Se me
ocurre hablar brevemente del miedo en el escenario político, un tema para mí
coyuntural ya que presenta a groso modo el drama que se vive
cuando se habla de política, sin importar el escenario de acción. Porque no es
de desconocimiento que cuando se habla de eso, de la política, nos envolvemos
en una vorágine donde la pasión, el chovinismo y la traición acometen acremente
contra cualquiera que incurra en semejante evento. Hay que ser de alma fuerte
para sobrevivir a ese torbellino; porque muchas veces la reputación se pone en
juego y se suele ser blanco de los más fieros ataques cuando se sospecha
que se aspira a ejercer el libre derecho a alguna cuota de poder.
Este
preámbulo es producto de una larga reflexión sobre los eventos políticos
acontecidos en los diferentes escenarios de nuestro país. Porque en cualquier
parte, donde se hable de grupos de personas, la preocupación por el poder surge
como algo vital de lo que difícilmente podamos desprendernos. Ningún grupo
social es inmune al virus del poder; ni siquiera las religiones donde se
predica la igualdad y el amor incondicional al prójimo quedan al margen: en uno
de los Evangelios del Nuevo Testamento bíblico se registra el altercado que
tuvieron los discípulos entre sí en función de la particular preocupación sobre
quién ocuparía el mando al lado del Maestro en el Reino.
La lidia por el poder surge con la sociedad misma; desde que el ser
humano aprendió a vivir en mancomunidad, el deseo de decidir sobre los demás y
pese a los demás (en resumidas cuentas el poder es eso) pasó a ser la meta
final de los grupos sociales; tanto ha sido así que es difícil concebir una
comunidad ordenada al margen de la jerarquía. Hoy en día, quien obtempere al
poder es calificado de anarquista; disentir del poder es el riesgo más fatal
que puede asumir alguien, pues las consecuencias pueden ser nefastas, tal como
perder el derecho a la libre opinión. A todo esto, hay que añadirle
un tópico pasmoso y es el hecho de que la persistencia de dirigir se impone a
la posibilidad de ser dirigido; el interés en ser dirigido no pasa de ser una
metáfora absurda, es más congruente la misoginia pues en el mejor de los casos
la indiferencia aporta más a la dignidad de los individuos por implicar ser
dueños de sí mismos aunque sea por breves instantes, no sucede igual cuando
depende de otros la elección y la libre voluntad.
Bajo estas
condiciones, es fácil argüir que estamos en un escenario donde se respira una atmósfera asfixiante. Aquí el terreno es fértil para la producción de
mentalidades arribistas, arbitrarias, utilitarias, confabuladoras, egotistas y
desleales. Claro está que esto no se aplica a todo el mundo, pero sí es
un espacio muy propio para que individuos de esta calaña emerjan y se
multipliquen con suma facilidad. Quiero decir, que quienes no entran en este
universo dantesco tienen que sufrir la ignominia de ser reducidos a la
condición de presas, pues aquellos, traspuestos al estado de fieras salvajes y
depredadoras ven en el demás “algo” útil para satisfacer su apetito de poder
insaciable. Es innegable que en un contexto como éste, quienes prefieren “jugar
limpio” en la puja por el poder tienen que ser de espíritu fuerte para no
dejarse corromper, o mantenerse en este ambiente con el sentido de “alerta” en
sensibilidad alta (para no decir paranoia); esto es, si quiere mantenerse en
este ambiente y sobrevivir; muchos, en otros casos, viendo la vorágine que aquí
se vive, prefieren declinar y llevar una vida productiva en calma y sin
sobresaltos.
En cambio, aquellos que prefieren meterse hasta las narices en el lodo,
en pro de mantener una cuota de poder y, en consecuencia, acumular unos “pesos”
para satisfacer su hambre milenaria y, de igual forma, mantener el estatus que
con triquiñuelas y arribismo han alcanzado, son sobrecogidos de ese miedo que
cito en el inicio de este ensayo. Es un miedo sobrecogedor que les obliga a
toda clase de desmanes y desvergüenzas, acciones irrisorias que solamente
tienen cabida en una mente retorcida y asquerosa: porque valerse de métodos
como el espionaje, la retaliación, el soborno, la extorsión, la difamación
moral (y cualquier acción que atente contra la integridad y dignidad físicas y
morales del otro) son acciones propias de truhanes y déspotas.
Pero, ¿a qué se debe ese miedo? ¿Por qué esa manera burda de querer
mantener el poder? La respuesta es sencilla: basta un leve vistazo a su actitud
frente al deber. Porque han escalado socialmente valiéndose de métodos
moralmente detestables; porque llegaron allí guiados por un apetito voraz, un
hambre milenaria engendrada subculturalmente. Porque no entienden, ni
entenderán que el lugar de prestigio que ocupan en la sociedad demanda una
responsabilidad social, pues están compelidos con el deber de servir
correctamente.
Pero
no lo entienden así: en su brutalidad enfermiza arguyen que, debido a su
posición, merecen pleitesía y se les tribute loores y lambonismo de todo
calibre. Así, cuando sucede todo lo contrario, intuyen que un plan siniestro se
teje en su contra, que alguna subversión está a punto de estallar, que se les
está jugando “sucio”. La paranoia se torna en su estilo de vida: le temen a
todo, incluso a su propia sombra. Tal es alto grado de temor que se valen de
testaferros (sujetos de su calaña, capaces de las acciones más bajas a cambio
de un pedazo de pan, sujetos cuya identidad está cifrada en la necesidad del
momento), con la finalidad de elaborar un sistema de espionaje: para enterarse
de cómo va la situación, de quiénes “no le quieren” (un indicador claro de su
cursilería); porque piensan que así pueden tener dominio de la situación. En
otros casos incurren en amenazas: le hacen saber a sus subalternos que ellos
tienen el poder para la cancelación (si es que ya no están trabajando a
traición, en silencio, para sorprender al ingenuo que ignora su procacidad);
otras veces, cuando percibe que nadie les teme, gritan a los demás que ellos
son los “mandamás”, que nadie está en la facultad de violentar su decisión.
Pero todo es producto del miedo, porque temen, abrumadoramente.
Temen porque saben que están en el poder no por sus méritos ni porque
superaron el desafío, sino porque traicionaron los principios que rigen la
lealtad; porque traicionaron, extorsionaron, embaucaron o simplemente, después
de un largo periodo de servicio simplón reclamaron un puesto para
el que no estaban aptos, pero se les ubicó allí sin ningún tipo de criterio,
desde entonces hacen un servicio flaco en pro de sectores oscuros con miras a
cumular riquezas sin ningún tipo de pudor. De ello se deduce que son
usurpadores, trepadores sociales que contaminan todo el lugar. Son la versión
excremento del Rey Midas; cualquier espacio que frecuente, cualquier cosa que
toquen, cualquier atmósfera que invadan, adquiere un matiz pestilente y
nauseabundo. Saben que es el único hábitat que les favorece a su natural “don
de mando”, es de su entero conocimiento que si pierden esa cuota de poder están
irremediablemente perdidos pues no tendrán ningún espacio de acción para
cometer tantas torpezas sin ser obtemperados. Por eso temen, por eso es que su
complexión está invadida por el miedo.
Y entiendo
que, producto de ese miedo, se valgan de cualquier medio para disipar esos
fantasmas que le roban la paz, que traten a toda costa de mantenerse en un
lugar que, atendiendo a su aptitud, no les compete; hasta cierto punto eso es
entendible.
Ahora
bien, lo que causa malestar y angustia es que sujetos que ostentan una
investidura de corte humanista incurran en acciones como estas, porque se
entiende que son artífices de las buenas costumbres y que son formadores de
individuos con valores verticales, labor que a su vez garantiza la permanencia
de una sociedad con sentido de cuidado e instrucción de sus ciudadanos. Me
explico: un religioso, cura católico o pastor protestante, al servició de los
interese más oscuros del poder; la historia está llena de esos ejemplos, de
hombres y mujeres que hicieron las veces de esbirros cuando debió ser todo lo
contrario.
Pero lo más doloroso es cuando un educador, que se entiende que debe
asumir su función sin mácula, una persona cuya función es apostólica, hace todo
lo contrario: se vuelve manipulador, inconsecuente, intolerante y déspota
porque su ineptitud le ha creado y a la vez acrecentado un miedo devastador que
le obliga a una serie de acciones deplorables como valerse de la triste
condición de sus alumnos para convertirlo en espías de otros profesores. Da
pena que el miedo político haga que un docente, un educador,
formador de valores y buenos criterios, se valga de sus oficios (de sus
hábitos, de su apostolado) para hacer todo lo contrario a lo que el sentido
común y las buenas costumbres orientan.
Pero, ¿por qué lo hacen? La respuesta es sencilla, la traté en incisos
anteriores: todo se debe a que su poquedad mental no le orientaron a la
validez del servicio, nunca entendió (ni lo entenderá debido a su hambre
milenaria) que los sitios de privilegios, entiéndase lugares de mando o el
dirigir a los demás, demanda un entero compromiso con el deber mismo; que
sostener “el cetro” no es para “llenarse la barriga” ni darse la “buena vida”,
sino para regir a los demás con rectitud y guiarlo por el camino correcto del
buen vivir. Cuando se sume o se busca el poder contrario a esta simplicidad, se
incurre en acciones tan bajas como esa de valerse de personas para convertirlos
en sus esbirros, no importa que estos sean alumnos o no. Da igual.
Cualquiera,
justificando a aquellos, dirá que esto es político y que en política se vale de
todo. Bueno, si el asunto es justificar una mala acción para encubrir las demás
que de por sí son malas o peores, está bien. Pero, ¿qué del mañana, de la
sociedad que ante nuestros ojos se está hundiendo en el fango, de las
generaciones que nos siguen? Seremos responsables de su futuro desastre.
Sigamos haciendo las veces de pragmáticos empedernidos, que mañana nos quedará
echarnos a morir ya que hoy nos depredamos entre nosotros mismos.
Nuestra
sociedad está muriendo, se deshace ante nuestros ojos gracias a nuestra
participación, porque siendo responsables del futuro y de su bienestar nos
dedicamos a satisfacer nuestras necesidades perentorias, orientados por un
apetito de poder desmesurado. Perdonen el fatalismo, pero no valen programas
“bonachones” que puedan revertir el desastre que nos acecha; la solución es
una: dejar de lado la ambición de poder, entender que el que no se debe elegir
a quien no tiene la capacidad para dirigir a los demás, que el hecho de que aquél
sea mi “amigo” no es argumento suficiente para depositar en sus manos la
seguridad y el bienestar de los demás.
Las cosas comenzarán a cambiar cuando dejemos
de ver en los demás un medio en vez de una finalidad: si esto hacemos, a su vez
nos volveremos de utilizarlos como instrumentos de nuestras ambiciones de
poder. Dejaremos de sentir miedo, seremos consecuentes con nosotros mismos y
entenderemos que, si n o tenemos la capacidad de dirigir, otros que las tienen
serán los más idóneos para ello; aprenderemos que los “puestos de mando” se
obtienen con capacidad y actitud de compromiso y deber.
Cuando entiendo para qué somos aptos y para que no, no importa el
contexto político ni las triquiñuelas en las que se incurra, el miedo se disipa
y comienzo a actuar correctamente; me preocupo porque las cosas salgan bien; me
olvido de que quiero dirigir y comienzo a entender que mi deber, como parte
integradora e integrante de una sociedad, es ayudar para que las instituciones
marchen bien. Cuando pienso así, colaboro y contribuyo al bienestar colectivo.
Entiendo lo que es trabajar en equipo y trabajo en equipo, olvido el
protagonismo y me preocupo porque todo salga bien; mi interés particular
subyace al colectivo.
De lo contrario, si actúo de espalda a este principio: lo que hago es
convertirme en un trepador social a quien le importa una mierda que la
institución y el bienestar colectivos se vayan al carajo; porque lo que quiero
es mandar, ganarme unos pesos más; y, como no hay capacidad para ello ya que mi
brutalidad en fecunda y abrumadora, siento miedo de no lograr lo que persigo o
de que los demás me rechacen; y, en consecuencia, incurro en las más bajas
acciones (como la de instrumentalizar a los demás.
Por: José E. Flete-Morillo.-
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