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miércoles, 9 de enero de 2019

Iconoclasia.-



Viéndolo desde una perspectiva totalizadora y pesimista, la muerte es el fin de todas las cosas. Las cosas, orgánicas o conceptuales, llegan a un punto que simplemente dejan de ser; su ausencia copa nuestros sentidos al grado hacernos percibir  lo ineludible de su grotesca ausencia. Es lo que pasa cuando se nos muere un ser querido; lo que lloramos es su ausencia; al pensar en esto nos invade una sensación de vacío solamente se disipa con el tiempo; y cuando ya nos ha dominado la resignación una indiferencia se apodera de nosotros los dolientes quienes recordamos al ser querido como algo que simplemente fue. Pero en esos momentos en que la vulnerabilidad nos apremia el dolor retorna y nos hacer miserables.
Pero la muerte va más allá de la implicación emotiva; su marcada forma de ausentar las cosas se extrapola también a lo conceptual. Un carro, una casa, un televisor o una computadora, por el desuso, sucumben; la muerte se apodera de ellos pues ya no tiene utilidad que valga; de ahí que se hable de cementerio de cosas (de carros, de televisores,  de mesas, etcétera). De ello se desprende que la palabra "cementerio" aluda al conjunto de cosas de una misma naturaleza que ya no tienen "vida útil". Podría decir "que carecen de vida útil" pero prefiero decir "que ya no tiene vida útil" para abrazar y dejar por sentado la idea de "muerte" porque, en fin, es lo que queremos significar cuando la cosa en uso perdió su utilidad.

Nada escapa a esta fatal realidad. Todas las cosas algún día dejarán de ser. De acuerdo con Kant, la demarcación espacio-temporal que éstas sufren las conminan al exterminio inminente. Están inexorablemente condenadas a dejar de existir y esto no es otra cosa que la muerte misma. Nada es para siempre, todo tiene que dejar de ser. Todo anuncia la inminencia de la muerte, incluso nuestro leve estado de felicidad.
En el film Historia sin fin la muerte se representa como la Nada, destructor indetenible que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Pero la Nada no tiene forma, tampoco puede ser explicada; una especie de vértigo se apodera de aquél que intenta explicarla y lo sumerge en el absurdo de "intentar detener el viento". La muerte no puede ser explicada sino vivida; solamente el estado agónico, y en su defecto el presentimiento con sus implicaciones, es da una leve idea de lo que es; el temor al vacio nos invade y nos condena a sufrir con anticipación dejándonos solamente la oportunidad de desear hacer lo que no se puede: "no morir".
Pero, ¿es posible otra forma de muerte, otra además de la muerte de las cosas y los conceptos? Por supuesto. Como se habla de la muerte del arte, de amor, del Estado y de Dios, es posible hablar de la muerte de las ideas o, para hacerla más patética, de la muerte del pensamiento.
"¿Muerte del pensamiento?", dirá alguien. Y sí, muerte del pensamiento porque hemos caído en una especie primitivismo en el que la supervivencia del más fuerte es la norma de procedimiento; pero, ¿quién es el más fuerte? Cualquiera que no sea propenso al conocimiento. Estos, los que se preocupan por alcanzar conocimiento, están relegados a la penumbra donde no hacen más que "invertir su tiempo" en cosas superfluas con miras a lograr recrear una república "ideal" que solamente era posible en el discurso platónico; es una república de las letras (así la llamo) donde el sabio dirige y posibilita un gobierno justo, y por ende perfecto, porque su condición lo conmina a ello.
Pero la realidad es otra. Esta república ha sucumbido a la muerte; en ella solamente quedan las almas irascibles, las que combinado con su modo natural de ser, se manejan al amparo de una estulticia maldita; son almas torvas que no distinguen entre el bien y el mal. Su modo de proceder replica a la perfección aquellos filmes de zombis cuya temática común es un tributo al canibalismo, con la salvedad de que en este caso el canibalismo es moral.
No hay dudas. La república de las letras hace tiempo que murió. La sociedad del conocimiento ha sido desplazada por el arribismo y el deseo desmedido de tener sin importar las consecuencias. Es la manera en que se sobrevive es esta realidad ahora  retorcida. Si las almas irascibles gobiernan es porque los sabios han sido aniquilados, y los que sobreviven han sido adocenados. De la república de las letras solamente nos queda la abominación de querer ser a pesar de la vulgaridad.
Todo muere. Muere el Estado, muere el amor y mueren las palabras. La muerte es inevitable. La muerte deja su rastro; los cementerios, los cadáveres (de humanos y de animales), el vacío de las cosas y el dolor de su irrecuperabilidad son ejemplos suficientes. Pero, en lo que se refiere a la muerte de las ideas,  tenemos el reinado de los estultos e irascibles y el adocenamiento de las almas de bien. Es el fin de los tiempos; es el imperio de los zombis. Estamos viviendo el terrible drama de la muerte de las ideas con sus consecuencias. 

Por: José E. Flete-Morillo.-

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