De una
cosa podemos estar seguros y es de que el megalómano se rige por un
principio moral universalista; y cuando digo universalista es porque, en
su engreimiento, concibe que el mundo, en especial la vida de los demás, debe
girar en su derredor. Estamos, indefectiblemente, ante la encarnación egregia
de un Luis XIV, quien se creía la concentración misma del Universo, o la de
Amán, quien entendía cómo lo más lógico que todos se avocaran en un culto en
torno a su persona.
Toda
persona que adolece de semejante personalidad asume una postura que lo coloca
más allá de las pasiones humanas; de modo que aquello que en los demás es
debilidad y bajeza en ella cobra virtud y honorabilidad. Me explico: tenemos la
traición, por ejemplo; este fallo moral en el megalómano se torna en
una especie de habilidad grácil para salir del conflicto; sus seguidores la
aplauden y la citan con cierta frecuencia que llega al colmo de la naturalidad.
Un ejemplo tácito de ello lo encontramos en la poema épico español, “El
cantar del Mío Cid”, donde se le celebra a Rodrigo Díaz de Vivar el haber estafado
a los judíos Raquel y Vidas, personas que creyeron en la honestidad del Cid
Campeador.
Nada de
los desmanes y pillerías son punibles en el megalómano: toda acción, en su
caso, redunda en un enfoque de una moral que se escuda en la condición del momento.
Por ejemplo: si traiciona a un amigo, el argumento es que era necesario por el
bienestar de los demás; si espía una llamada, violando el código de privacidad
se recurre al discurso patriótico, alegando que hay cosas cuyas dimensiones
hacen sucumbir a los demás; a si se alían a un asesino y ladrón recurren al
argumento de que hay que conocer de cerca al enemigo para vencerlo. El
asunto es que cualquier acto deplorable del megalómano se erige sobre
un sofisma cuyas premisas son risibles y lógicas a la vez.
Sin
embargo, hay que resaltar, antes de concluir este acápite, que existen ciertos
actos en los que el megalómano no incurre; pero no lo hace porque
entienda que está mal y porque riñe con la norma moral que rige a la
colectividad sino porque atenta contra la norma que él mismo ha erigido, por lo
tanto riñe contra él. No roba, ni extorsiona, ni miente porque esas acciones en
sí están mal sino porque él no hace eso; puede confabular, denigrar, ningunear,
o sembrar rencillas pero nunca hacer aquellas primeras porque él no es así,
porque su principio egotista le compele a no hacer eso, pero cualquier acto que
haga, excepto los citados, es entendible porque su beatitud lo exige.
Cualquier
acción, por más condenable que sea, tiene la justificación debida en su
personalidad misma, puede traicionar, confabular contra quien sea y nadie se
atreve a señalárselo ni reprochárselo porque, simplemente, es él. En otros los
mismos actos son execrables y repulsivos porque son así corruptos, malos, sin
afecto ni roce con la normativa que rige el bien común.
Prof. José
Flete.-
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