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jueves, 24 de enero de 2019

La moral del megalómano.-



De una cosa podemos estar seguros y es de que el megalómano se rige por un principio moral  universalista; y cuando digo universalista es porque, en su engreimiento, concibe que el mundo, en especial la vida de los demás, debe girar en su derredor. Estamos, indefectiblemente, ante la encarnación egregia de un Luis XIV, quien se creía la concentración misma del Universo, o la de Amán, quien entendía cómo lo más lógico que todos se avocaran en un culto en torno a su persona.
Toda persona que adolece de semejante personalidad asume una postura que lo coloca más allá de las pasiones humanas; de modo que aquello que en los demás es debilidad y bajeza en ella cobra virtud y honorabilidad. Me explico: tenemos la traición, por ejemplo; este fallo moral en el megalómano se torna en una especie de habilidad grácil para salir del conflicto; sus seguidores la aplauden y la citan con cierta frecuencia que llega al colmo de la naturalidad. Un ejemplo tácito de ello lo encontramos en la poema épico español, “El cantar del Mío Cid”, donde se le celebra a Rodrigo Díaz de Vivar el haber estafado a los judíos Raquel y Vidas, personas que creyeron en la honestidad del Cid Campeador.
Nada de los desmanes y pillerías son punibles en el megalómano: toda acción, en su caso, redunda en un enfoque de una moral que se escuda en la condición del momento. Por ejemplo: si traiciona a un amigo, el argumento es que era necesario por el bienestar de los demás; si espía una llamada, violando el código de privacidad se recurre al discurso patriótico, alegando que hay cosas cuyas dimensiones hacen sucumbir a los demás; a si se alían a un asesino y ladrón recurren al argumento de que hay que conocer de cerca al enemigo para vencerlo.  El asunto es que cualquier acto deplorable del megalómano se erige sobre un sofisma cuyas premisas son risibles y lógicas a la vez.
Sin embargo, hay que resaltar, antes de concluir este acápite, que existen ciertos actos en los que el megalómano no incurre; pero no lo hace porque entienda que está mal y porque riñe con la norma moral que rige a la colectividad sino porque atenta contra la norma que él mismo ha erigido, por lo tanto riñe contra él. No roba, ni extorsiona, ni miente porque esas acciones en sí están mal sino porque él no hace eso; puede confabular, denigrar, ningunear, o sembrar rencillas pero nunca hacer aquellas primeras porque él no es así, porque su principio egotista le compele a no hacer eso, pero cualquier acto que haga, excepto los citados, es entendible porque su beatitud lo exige.
Cualquier acción, por más condenable que sea, tiene la justificación debida en su personalidad misma, puede traicionar, confabular contra quien sea y nadie se atreve a señalárselo ni reprochárselo porque, simplemente, es él. En otros los mismos actos son execrables y repulsivos porque son así corruptos, malos, sin afecto ni roce con la normativa que rige el bien común. 

Prof. José Flete.-


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