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jueves, 24 de enero de 2019

¿Traidor o traicionero?




Ambas palabras, traidor traicionero hacen alusión a  lo mismo, a la traición que en el diccionario se define como “falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener” [1]. O sea, tanto uno como el otro rompen con un principio moral que los rige: con el “deber” de ser leal a la persona con la que convive o a la institución en la que labora o le representa.
Por el simple hecho de militar en un partido político, pertenecer a una familia, formar parte de un grupo religioso, estar afiliado a un gremio sindical, en fin, simplemente formar parte de la realidad del “otro”, ya estamos obligados a ser leales; esto así, porque de alguna forma los demás se confían de nosotros o asumen que su integridad física o moral no corre peligro estando uno próximo a ellos. No es que “el otro” intuye que estamos obligados a cuidarle, sino que se encuentra confiado por el simple hecho de que estamos en su proximidad.
Un ejemplo, cuando el emperador romano, Julio César, fue víctima de un complot tramado en su contra; fue sorpresivo, no se lo esperaba, lo que indica que todo se trata de una traición; pero lo que resalta la traición del acto es la expresión “¡Et tu Brutus!”; sentencia que indica que el ver a su hijo adoptivo entre los complotados fue el golpe más lacerante que recibe en ese mismo instante. Lo característico de la traición es que hiere lo emocional del otro; es furtivo; nadie lo espera; se planifica aprovechando la confianza que la víctima tiene en quien ejecuta la ejecuta. Si se aplicara bajo el conocimiento del otro, sería cualquier cosa, menos traición. Cada vez que se quiere dar un golpe letal, o romper las barreras de seguridad del objetivo, se acude a una persona que esté muy próximo a la víctima, alguien de quien jamás tendría la menor sospecha. Diferentes casos sustenta esta afirmación: Jesús, Gandhi, Malcom X, Salvador Allende.
Mas a pesar de que ambos términos, traidor y traicionero, aluden a la traición, poseen ciertas peculiaridades que los hacen distinguirse el uno del otro.
 En el caso del traidorla casualidad es imperante. Es producto de una situación, de un momento que lo empuja a al temor de ser perjudicado en su integridad o, como en el caso de hambre, a sacar mitigar una situación extrema. Los fanáticos son proclives a esta situación, pues cuando sienten que equis persona ponen en riesgo su secta, su partido, o cualquier cosa a la que ellos rindan culto irracional, tienen al exterminio de la persona como única vía de preservar la integridad de lo que ellos veneran.
 Un soldado, por ejemplo, que está compelido a proteger el regimiento al que pertenece, a proteger la patria por encima de su integridad, cuando lo acosa el hambre o una ambición desmedida, comete un acto de traición cundo proporciona informaciones confidenciales al regimiento o país enemigo. O un sindicalista comete traición cuando, desligándose de su gremio favorece, aunque sea con su discurso, a la clase explotadora.
Sea por temor, o por conveniencia, tan sólo por relegar de su clase en perjuicio de ésta, se incurre en una traición[1]. Pero hay que insistir que la traición se caracteriza por ser una acción casual. Sin embargo, a pesar de esa casualidad, de la que es presa el traidor, existe también el profundo sentimiento de culpabilidad que lo embarga; producto de esto se produce una muerte moral, en la que aquél pierde todo interés por la vida, un sentimiento que cuando se agrava termina en suicidio. Como Judas Iscariote  quien, atormentado por la culpabilidad, se ahorcó. Todo esto demuestra que en este caso este tipo de personas no siempre practicaron la traición, sino que en un momento límite incurrieron en ello; pero, digamos así, al despertar de su esa necesidad que lo mantenía subsumido, volvieron a la razón y quedan desconcertados consigo mismos; e impotentes al ver que no pueden dar marcha atrás al daño que hicieron, caen en un mutismo, o se apartan del común de las personas consumidos por una horrible vergüenza. Aquí reitero lo de muerte moral.
Ahora bien, en lo que se refiere al traicionero, la situación cambia. Éste se caracteriza porque la acción es continua. En él impera un fin único: él mismo. Queremos decir que la traición es su estilo de vida. Aquí ubicamos a los trepadores sociales, especialmente aquellos que medran en los ambientes políticos. Estos  no tienen el menor escrúpulo de instrumentalizar a los demás.
El traicionero tiene la habilidad de infiltrarse en los grupos y ganarse la confianza de éstos; se gana su confianza y los utiliza en la elaboración de sus proyectos. Tanto se ha ganado su confianza que forma un culto en torno a su persona y se muestra como mártir de una causa en la que ni él mismo cree; una vez que ha logrado esto apunta a una dirección más lucrativa o conveniente a su persona; así que a espalda de aquellos negocia y traza proyector en los que sus adeptos solamente figuran como mercancía al mejor comprador.
Partiendo de lo anterior, podemos inferir que el traicionero es un mercantilista de la moral; le importa un bledo el bienestar de los demás. Tiene la habilidad de ganarse la confianza de aquellos a quienes vende y hace cargar con el dinero. Siempre tiene un plan perfecto; lo presenta como noble, altruista, pero en el fondo es todo lo contrario. Participa en cualquier actividad humanitaria con el firme propósito de vender una imagen impoluta, venerable y creíble.
El discurso es su mayor virtud; sabe que las palabras surten un efecto poderoso: habla porque la gente lo que quiere es eso, oír cosas buenas; así que cosas buena le vende, y de manera “melodiosa”, con un discurso que siempre apunta al egoísmo de aquellos a quienes quiere envolver. Pero convencido que la práctica hace más convincente su prédica, incurre en un paternalismo rampante, en el sentido de que “se desprende de algunas de sus posesiones” para “ofrendarla en beneficio de alguna causa benéfica”. Cuando hace esto, aun el más escéptico de sus detractores queda convencido de “su bondad”. Tanto efecto tiene su plan que “puede clavar el cuchillo a la vista de todos” y habrá quienes lo excusen alegando accidente o algún propósito absurdo.
Un ejemplo perfecto del traicionero lo encontramos en  la figura de José Fouché,   de quien Stefan Zweig[2] dice:

“… Ya en el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo característico de su personalidad: la antipatía a mezclarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste el hábito de clérigo, está tonsurado, comparte la vida monacal con los demás padres espirituales, y durante diez años de oratoria en nada se diferencia, ni interior ni exteriormente de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace voto; como en todas las situaciones de su vida, déjase  abierta la retirada, la posibilidad de variación y cambio. A la Iglesia se da completamente y no por entero, lo mismo que más tarde al Consulado, al Imperio o al Reinado. Ni siquiera con Dios se compromete José Fouché a ser fiel para siempre”.

El traicionero no se detiene; no conoce el hastío. Lo peor que suele suceder con él es darle la oportunidad de ser escuchado, porque si esto sucede, recurre a la dignidad de los oyentes y los envuelve con su larga historia de desprendimiento y su largas jornadas de lucha por el gremio, o por la causa en cuestión, Habla fuerte, gesticula con agresividad, golpea en el pódium, mientras desafía a los oyentes a que lo desmientan (técnica, por cierto muy efectiva) ya que, ante un teatro así nadie se atreve a arriesgar lo poco de dignidad que le queda refutando a un individuo así; al final de su arenga levanta el mentón, da una mirada panorámica al auditorio, al tiempo que da un paso atrás, casi cruzando los brazos, como si encarnara a Mussolini en una de su pose más famosa.
Extrañamente, tiene la gracia de que, a pesar de conocer sus “malas costumbres” siempre recibe de todos un voto de confianza, especialmente de sus detractores, de aquellos que saben, sin la menor duda, quién es y de qué es capaz este individuo. Y no obstante traiciona una y otra vez, pues ya sabemos que es su estilo de vida, siempre tiene adeptos que le admiran y protegen.
Diferente al traidor, el traicionero  es insensible a las estocadas de la conciencia, hace tiempo que esta se ha convertido en su cómplice incondicional. Nada le mortifica, puede vender aún a su madre y doto le da igual. Por eso puede traicionar una y otra vez sin el menor remordimiento. Hay momentos que se le puede ver llorando, pero cuidado: todo se trata de un teatro, de una artimaña para promover esa imagen de “individuo sensible” que quiere que todos conozcan y promuevan a la vez.

Por: José E. Flete-Morillo.-





[1] . Cabe aquí destacar aquellas acciones criminales en las que se pone fin a un dictador valiéndose de medios oscuros como la traición; aunque se libere al pueblo de la represión, es traición cuando se vale de la confianza del déspota para acercarse a él y lograr el propósito. Quizás, lo que abala esta acción es cuando el fin, la liberación del pueblo, es lo más anhelado, lo que adquiere carácter de ideal. Pero si en esa misión se percibe algún indicio de egoísmo el ideal desaparece y la misión se torna nefasta.
[2] . Fouché.




[1] . Real Academia Española, http://lema.rae.es/drae/?val=traici%C3%B3n

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