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jueves, 17 de enero de 2019

Nuestras acciones nos describen.-



Hay acciones cuyo impacto hacen evidente la cualidad moral de quien o quienes las ejecutan; en nuestros haberes encontramos hombres y mujeres que, de un lado u otro del deber, han calado en la memoria de la humanidad gracias a su proceder ante situaciones que demandaban una u otra posición; tal es el caso de un joven petromacorisano que en  1916 con menos de veinte años tomo la determinación de disparar contra un regimiento militar extranjero que desembarca en el muelle de San Pedro de Macorís provocando la muerte de uno de sus oficiales y que, saliendo ileso, se une a otros grupos guerrilleros en su lucha contra las fuerzas interventoras hasta ser apresado y torturado evadiendo la condena de muerte pesaba sobre sí a consecuencia de su determinación. Esta acción, además de otras de no menos importancia, perpetúa a Gregorio Urbano Gilbert de tal forma que resulta difícil su mención sin recurrir a sus proezas. Pero, también, hay acciones cuyos resultados nefastos han marcado de tal modo a quienes la han sufrido que sus ejecutores suelen ser recordados con mucho pesar. Los ejemplos sobran.
Dice Sartre que el hombre es lo que hace[1]. Es prestigio no lo determinan los títulos sino el comportamiento que se tenga ante los demás. Los títulos resultan piezas decorativas cuyo valor depende directamente del estilo de vida del ser humano. Por ejemplo; si el médico vive al margen de la ley, el título sucumbe; entonces lo que la sociedad recuerda es a un delincuente que hace las veces de médico; no es que ignora la profesión, es que la acción última desplaza a la primera; el título pierde valor ante la supremacía de la acción.
Una mala acción puede ser la muerte de todo aquello que  signifique idealización de la persona. Los títulos, el prestigio y los reconocimientos, sin importar la dimensión de estos, hacen de quien o quienes lo ostentan íconos que la sociedad misma considera dignos de imitación; pero si delinque, esto es, si quiebra de manera intencional o no[2] suele suceder todo lo contrario: la persona cae en desgracia y su reputación, más que quedar en entre dicho, es desfigurada por imprecación colectiva. Ante esta situación el individuo queda moralmente inutilizado teniendo como dos alternativa como única salida a su situación: tener que asumir el problema con cinismo, teniendo como excusa que "su vida a nadie le importa" o recurrir al anonimato acosado por una insoportable culpabilidad que con el tiempo le acarreará la muerte, sea por depresión o suicidio. Esto último lo podemos ver en un uno de los relatos[3] que Eulogio Silverio nos presenta en El problema de la elección moral donde el personaje central, un pastor protestante, atormentado por una calumnia en su contra, decide poner fin a su angustia mediante el suicidio. En el relato, lo que antecede a la muerte física es la muerte moral  que Silverio señala cuando dice "algo se había roto en su mundo moral interior".
El héroe es reconocido como tal por sus actos. Su accionar desprendido y muchas veces temerario, pues suele comprometer su propia vida, le  garantiza la admiración y el respeto de todos. El acto de arriesgarse en beneficio del otro es un discurso gráfico que trasciende las barreras no sólo de cualquier idioma sino también de cualquier del escepticismo. Retomemos Los miserables; hay un momento en que Jean Valjean, puede escapar de su implacable persecutor, el inspector Farver, convenciéndolo de que era otra persona, el respetable Señor Magdalena cuando, arriesgando su vida, logra salvar la de un bueyero que agonizaba bajo la pesada carreta que movía; la acción hace que su escéptico inquisidor equidiste entre la convicción y la duda. 
Los escritores románticos habían prestado especial atención a la acción y al impacto que produce en los demás. Además de Víctor Hugo, está Alejandro Dumas quien, en El Conde de Montecristo, hace emerger al héroe de sus cenizas, enarbolando con un ideal de personas cuyos méritos están sustentados por sus acciones; también está Alejandro Dumas hijo quien excusa la vida licenciosa de una meretriz presentándola como mártir al privarse a sí misma de los beneficios de una vida cortesana en pro del bienestar de un joven inexperto que la amó desenfrenadamente. Estos escritores tienden a explicitar el carácter en función de la acción; incluso, el villano era regenerado socialmente a partir del martirio de de éste, martirio que culminaba con el suicidio: la muerte era como una especie de instrumento expiatorio que mediaba entre el villano y el lector.
Lo que hacemos coincide con nuestro pensamiento; nuestra interioridad se manifiesta mediante nuestros actos. En uno de los Evangelios[4],  Jesús señala que una forma de conocer la exactitud de las personas es recurriendo a sus frutos, o sea, a sus actos. Dice:

Cuídate de los falsos maestros que se te acercan disfrazados de ovejas, pero son lobos rapaces capaces de destrozarte. De la misma manera que uno puede identificar un árbol por los frutos que lleva, podrás identificar a esos falsos predicadores por la forma en que se comportan. (...) Una persona se conoce por las acciones que produce.

En sus prédicas, El Maestro insiste en la correspondencia entre las palabras y los hechos; de no ser así lo que queda es, más bien, un lastre de hipocresía. La vida es una composición de acción y palabras; las últimas trascienden cuando son erigidas sobre los hechos.
Pero la correspondencia entre las acciones y las palabras no son el producto de una maquinación; no se trata de forzar la correspondencia; por el contrario, esa correspondencia es natural; se evidencia de forma llana ; emerge desde la interioridad porque así se vive. Cuando la correspondencia es producto de una maquinación estamos acto un verdadero acto de hipocresía que a la larga se pondrá en evidencia pues quien, o quienes incurre en ello deja escapa un halo de de su verdadera personalidad poniendo en evidencia su retorcimiento. Tanto en mundo de la política, como el de las religiones, están plagados de ejemplos que sustentan esta afirmación.
Pero hay que decir que es la sociedad quien insiste en esa mascarada; es ella, a través de sus instituciones quien procura una serie de modales que oculten nuestra manera de ser y comportarnos; los modales constituyen el medio por excelencia favorables para ocultar nuestras realidades que  nosotros mismos solemos traducir en bajeza; acciones que en nuestra intimidad manifestamos con naturalidad y agrado. Por eso los cínicos relegaban de los modales por considerarlos un atentado contra su libertad.
Una mala, lo mismo que una buena, describe nuestra trayectoria porque la vida; dice que clase de hombres y mujeres somos. Es un grito que publicita lo más escondido de nosotros. Nuestro comportamiento nos desenmascara ante los demás a pesar de que, muchas veces, insistimos en esconder lo que no se puede gracias a su inconmensurabilidad.
 Nuestras acciones se encargan de nuestra trascendencia en la historia y preserva para nuestras generaciones subsiguientes lo que verdaderamente somos a pesar de nuestra insistencia en mentir cuando queremos aparentar lo que no somos. Si algo hacemos es por lo somos. No es que el cargo, o el trabajo, o las amistades nos dañaron, sino que todo eso sirvió de reactivo para poner  en evidencia nuestra mismicidad. La persona moralmente íntegra sabe sobreponerse a los desmanes de la vida. Su lucidez moral, parafraseando a Kant no le permite adversar al deber.
Todo comportamiento es el testimonio vivo de una historia que se desarrolla previamente en el interior de cualquier persona; por eso, se nos hace difícil adoptar otra postura o accionar de modo distinto; cuando hacemos o decimos algo, que de por sí es hacer, es obedeciendo a una forma de ser.  De lo contrario la hipocresía nos corona; mascarada que, a la larga se desvanecerá con el correr del tiempo dejando al descubierto lo que en verdad somos.
Lo que hacemos, la forma de comportarnos, la forma de conducirnos ante los demás con respecto a sus intereses describen a la perfección lo que hemos sido durante toda la vida; con ello nuestra personalidad, retorcida o no, es evidenciada a la luz del día. Cuando nos comportamos de una u otra forma es obedeciendo a una naturalidad que nos constituía pero que evitamos dejar salir en pro de una aceptación o un engatusamiento sabrá Dios con qué fines. No importa lo que aparentemos, somos lo que hacemos.

Por: José E. Flete-Morillo.-





[1] . El existencialismo es un humanismo
[2] . Porque se pueden violentar las normas accidentalmente; por ejemplo, cuando alguien se ve obligado a robar alimentos para el sustento suyo o de su familia, como lo ilustra Víctor Hugo en la persona de Jean Valjean, en Los miserables.
[3] . La calumnia.
[4] . Mateo7: 15-20.

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