Viéndolo desde una perspectiva totalizadora y pesimista, la
muerte es el fin de todas las cosas. Las cosas, orgánicas o conceptuales,
llegan a un punto que simplemente dejan de ser; su ausencia copa nuestros
sentidos al grado hacernos percibir lo
ineludible de su grotesca ausencia. Es lo que pasa cuando se nos muere un ser
querido; lo que lloramos es su ausencia; al pensar en esto nos invade una
sensación de vacío solamente se disipa con el tiempo; y cuando ya nos ha
dominado la resignación una indiferencia se apodera de nosotros los dolientes
quienes recordamos al ser querido como algo que simplemente fue. Pero en esos
momentos en que la vulnerabilidad nos apremia el dolor retorna y nos hacer
miserables.
Pero la muerte va más allá de la implicación emotiva; su
marcada forma de ausentar las cosas se extrapola también a lo conceptual. Un
carro, una casa, un televisor o una computadora, por el desuso, sucumben; la
muerte se apodera de ellos pues ya no tiene utilidad que valga; de ahí que se
hable de cementerio de cosas (de carros, de televisores, de mesas, etcétera). De ello se desprende que
la palabra "cementerio" aluda al conjunto de cosas de una misma
naturaleza que ya no tienen "vida útil". Podría decir "que carecen de vida útil" pero
prefiero decir "que ya no tiene vida
útil" para abrazar y dejar por sentado la idea de "muerte"
porque, en fin, es lo que queremos significar cuando la cosa en uso perdió su
utilidad.
Nada escapa a esta fatal realidad. Todas las cosas algún día dejarán de ser. De acuerdo con Kant, la demarcación espacio-temporal que éstas sufren las conminan al exterminio inminente. Están inexorablemente condenadas a dejar de existir y esto no es otra cosa que la muerte misma. Nada es para siempre, todo tiene que dejar de ser. Todo anuncia la inminencia de la muerte, incluso nuestro leve estado de felicidad.
Pero, ¿es posible otra forma de muerte, otra además de la muerte
de las cosas y los conceptos? Por supuesto. Como se habla de la muerte del
arte, de amor, del Estado y de Dios, es posible hablar de la muerte de las
ideas o, para hacerla más patética, de la muerte del pensamiento.
Pero la realidad es otra. Esta república ha sucumbido a la
muerte; en ella solamente quedan las almas irascibles, las que combinado con su
modo natural de ser, se manejan al amparo de una estulticia maldita; son almas
torvas que no distinguen entre el bien y el mal. Su modo de proceder replica a
la perfección aquellos filmes de zombis cuya temática común es un tributo al canibalismo,
con la salvedad de que en este caso el canibalismo es moral.
No hay dudas. La república de las letras hace tiempo que
murió. La sociedad del conocimiento ha sido desplazada por el arribismo y el
deseo desmedido de tener sin importar las consecuencias. Es la manera en que se
sobrevive es esta realidad ahora
retorcida. Si las almas irascibles gobiernan es porque los sabios han
sido aniquilados, y los que sobreviven han sido adocenados. De la república de
las letras solamente nos queda la abominación de querer ser a pesar de la
vulgaridad.
Por: José E.
Flete-Morillo.-
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