. Así comienza
Rubén Blades la canción que lleva el nombre del personaje en uno de sus álbumes
titulado Mundo. “Sebastián”, es una de las tantas
canciones de cuyo autor e intérprete destaca por la sonoridad y el contagio de
su voz, el ritmo peculiar (casi todas las canciones tienen la misma cadencia,
existiendo una ligera variación en el ritmo), el contenido básicamente social y
la precisión con la que nos brinda sus relatos. “Tiburón”, “Pedro
Navaja”, “Decisiones”, “En el semáforo”, “Sin tu Cariño”, “El Padre
Antonio”, y “Ligia Elena”, éxitos reconocidos,
confirman este planteamiento.
“Sebastián” es
la historia de un loco, amado los lugareños, cuya existencia se debatía ente el
amor imaginario y la angustia producida por sí mismo. Su mayor ideal era ser
amado por una dulcinea cuyo requisito estaba cifrado en las estrellas. En
secreto, construía una nave espacial para huir con su amor platónico a un lugar
donde ser feliz. Una noche se echó al mar tras un destello que divisó en el
horizonte con la finalidad de satisfacer los caprichos de su imaginación. Jamás
se le volvió a ver.
Sebastián es
el arquetipo del soñador obseso, ente que para las personas “normales”
constituye un riesgo por lo contagioso de su forma de ser feliz (oír Castillos
en el aire de Alberto Cortez). Su visión de las cosas es entendida de
introspectivamente; en su interior habita la exactitud de las “cosas perdidas”
haciendo del mundo exterior un simple reflejo defectuoso; su
lenguaje es un recuerdo vago de de lo que una vez fue (esto es en su
cordura) pero dejó que dejó de ser en la medida en que se fue
desconectando de la convencionalidad; ahora su ego está pluralizado y su
imaginación concretizada en sin importar los referentes que la cordura le
quiera imponer.
Diferente a esta realidad
absurda en la que estamos sumergidos (pues es obligatorio ser feliz y una
necesidad tolerar lo que nos molesta), el mundo de Sebastiánestá lleno de
proezas y plagado superhéroes que desafían las leyes de la física. Creo que en
este mundo Newton y Galileo habrían fracasado no obstante su ingeniosidad.
Sebastián, como
nunca nadie lo ha hecho, entendió sin dificultad que los caprichos del amor
solamente se satisfacen con la realización de lo imposible; por eso se repetía
a sí mismo, corriendo de un lado a otro, haciendo honor a su condición, que “sólo
las estrellas bastarán” para saciar ese vacío que anida en el corazón
de los amantes. La simpleza no existe, diría, en las apetencias de quienes
aspiran a ser amados. Por eso, el drama de su vida se complicaba con el
trascurrir de los días a tal grado que recurrió a eso que los “cuerdos”
llamarían suicidio y que, por su condicionamiento moral, desaprobarán mediante
mitos y dogmas.
¿Se suicidó Sebastián? No
lo creo. La muerte nunca fue parte de su discurso. Epicureísta al fin, y
algunas veces cínico, vivió de espalda a las normas sociales, lo que indica que
se aferró a la vida por lo evidente de su brevedad. El no se suicidó
sino que corrió tras un ideal y con ese ideal se inmaterializó quedando
(perdonando la paradoja) petrificado en los recuerdos de aquellos que día tras
día le vieron ensimismado en su mundo sin salida. La historia dice que eso
que “parece un proyectil” regresó sin él, queriendo
decir que llegó, pero que prefirió quedarse acrecentando su locura.
Lo que sucede es que, como
diría Rousseau en el Emilio, la muerte ha sido mal
interpretada por los hombres de ciencia quienes siembran el pánico en los que
dan crédito a sus palabras; de ahí que piensen lo que no es y acusen de suicida
a quien discrepa de la razón. El vive, así lo confirma aquella novia imaginaria
que talló en los memorias de los “cuerdos”, perpetuando una historia que, a
pesar de nunca haber sido, todos recuerdan.
Por: José E.
Flete-Morillo.-
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