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jueves, 24 de enero de 2019

El miedo, propio de los “no aptos” para gobernar.-




Se me ocurre hablar brevemente del miedo en el escenario político, un tema para mí coyuntural ya que presenta a groso modo el drama que se vive cuando se habla de política, sin importar el escenario de acción. Porque no es de desconocimiento que cuando se habla de eso, de la política, nos envolvemos en una vorágine donde la pasión, el chovinismo y la traición acometen acremente contra cualquiera que incurra en semejante evento. Hay que ser de alma fuerte para sobrevivir a ese torbellino; porque muchas veces la reputación se pone en juego y se suele ser blanco de los más fieros ataques cuando se sospecha  que se aspira a ejercer el libre derecho a alguna cuota de poder.
Este preámbulo es producto de una larga reflexión sobre los eventos políticos acontecidos en los diferentes escenarios de nuestro país. Porque en cualquier parte, donde se hable de grupos de personas, la preocupación por el poder surge como algo vital de lo que difícilmente podamos desprendernos. Ningún grupo social es inmune al virus del poder; ni siquiera las religiones donde se predica la igualdad y el amor incondicional al prójimo quedan al margen: en uno de los Evangelios del Nuevo Testamento bíblico se registra el altercado que tuvieron los discípulos entre sí en función de la particular preocupación sobre quién ocuparía el mando al lado del Maestro en el Reino.
La lidia por el poder surge con la sociedad misma; desde que el ser humano aprendió a vivir en mancomunidad, el deseo de decidir sobre los demás y pese a los demás (en resumidas cuentas el poder es eso) pasó a ser la meta final de los grupos sociales; tanto ha sido así que es difícil concebir una comunidad ordenada al margen de la jerarquía. Hoy en día, quien obtempere al poder es calificado de anarquista; disentir del poder es el riesgo más fatal que puede asumir alguien, pues las consecuencias pueden ser nefastas, tal como perder el derecho a la libre opinión.   A todo esto, hay que añadirle un tópico pasmoso y es el hecho de que la persistencia de dirigir se impone a la posibilidad de ser dirigido; el interés en ser dirigido no pasa de ser una metáfora absurda, es más congruente la misoginia pues en el mejor de los casos la indiferencia aporta más a la dignidad de los individuos por implicar ser dueños de sí mismos aunque sea por breves instantes, no sucede igual cuando depende de otros la elección y la libre voluntad.
Bajo estas condiciones, es fácil argüir que estamos en un escenario donde se respira una atmósfera asfixiante. Aquí el terreno es fértil para la producción de mentalidades arribistas, arbitrarias, utilitarias, confabuladoras, egotistas y desleales.  Claro está que esto no se aplica a todo el mundo, pero sí es un espacio muy propio para que individuos de esta calaña emerjan y se multipliquen con suma facilidad. Quiero decir, que quienes no entran en este universo dantesco tienen que sufrir la ignominia de ser reducidos a la condición de presas, pues aquellos, traspuestos al estado de fieras salvajes y depredadoras ven en el demás “algo” útil para satisfacer su apetito de poder insaciable. Es innegable que en un contexto como éste, quienes prefieren “jugar limpio” en la puja por el poder tienen que ser de espíritu fuerte para no dejarse corromper, o mantenerse en este ambiente con el sentido de “alerta” en sensibilidad alta (para no decir paranoia); esto es, si quiere mantenerse en este ambiente y sobrevivir; muchos, en otros casos, viendo la vorágine que aquí se vive, prefieren declinar y llevar una vida productiva en calma y sin sobresaltos.
En cambio, aquellos que prefieren meterse hasta las narices en el lodo, en pro de mantener una cuota de poder y, en consecuencia, acumular unos “pesos” para satisfacer su hambre milenaria y, de igual forma, mantener el estatus que con triquiñuelas y arribismo han alcanzado, son sobrecogidos de ese miedo que cito en el inicio de este ensayo. Es un miedo sobrecogedor que les obliga a toda clase de desmanes y desvergüenzas, acciones irrisorias que solamente tienen cabida en una mente retorcida y asquerosa: porque valerse de métodos como el espionaje, la retaliación, el soborno, la extorsión, la difamación moral (y cualquier acción que atente contra la integridad y dignidad físicas y morales del otro) son acciones propias de truhanes y déspotas.
Pero, ¿a qué se debe ese miedo? ¿Por qué esa manera burda de querer mantener el poder? La respuesta es sencilla: basta un leve vistazo a su actitud frente al deber. Porque han escalado socialmente valiéndose de métodos moralmente detestables; porque llegaron allí guiados por un apetito voraz, un hambre milenaria engendrada subculturalmente. Porque no entienden, ni entenderán que el lugar de prestigio que ocupan en la sociedad demanda una responsabilidad social, pues están compelidos con el deber de servir correctamente.
 Pero no lo entienden así: en su brutalidad enfermiza arguyen que, debido a su posición, merecen pleitesía  y se les tribute loores y lambonismo de todo calibre. Así, cuando sucede todo lo contrario, intuyen que un plan siniestro se teje en su contra, que alguna subversión está a punto de estallar, que se les está jugando “sucio”. La paranoia se torna en su estilo de vida: le temen a todo, incluso a su propia sombra. Tal es alto grado de temor que se valen de testaferros (sujetos de su calaña, capaces de las acciones más bajas a cambio de un pedazo de pan, sujetos cuya identidad está cifrada en la necesidad del momento), con la finalidad de elaborar un sistema de espionaje: para enterarse de cómo va la situación, de quiénes “no le quieren” (un indicador claro de su cursilería); porque piensan que así pueden tener dominio de la situación. En otros casos incurren en amenazas: le hacen saber a sus subalternos que ellos tienen el poder para la cancelación (si es que ya no están trabajando a traición, en silencio, para sorprender al ingenuo que ignora su procacidad); otras veces, cuando percibe que nadie les teme, gritan a los demás que ellos son los “mandamás”, que nadie está en la facultad de violentar su decisión. Pero todo es producto del miedo,  porque temen, abrumadoramente.
Temen porque saben que están en el poder no por sus méritos ni porque superaron el desafío, sino porque traicionaron los principios que rigen la lealtad; porque traicionaron, extorsionaron, embaucaron o simplemente, después de un largo periodo de servicio   simplón reclamaron un puesto para el que no estaban aptos, pero se les ubicó allí sin ningún tipo de criterio, desde entonces hacen un servicio flaco en pro de sectores oscuros con miras a cumular riquezas sin ningún tipo de pudor.  De ello se deduce que son usurpadores, trepadores sociales que contaminan todo el lugar. Son la versión excremento del Rey Midas; cualquier espacio que frecuente, cualquier cosa que toquen, cualquier atmósfera que invadan, adquiere un matiz pestilente y nauseabundo. Saben que es el único hábitat que les favorece a su natural “don de mando”, es de su entero conocimiento que si pierden esa cuota de poder están irremediablemente perdidos pues no tendrán ningún espacio de acción para cometer tantas torpezas sin ser obtemperados. Por eso temen, por eso es que su complexión está invadida por el miedo.
Y entiendo que, producto de ese miedo, se valgan de cualquier medio para disipar esos fantasmas que le roban la paz, que traten a toda costa de mantenerse en un lugar que, atendiendo a su aptitud, no les compete; hasta cierto punto eso es entendible.
Ahora bien, lo que causa malestar y angustia es que sujetos que ostentan una investidura de corte humanista incurran en acciones como estas, porque se entiende que son artífices de las buenas costumbres y que son formadores de individuos con valores verticales, labor que a su vez garantiza la permanencia de una sociedad con sentido de cuidado e instrucción de sus ciudadanos. Me explico: un religioso, cura católico o pastor protestante, al servició de los interese más oscuros del poder; la historia está llena de esos ejemplos, de hombres y mujeres que hicieron las veces de esbirros cuando debió ser todo lo contrario.
Pero lo más doloroso es cuando un educador, que se entiende que debe asumir su función sin mácula, una persona cuya función es apostólica, hace todo lo contrario: se vuelve manipulador, inconsecuente, intolerante y déspota porque su ineptitud le ha creado y a la vez acrecentado un miedo devastador que le obliga a una serie de acciones deplorables como valerse de la triste condición de sus alumnos para convertirlo en espías de otros profesores. Da pena que el miedo político haga que un docente, un educador, formador de valores y buenos criterios, se valga de sus oficios (de sus hábitos, de su apostolado) para hacer todo lo contrario a lo que el sentido común y las buenas costumbres orientan.
Pero, ¿por qué lo hacen? La respuesta es sencilla, la traté en incisos anteriores: todo se  debe a que su poquedad mental no le orientaron a la validez del servicio, nunca entendió (ni lo entenderá debido a su hambre milenaria) que los sitios de privilegios, entiéndase lugares de mando o el dirigir a los demás, demanda un entero compromiso con el deber mismo; que sostener “el cetro” no es para “llenarse la barriga” ni darse la “buena vida”, sino para regir a los demás con rectitud y guiarlo por el camino correcto del buen vivir. Cuando se sume o se busca el poder contrario a esta simplicidad, se incurre en acciones tan bajas como esa de valerse de personas para convertirlos en sus esbirros, no importa que estos sean alumnos o no. Da igual.
Cualquiera, justificando a aquellos, dirá que esto es político y que en política se vale de todo. Bueno, si el asunto es justificar una mala acción para encubrir las demás que de por sí son malas o peores, está bien. Pero, ¿qué del mañana, de la sociedad que ante nuestros ojos se está hundiendo en el fango, de las generaciones que nos siguen? Seremos responsables de su futuro desastre. Sigamos haciendo las veces de pragmáticos empedernidos, que mañana nos quedará echarnos a morir ya que hoy nos depredamos entre nosotros mismos.
Nuestra sociedad está muriendo, se deshace ante nuestros ojos gracias a nuestra participación, porque siendo responsables del futuro y de su bienestar nos dedicamos a satisfacer nuestras necesidades perentorias, orientados por un apetito de poder desmesurado. Perdonen el fatalismo, pero no valen programas “bonachones” que puedan revertir el desastre que nos acecha; la solución es una: dejar de lado la ambición de poder, entender que el que no se debe elegir a quien no tiene la capacidad para dirigir a los demás, que el hecho de que aquél sea mi “amigo” no es argumento suficiente para depositar en sus manos la seguridad y el bienestar de los demás.
  Las cosas comenzarán a cambiar cuando dejemos de ver en los demás un medio en vez de una finalidad: si esto hacemos, a su vez nos volveremos de utilizarlos como instrumentos de nuestras ambiciones de poder. Dejaremos de sentir miedo, seremos consecuentes con nosotros mismos y entenderemos que, si n o tenemos la capacidad de dirigir, otros que las tienen serán los más idóneos para ello; aprenderemos que los “puestos de mando” se obtienen con capacidad y actitud de compromiso y deber.
Cuando entiendo para qué somos aptos y para que no, no importa el contexto político ni las triquiñuelas en las que se incurra, el miedo se disipa y comienzo a actuar correctamente; me preocupo porque las cosas salgan bien; me olvido de que quiero dirigir y comienzo a entender que mi deber, como parte integradora e integrante de una sociedad, es ayudar para que las instituciones marchen bien. Cuando pienso así, colaboro y contribuyo al bienestar colectivo. Entiendo lo que es trabajar en equipo y trabajo en equipo, olvido el protagonismo y me preocupo porque todo salga bien; mi interés particular subyace al colectivo.
De lo contrario, si actúo de espalda a este principio: lo que hago es convertirme en un trepador social  a quien le importa una mierda que la institución y el bienestar colectivos se vayan al carajo; porque lo que quiero es mandar, ganarme unos pesos más; y, como no hay capacidad para ello ya que mi brutalidad en fecunda y abrumadora, siento miedo de no lograr lo que persigo o de que los demás me rechacen; y, en consecuencia, incurro en las más bajas acciones (como la de instrumentalizar a los demás.

Por: José E. Flete-Morillo.-


1 comentario:

Anónimo dijo...

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