Hay comportamientos que por la alta frecuencia de su manifestación
y peculiaridad caen en la consideración de "síndromes"; de ahí que se
hable de "síndrome de Edipo", "síndrome de Estocolmo" y
"síndrome de güilian". Aunque el concepto de "síndrome"
suele ser privativo para los asuntos patológicos, considero que su
aplicabilidad extrapola la posible restricción hacia ciertos parámetros conductuales cuya
valoración aviesa infesta los espacios
donde se desarrolla el drama moral.
La humanidad está plagada de conductas que trascienden las
barreras del tiempo, el espacio y -¿por qué no?- la cultura. Escritores como
Maquiavelo[1],
Gracián[2],
Azorín[3]
y Robert Green[4]
recurren a comportamientos ocurridos al fuera de su cotidianidad (o sea, de su
tiempo, su espacio y su cultura, indistintamente) con el fin de tratar ciertas
"anomalías" que suelen ser muy comunes en los espacios donde se lidia
por el poder.
Las Sagradas Escrituras,
por ejemplo, nos brinda numerosos relatos donde se ponen en relieve
comportamientos que nos sirven para reflexionar, a partir de ellos, sobre
ciertos vicios que atentan contra el equilibrio social de los grupos humanos,
perdonando la posible hiperbolización del asunto. Son relatos que, so pena el tiempo transcurrido, se
mantienen latentes en nuestra actualidad. En el ensayo Megalomanía y mesianismo, recurro a uno de esos tantos personajes
bíblicos como sinécdoque útil para dicha reflexión, acción que me propongo
repetir en esta ocasión.
Sucede que en el libro segundo de Crónica[5]
encontramos un hecho que por su singular repetitividad sirve para los fines
de esta reflexión cuya sustancialidad se recoge en el título del presente
ensayo. Se trata de la personalidad de la Reina Atalía cuya posición palaciega
procede de la usurpación, acción que, por su naturaleza, es sucedida por
el abuso de poder y, en consecuencia,
por la insurrección de quienes sufrieron sus sinrazones. El inicio del relato
lo sintetiza todo al señalar que (...)Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio
que su hijo había muerto, se levantó y exterminó toda la descendencia real de
la casa de Judá[6].
La brevedad de la cita se extiende a partir de que se señala
que la usurpación, más allá de lo que significa, se fundamenta en acciones que atentan
contra el bien común en procura de satisfacer las ambiciones personales del
poder.
El problema es, yendo más allá de la simple lectura, que
Atalía había disfrutado de la "buena vida" gracias a la relación
directa que tenía con su hijo, el Rey. Se había aferrado a una vida que
terminaría con la vida misma de aquél a cuyo lado sus palabras y sus caprichos
se habían convertido en "ley y
orden" respectivamente. El problema no sólo se reduce a la usurpación sino
en el criterio con el que había asumido los asuntos burocráticos: había tenido
"tantos privilegios" y había tenido tanto acceso a las arcas del Estado, no obstante haberse
satisfecho sin remilgo en sus placeres, que le resultaba absurda la posibilidad
de que alguna vez tendría que abandonar su reciente y cómodo estilo de vida.
Pero, como diría el cantante[7],
"todo tiene su final -y- nada dura para siempre", el final
le vino a con el deceso de su hijo en cuyo cadáver divisó que su lo que le
esperaba no era otra cosa que la soledad del poder: se irían sus amigos, los
adulones dejarían de rendirle pleitesía, sus caprichos serían remilgados y su
privilegios le serían suspendidos tras el sepelio real. En fin, lo que se
avecinaba era el fin de todo aquello a
lo que se había aferrado sin importar lo inminente de su verdadero destinatario.
Por eso, con miras a evitar que el reino fuera traspasado al verdadero heredero
urdió el más perverso plan: "exterminar toda la descendencia real de Judá". Una vez
logrado esto se proclamó a sí misma Reina de todos y de todo; pero no porque
buscara garantizar el bienestar del pueblo sino porque buscaba permanecer en
aquel estilo de vida.
En el drama de la muerte de Atalía existe una escena un tanto
risible: cuando se entera que todo el pueblo se levanta en armas, apoyando al
verdadero sucesor, cae en un estado de histeria y, frenéticamente, acusa a
todos de traición. La hilaridad en lo absurdo de su proceder: la que usurpa el
poder, abusa de su condición y despotrica contra la dignidad de los demás sin
ningún tipo de reparo es quien señala lo abyecto del proceder de los otros. Mel
Gibson, en su film Corazón valiente, presenta un hecho parecido: en una de sus
escenas, en la que William Wallace encabeza una insurrección, un noble que
estaba a punto de ser ejecutado por un esposo vengativo (pues el noble,
abusando de su poder, irrumpió en la boda y tomó a la novia para bendecir el
matrimonio durmiendo con ella la primera noche del matrimonio) gritó alegando
que lo que hizo no fue más que asumir su "derecho de noble".
Naturalmente, todos los que entienden los asuntos
burocráticos como un feudo personal sino como un compromiso indefectible ante
los demás, buscan por todos los medios
retener eso que no les pertenece pero, cuando advierten lo absurdo de su
intento, proceden a un plan "B": hundir a la institución en la más
espantosa crisis financiera, y por ende política, con el fin de que cualquiera
que les sustituya viva el más espantoso drama institucional.
La soledad del poder es tormentosa, máxime cuando se olvidan
los principios que nos obligan a buscar por encima de nuestros intereses
personales el bien común. Cuando respetamos las normas y procedimientos
institucionales, la partida no duele tanto; la sabemos ahí, porque no podemos
pasarla por alto, pero la miramos como algo natural, algo normal que tiene que
suceder. Cuando esto hacemos, salimos con la frente en alto, con la simple y
única convicción del deber cumplido. Y precisamente fue esto lo que no sucedió
con Atalía, cuyo final, como suele suceder con todos los déspotas, fue la
muerte.
Ahora bien, el comportamiento de Atalía no le era privativo.
Donde quiera que se manejan los asuntos del poder aparecen individuos que
manifiestan este tipo de conducta. Se creen herederos únicos del poder, y
cuando otros asumen el derecho que la ley les confieren, en vez de entenderlo
como tal lo asumen, igual que Atalía: un acto de traición.
Cuando se asume el poder de forma errónea, los responsables
caen en cierta patología cuyo signo es el abuso de poder y la sed desmedida de
pleitesía en la que incurren muchos. Al no asumir su posición como una
responsabilidad con la que se debe cumplir, por defecto son arropados por un
sentido de megalomanía en la que subyace cierto complejo de superioridad y mesianismo.
Superioridad, porque proceden a mirar a los demás como peones y no como
colaboradores; mesianismo, porque se creen destinados para una misión
"divina" con la que ellos, y sólo ellos, pueden cumplir, los que les
lleva a caminar de espalda a las normativas que rigen la institución, violando
los procedimiento y, en consecuencia, cayendo en una especie de cinismo pues
incurren en el colmo de exigir ser gratificados por sus desmanes.
Incurren una especie de engreimiento al grado de olvidar que
su posición no es para siempre que, como todo, tiene su final. Por eso se
aferran a su posición de tal forma que, como última salida, cuando ya es
demasiado tarde, quieren comenzar como debieron: empiezan a manifestar dejos de
solidaridad, se tornan afables y procuran el favor hasta del mismo Diablo si es
posible. Fue lo que sucedió con Atalía quien, cuando percibió que su fin era
ineludible se decidió hacer del Templo su morada y de las cosas divinas su
estilo de vida.
Pero, cuando están determinantemente convencidos de que
tienen que irse evidencian un triste epílogo constituido en dos facetas:
primero, irrumpen con los espacios comunes con una letanía en la que se
victimizan a sí mismos, acusan a todos de traición (sus esbirros se hacen eco
de esta cantata), mutan de su personalidad arrogante a una humildad empalagosa,
truecan su insensibilidad por una sensiblería que a los ojos de todos no es más
que una hipocresía nauseabunda y, como última coartada, irrumpen en una especie
de gritería con la que quieren demostrar un afecto que nunca tuvieron; luego,
cuando están convencidos de que su esfuerzo ha sido inútil, como dije con
anterioridad, fraguan un plan en el que procuran perjudicar a cualquiera que
los reemplace en su amada posición; su obstinación los tiene tan obnubilados
que olvidan que las instituciones son regidas por las leyes y que, por lo
tanto, sabrán poner las cosas en su justo lugar.
Los que padecen del síndrome de Atalía proceden como los
Nazis al final de su historia: cuando se dieron cuenta de que su derrota era
inminente, procedieron aniquilar a los prisioneros de guerra en masa, además de
quemar villas y hasta poblados completos. Era una forma de dejar tras de sí tal
desastre que no hubiera forma de restituirlo; una manera de vengarse de quienes
ofrecieron resistencia a su despotismo.
Los que adolecen de este síndrome tiene una visión muy
distinta de la soledad del poder. Mientras los demás la ven como algo natural,
como algo que sucede in apostolatus culmine,
ellos lo ven como una aberración; como si se les sepultara en vida; porque es
en ese justo momento que entienden su triste realidad: que su liderazgo no era
tal, que sus amistades eran granjeadas en aras del poder y no de nobles y
desprendidos sentimientos, que su prestigio no era más que una máscara que
cumplía con el simple fin de cubrir la monstruosidad de su rostro.
Atalía no estaba equivocada. La muerte de su hijo no se
reducía a un simple cadáver; era más que eso; su muerte anunciaba su muerte
política y, además, financiera y social. Veía con visión preclara lo que los
demás, acuciados por sus ansias de un mejor status
quo, no podían ver; ella veía como su vida sufría una involución en todos
sus órdenes: se veía haciendo ella misma su fila en el supermercado, soportando
las groserías e impertinencias que en los establecimientos públicos sus
asistentes soportaban por ella, veía cómo su presencia era inadvertida por los
demás y cómo su primacía se convertía en un elemento más del montón que alude
el poeta[8].
En fin, tornaría a ser un simple ciudadano cuya presencia el Estado trata con
indiferencia, si no es que absorbe gracias a su universalidad[9].
De igual forma, los que repiten la suerte de Atalía, tienen
una visión preclara de cuál será su suerte después de ser depuestos de su posición. Por tal razón incurren en todo
lo que se ha prescrito en este ensayo, además de caer en una terrible paranoia
que les empuja a dudar de todos, inclusive de sus colaboradores más cercanos.
No entiende que su actual situación es
normal, que es propio de los lugares donde, por lo menos se pretende, hacer
libre ejercicio de la democracia; por el contrario, alentados por su desmedida
megalomanía, alegan que lo sucedido es producto de la ingratitud, la
sordidez y la traición.
Por: José E.
Flete-Morillo.-
[1] . El príncipe
[2] .El arte de la prudencia
[3] . El político
[4] .El Arte de la guerra
[5]
. Cap. 22, versículos 10-12, y cap. 23,
versículos 1-20
[6] .
Cap. 22, vr. 10.
[7] .
Héctor Lavoe.
[8] .
Federico Bermúdez, A los héroes sin
nombre.
[9] .
Hegel, Filosofía de la historia.
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