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miércoles, 9 de enero de 2019

El síndrome de Atalía.-

Hay comportamientos que por la alta frecuencia de su manifestación y peculiaridad caen en la consideración de "síndromes"; de ahí que se hable de "síndrome de Edipo", "síndrome de Estocolmo" y "síndrome de güilian". Aunque el concepto de "síndrome" suele ser privativo para los asuntos patológicos, considero que su aplicabilidad extrapola la posible restricción hacia  ciertos parámetros conductuales cuya valoración aviesa  infesta los espacios donde se desarrolla el drama moral.
La humanidad está plagada de conductas que trascienden las barreras del tiempo, el espacio y -¿por qué no?- la cultura. Escritores como Maquiavelo[1], Gracián[2], Azorín[3] y Robert Green[4] recurren a comportamientos ocurridos al fuera de su cotidianidad (o sea, de su tiempo, su espacio y su cultura, indistintamente) con el fin de tratar ciertas "anomalías" que suelen ser muy comunes en los espacios donde se lidia por el  poder.
Las Sagradas Escrituras, por ejemplo, nos brinda numerosos relatos donde se ponen en relieve comportamientos que nos sirven para reflexionar, a partir de ellos, sobre ciertos vicios que atentan contra el equilibrio social de los grupos humanos, perdonando la posible hiperbolización del asunto. Son relatos que, so pena el tiempo transcurrido, se mantienen latentes en nuestra actualidad. En el ensayo Megalomanía y mesianismo, recurro a uno de esos tantos personajes bíblicos como sinécdoque útil para dicha reflexión, acción que me propongo repetir en esta ocasión.
Sucede que en el libro segundo de Crónica[5] encontramos un hecho que por su singular repetitividad sirve para los fines de esta reflexión cuya sustancialidad se recoge en el título del presente ensayo. Se trata de la personalidad de la Reina Atalía cuya posición palaciega procede de la usurpación, acción que, por su naturaleza, es sucedida por el  abuso de poder y, en consecuencia, por la insurrección de quienes sufrieron sus sinrazones. El inicio del relato lo sintetiza todo al señalar que (...)Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio que su hijo había muerto, se levantó y exterminó toda la descendencia real de la casa de Judá[6].
La brevedad de la cita se extiende a partir de que se señala que la usurpación, más allá de lo que significa, se fundamenta en acciones que atentan contra el bien común en procura de satisfacer las ambiciones personales del poder.
El problema es, yendo más allá de la simple lectura, que Atalía había disfrutado de la "buena vida" gracias a la relación directa que tenía con su hijo, el Rey. Se había aferrado a una vida que terminaría con la vida misma de aquél a cuyo lado sus palabras y sus caprichos se habían convertido en  "ley y orden" respectivamente. El problema no sólo se reduce a la usurpación sino en el criterio con el que había asumido los asuntos burocráticos: había tenido "tantos privilegios" y había tenido tanto acceso  a las arcas del Estado, no obstante haberse satisfecho sin remilgo en sus placeres, que le resultaba absurda la posibilidad de que alguna vez tendría que abandonar su reciente y cómodo estilo de vida.
Pero, como diría el cantante[7], "todo tiene su final -y- nada dura para siempre", el final le vino a con el deceso de su hijo en cuyo cadáver divisó que su lo que le esperaba no era otra cosa que la soledad del poder: se irían sus amigos, los adulones dejarían de rendirle pleitesía, sus caprichos serían remilgados y su privilegios le serían suspendidos tras el sepelio real. En fin, lo que se avecinaba era el fin de  todo aquello a lo que se había aferrado sin importar lo inminente de su verdadero destinatario. Por eso, con miras a evitar que el reino fuera traspasado al verdadero heredero urdió el más perverso plan: "exterminar toda la  descendencia real de Judá". Una vez logrado esto se proclamó a sí misma Reina de todos y de todo; pero no porque buscara garantizar el bienestar del pueblo sino porque buscaba permanecer en aquel estilo de vida.
En el drama de la muerte de Atalía existe una escena un tanto risible: cuando se entera que todo el pueblo se levanta en armas, apoyando al verdadero sucesor, cae en un estado de histeria y, frenéticamente, acusa a todos de traición. La hilaridad en lo absurdo de su proceder: la que usurpa el poder, abusa de su condición y despotrica contra la dignidad de los demás sin ningún tipo de reparo es quien señala lo abyecto del proceder de los otros. Mel Gibson, en su film Corazón valiente,  presenta un hecho parecido: en una de sus escenas, en la que William Wallace encabeza una insurrección, un noble que estaba a punto de ser ejecutado por un esposo vengativo (pues el noble, abusando de su poder, irrumpió en la boda y tomó a la novia para bendecir el matrimonio durmiendo con ella la primera noche del matrimonio) gritó alegando que lo que hizo no fue más que asumir su "derecho de noble".
Naturalmente, todos los que entienden los asuntos burocráticos como un feudo personal sino como un compromiso indefectible ante los demás,  buscan por todos los medios retener eso que no les pertenece pero, cuando advierten lo absurdo de su intento, proceden a un plan "B": hundir a la institución en la más espantosa crisis financiera, y por ende política, con el fin de que cualquiera que les sustituya viva el más espantoso drama institucional.
La soledad del poder es tormentosa, máxime cuando se olvidan los principios que nos obligan a buscar por encima de nuestros intereses personales el bien común. Cuando respetamos las normas y procedimientos institucionales, la partida no duele tanto; la sabemos ahí, porque no podemos pasarla por alto, pero la miramos como algo natural, algo normal que tiene que suceder. Cuando esto hacemos, salimos con la frente en alto, con la simple y única convicción del deber cumplido. Y precisamente fue esto lo que no sucedió con Atalía, cuyo final, como suele suceder con todos los déspotas, fue la muerte.
Ahora bien, el comportamiento de Atalía no le era privativo. Donde quiera que se manejan los asuntos del poder aparecen individuos que manifiestan este tipo de conducta. Se creen herederos únicos del poder, y cuando otros asumen el derecho que la ley les confieren, en vez de entenderlo como tal lo asumen, igual que Atalía: un acto de traición.
Cuando se asume el poder de forma errónea, los responsables caen en cierta patología cuyo signo es el abuso de poder y la sed desmedida de pleitesía en la que incurren muchos. Al no asumir su posición como una responsabilidad con la que se debe cumplir, por defecto son arropados por un sentido de megalomanía en la que subyace cierto complejo de superioridad y mesianismo. Superioridad, porque proceden a mirar a los demás como peones y no como colaboradores; mesianismo, porque se creen destinados para una misión "divina" con la que ellos, y sólo ellos, pueden cumplir, los que les lleva a caminar de espalda a las normativas que rigen la institución, violando los procedimiento y, en consecuencia, cayendo en una especie de cinismo pues incurren en el colmo de exigir ser gratificados por sus desmanes.
Incurren una especie de engreimiento al grado de olvidar que su posición no es para siempre que, como todo, tiene su final. Por eso se aferran a su posición de tal forma que, como última salida, cuando ya es demasiado tarde, quieren comenzar como debieron: empiezan a manifestar dejos de solidaridad, se tornan afables y procuran el favor hasta del mismo Diablo si es posible. Fue lo que sucedió con Atalía quien, cuando percibió que su fin era ineludible se decidió hacer del Templo su morada y de las cosas divinas su estilo de vida.
Pero, cuando están determinantemente convencidos de que tienen que irse evidencian un triste epílogo constituido en dos facetas: primero, irrumpen con los espacios comunes con una letanía en la que se victimizan a sí mismos, acusan a todos de traición (sus esbirros se hacen eco de esta cantata), mutan de su personalidad arrogante a una humildad empalagosa, truecan su insensibilidad por una sensiblería que a los ojos de todos no es más que una hipocresía nauseabunda y, como última coartada, irrumpen en una especie de gritería con la que quieren demostrar un afecto que nunca tuvieron; luego, cuando están convencidos de que su esfuerzo ha sido inútil, como dije con anterioridad, fraguan un plan en el que procuran perjudicar a cualquiera que los reemplace en su amada posición; su obstinación los tiene tan obnubilados que olvidan que las instituciones son regidas por las leyes y que, por lo tanto, sabrán poner las cosas en su justo lugar.
Los que padecen del síndrome de Atalía proceden como los Nazis al final de su historia: cuando se dieron cuenta de que su derrota era inminente, procedieron aniquilar a los prisioneros de guerra en masa, además de quemar villas y hasta poblados completos. Era una forma de dejar tras de sí tal desastre que no hubiera forma de restituirlo; una manera de vengarse de quienes ofrecieron resistencia a su despotismo.
Los que adolecen de este síndrome tiene una visión muy distinta de la soledad del poder. Mientras los demás la ven como algo natural, como algo que sucede in apostolatus culmine, ellos lo ven como una aberración; como si se les sepultara en vida; porque es en ese justo momento que entienden su triste realidad: que su liderazgo no era tal, que sus amistades eran granjeadas en aras del poder y no de nobles y desprendidos sentimientos, que su prestigio no era más que una máscara que cumplía con el simple fin de cubrir la monstruosidad de su rostro.
Atalía no estaba equivocada. La muerte de su hijo no se reducía a un simple cadáver; era más que eso; su muerte anunciaba su muerte política y, además, financiera y social. Veía con visión preclara lo que los demás, acuciados por sus ansias de un mejor status quo, no podían ver; ella veía como su vida sufría una involución en todos sus órdenes: se veía haciendo ella misma su fila en el supermercado, soportando las groserías e impertinencias que en los establecimientos públicos sus asistentes soportaban por ella, veía cómo su presencia era inadvertida por los demás y cómo su primacía se convertía en un elemento más del montón que alude el poeta[8]. En fin, tornaría a ser un simple ciudadano cuya presencia el Estado trata con indiferencia, si no es que absorbe gracias a su universalidad[9].
De igual forma, los que repiten la suerte de Atalía, tienen una visión preclara de cuál será su suerte después de ser depuestos  de su posición. Por tal razón incurren en todo lo que se ha prescrito en este ensayo, además de caer en una terrible paranoia que les empuja a dudar de todos, inclusive de sus colaboradores más cercanos. No entiende que su  actual situación es normal, que es propio de los lugares donde, por lo menos se pretende, hacer libre ejercicio de la democracia; por el contrario, alentados por su desmedida megalomanía, alegan que lo sucedido es producto de la ingratitud, la sordidez  y la traición.
Por: José E. Flete-Morillo.-




[1] . El príncipe
[2] .El arte de la prudencia
[3] . El político
[4] .El Arte de la guerra
[5] . Cap. 22, versículos 10-12, y cap. 23, versículos 1-20

[6] . Cap. 22, vr. 10.
[7] . Héctor Lavoe.
[8] . Federico Bermúdez, A los héroes sin nombre.
[9] . Hegel, Filosofía de la historia.


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