Ambas
palabras, traidor y traicionero hacen alusión
a lo mismo, a la traición que en el
diccionario se define como “falta que se comete quebrantando la
fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener” [1].
O sea, tanto uno como el otro rompen con un principio moral que los rige: con
el “deber” de ser leal a la persona con la que convive o a la institución en la
que labora o le representa.
Por
el simple hecho de militar en un partido político, pertenecer a una familia,
formar parte de un grupo religioso, estar afiliado a un gremio sindical, en
fin, simplemente formar parte de la realidad del “otro”, ya estamos obligados a
ser leales; esto así, porque de alguna forma los demás se confían de nosotros o
asumen que su integridad física o moral no corre peligro estando uno próximo a
ellos. No es que “el otro” intuye que estamos obligados a cuidarle, sino que se
encuentra confiado por el simple hecho de que estamos en su proximidad.
Un
ejemplo, cuando el emperador romano, Julio César, fue víctima de un complot
tramado en su contra; fue sorpresivo, no se lo esperaba, lo que indica que todo
se trata de una traición; pero lo que resalta la traición del acto es la
expresión “¡Et tu Brutus!”; sentencia que indica que el ver
a su hijo adoptivo entre los complotados fue el golpe más lacerante que recibe
en ese mismo instante. Lo característico de la traición es que hiere lo emocional
del otro; es furtivo; nadie lo espera; se planifica aprovechando la confianza
que la víctima tiene en quien ejecuta la ejecuta. Si se aplicara bajo el
conocimiento del otro, sería cualquier cosa, menos traición. Cada vez que se
quiere dar un golpe letal, o romper las barreras de seguridad del objetivo, se
acude a una persona que esté muy próximo a la víctima, alguien de quien jamás
tendría la menor sospecha. Diferentes casos sustenta esta afirmación: Jesús,
Gandhi, Malcom X, Salvador Allende.
Mas
a pesar de que ambos términos, traidor y traicionero, aluden
a la traición, poseen ciertas peculiaridades que los
hacen distinguirse el uno del otro.
En
el caso del traidor, la casualidad es imperante.
Es producto de una situación, de un momento que lo empuja a al temor de ser
perjudicado en su integridad o, como en el caso de hambre, a sacar mitigar una
situación extrema. Los fanáticos son proclives a esta situación, pues cuando
sienten que equis persona ponen en riesgo su secta, su partido, o cualquier
cosa a la que ellos rindan culto irracional, tienen al exterminio de la persona
como única vía de preservar la integridad de lo que ellos veneran.
Un
soldado, por ejemplo, que está compelido a proteger el regimiento al que
pertenece, a proteger la patria por encima de su integridad, cuando lo acosa el
hambre o una ambición desmedida, comete un acto de traición cundo proporciona
informaciones confidenciales al regimiento o país enemigo. O un sindicalista
comete traición cuando, desligándose de su gremio favorece, aunque sea con su
discurso, a la clase explotadora.
Sea
por temor, o por conveniencia, tan sólo por relegar de su clase en perjuicio de
ésta, se incurre en una traición[1]. Pero hay que
insistir que la traición se caracteriza por ser una acción casual. Sin embargo,
a pesar de esa casualidad, de la que es presa el traidor, existe también el
profundo sentimiento de culpabilidad que lo embarga; producto de esto se
produce una muerte moral, en la que aquél pierde todo interés por la vida, un
sentimiento que cuando se agrava termina en suicidio. Como Judas
Iscariote quien, atormentado por la culpabilidad, se ahorcó. Todo
esto demuestra que en este caso este tipo de personas no siempre practicaron la
traición, sino que en un momento límite incurrieron en ello; pero, digamos así,
al despertar de su esa necesidad que lo mantenía subsumido, volvieron a la
razón y quedan desconcertados consigo mismos; e impotentes al ver que no pueden
dar marcha atrás al daño que hicieron, caen en un mutismo, o se apartan del
común de las personas consumidos por una horrible vergüenza. Aquí reitero lo de
muerte moral.
Ahora
bien, en lo que se refiere al traicionero, la situación
cambia. Éste se caracteriza porque la acción es continua. En él impera un fin
único: él mismo. Queremos decir que la traición es su estilo de vida. Aquí
ubicamos a los trepadores sociales, especialmente aquellos que medran en los
ambientes políticos. Estos no tienen el menor escrúpulo de
instrumentalizar a los demás.
El traicionero tiene
la habilidad de infiltrarse en los grupos y ganarse la confianza de éstos; se
gana su confianza y los utiliza en la elaboración de sus proyectos. Tanto se ha
ganado su confianza que forma un culto en torno a su persona y se muestra como
mártir de una causa en la que ni él mismo cree; una vez que ha logrado esto
apunta a una dirección más lucrativa o conveniente a su persona; así que a
espalda de aquellos negocia y traza proyector en los que sus adeptos solamente
figuran como mercancía al mejor comprador.
Partiendo
de lo anterior, podemos inferir que el traicionero es
un mercantilista de la moral; le importa un bledo el bienestar de los demás.
Tiene la habilidad de ganarse la confianza de aquellos a quienes vende y hace
cargar con el dinero. Siempre tiene un plan perfecto; lo presenta como noble,
altruista, pero en el fondo es todo lo contrario. Participa en cualquier
actividad humanitaria con el firme propósito de vender una imagen impoluta,
venerable y creíble.
El
discurso es su mayor virtud; sabe que las palabras surten un efecto poderoso:
habla porque la gente lo que quiere es eso, oír cosas buenas; así que cosas
buena le vende, y de manera “melodiosa”, con un discurso que siempre apunta al
egoísmo de aquellos a quienes quiere envolver. Pero convencido que la práctica
hace más convincente su prédica, incurre en un paternalismo rampante, en el
sentido de que “se desprende de algunas de sus posesiones” para “ofrendarla en
beneficio de alguna causa benéfica”. Cuando hace esto, aun el más escéptico de
sus detractores queda convencido de “su bondad”. Tanto efecto tiene su plan que
“puede clavar el cuchillo a la vista de todos” y habrá quienes lo excusen
alegando accidente o algún propósito absurdo.
Un
ejemplo perfecto del traicionero lo encontramos
en la figura de José Fouché, de
quien Stefan Zweig[2] dice:
“… Ya
en el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo
característico de su personalidad: la antipatía a mezclarse completamente, de
manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste el hábito de clérigo, está
tonsurado, comparte la vida monacal con los demás padres espirituales, y
durante diez años de oratoria en nada se diferencia, ni interior ni
exteriormente de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace voto;
como en todas las situaciones de su vida, déjase abierta la retirada,
la posibilidad de variación y cambio. A la Iglesia se da completamente y no por
entero, lo mismo que más tarde al Consulado, al Imperio o al Reinado. Ni
siquiera con Dios se compromete José Fouché a ser fiel para siempre”.
El traicionero no
se detiene; no conoce el hastío. Lo peor que suele suceder con él es darle la
oportunidad de ser escuchado, porque si esto sucede, recurre a la dignidad de
los oyentes y los envuelve con su larga historia de desprendimiento y su largas
jornadas de lucha por el gremio, o por la causa en cuestión, Habla fuerte,
gesticula con agresividad, golpea en el pódium, mientras desafía a los oyentes
a que lo desmientan (técnica, por cierto muy efectiva) ya que, ante un teatro
así nadie se atreve a arriesgar lo poco de dignidad que le queda refutando a un
individuo así; al final de su arenga levanta el mentón, da una mirada
panorámica al auditorio, al tiempo que da un paso atrás, casi cruzando los
brazos, como si encarnara a Mussolini en una de su pose más famosa.
Extrañamente,
tiene la gracia de que, a pesar de conocer sus “malas costumbres” siempre
recibe de todos un voto de confianza, especialmente de sus detractores, de
aquellos que saben, sin la menor duda, quién es y de qué es capaz este
individuo. Y no obstante traiciona una y otra vez, pues ya sabemos que es su
estilo de vida, siempre tiene adeptos que le admiran y protegen.
Diferente
al traidor, el traicionero es
insensible a las estocadas de la conciencia, hace tiempo que esta se ha
convertido en su cómplice incondicional. Nada le mortifica, puede vender aún a
su madre y doto le da igual. Por eso puede traicionar una y otra vez sin el
menor remordimiento. Hay momentos que se le puede ver llorando, pero cuidado:
todo se trata de un teatro, de una artimaña para promover esa imagen de “individuo
sensible” que quiere que todos conozcan y promuevan a la vez.
Por:
José E. Flete-Morillo.-
[1] . Cabe aquí
destacar aquellas acciones criminales en las que se pone fin a un dictador
valiéndose de medios oscuros como la traición; aunque se libere al pueblo de la
represión, es traición cuando se vale de la confianza del déspota para
acercarse a él y lograr el propósito. Quizás, lo que abala esta acción es
cuando el fin, la liberación del pueblo, es lo más anhelado, lo que adquiere
carácter de ideal. Pero si en esa misión se percibe algún indicio de egoísmo el
ideal desaparece y la misión se torna nefasta.
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