Hay acciones cuyo impacto hacen
evidente la cualidad moral de quien o quienes las ejecutan; en nuestros haberes
encontramos hombres y mujeres que, de un lado u otro del deber, han calado en
la memoria de la humanidad gracias a su proceder ante situaciones que
demandaban una u otra posición; tal es el caso de un joven petromacorisano que
en 1916 con menos de veinte años tomo la
determinación de disparar contra un regimiento militar extranjero que
desembarca en el muelle de San Pedro de Macorís provocando la muerte de uno de
sus oficiales y que, saliendo ileso, se une a otros grupos guerrilleros en su
lucha contra las fuerzas interventoras hasta ser apresado y torturado evadiendo
la condena de muerte pesaba sobre sí a consecuencia de su determinación. Esta
acción, además de otras de no menos importancia, perpetúa a Gregorio Urbano
Gilbert de tal forma que resulta difícil su mención sin recurrir a sus proezas. Pero, también, hay acciones cuyos resultados nefastos han marcado de tal modo a
quienes la han sufrido que sus ejecutores suelen ser recordados con mucho
pesar. Los ejemplos sobran.
Dice Sartre que el hombre es lo que hace[1].
Es prestigio no lo determinan los títulos sino el comportamiento que se tenga
ante los demás. Los títulos resultan piezas decorativas cuyo valor depende directamente
del estilo de vida del ser humano. Por ejemplo; si el médico vive al margen de
la ley, el título sucumbe; entonces lo que la sociedad recuerda es a un
delincuente que hace las veces de médico; no es que ignora la profesión, es que
la acción última desplaza a la primera; el título pierde valor ante la
supremacía de la acción.
Una mala acción puede ser la
muerte de todo aquello que signifique
idealización de la persona. Los títulos, el prestigio y los reconocimientos,
sin importar la dimensión de estos, hacen de quien o quienes lo ostentan íconos
que la sociedad misma considera dignos de imitación; pero si delinque, esto es,
si quiebra de manera intencional o no[2]
suele suceder todo lo contrario: la persona cae en desgracia y su reputación,
más que quedar en entre dicho, es desfigurada por imprecación colectiva. Ante
esta situación el individuo queda moralmente inutilizado teniendo como dos
alternativa como única salida a su situación: tener que asumir el problema con
cinismo, teniendo como excusa que "su vida a nadie le importa" o
recurrir al anonimato acosado por una insoportable culpabilidad que con el
tiempo le acarreará la muerte, sea por depresión o suicidio. Esto último lo
podemos ver en un uno de los relatos[3]
que Eulogio Silverio nos presenta en El
problema de la elección moral donde el personaje central, un pastor
protestante, atormentado por una calumnia en su contra, decide poner fin a su
angustia mediante el suicidio. En el relato, lo que antecede a la muerte física
es la muerte moral que Silverio señala
cuando dice "algo se había roto en su mundo moral interior".
El héroe es reconocido como tal
por sus actos. Su accionar desprendido y muchas veces temerario, pues suele
comprometer su propia vida, le garantiza
la admiración y el respeto de todos. El acto de arriesgarse en beneficio del
otro es un discurso gráfico que trasciende las barreras no sólo de cualquier
idioma sino también de cualquier del escepticismo. Retomemos Los miserables; hay un momento en que
Jean Valjean, puede escapar de su implacable persecutor, el inspector Farver,
convenciéndolo de que era otra persona, el respetable Señor Magdalena cuando,
arriesgando su vida, logra salvar la de un bueyero que agonizaba bajo la pesada
carreta que movía; la acción hace que su escéptico inquisidor equidiste entre
la convicción y la duda.
Los escritores románticos habían prestado
especial atención a la acción y al impacto que produce en los demás. Además de
Víctor Hugo, está Alejandro Dumas quien, en El
Conde de Montecristo, hace emerger al héroe de sus cenizas, enarbolando con
un ideal de personas cuyos méritos están sustentados por sus acciones; también
está Alejandro Dumas hijo quien excusa la vida licenciosa de una meretriz presentándola
como mártir al privarse a sí misma de los beneficios de una vida cortesana en
pro del bienestar de un joven inexperto que la amó desenfrenadamente. Estos
escritores tienden a explicitar el carácter en función de la acción; incluso,
el villano era regenerado socialmente a partir del martirio de de éste,
martirio que culminaba con el suicidio: la muerte era como una especie de
instrumento expiatorio que mediaba entre el villano y el lector.
Lo que hacemos coincide con
nuestro pensamiento; nuestra interioridad se manifiesta mediante nuestros
actos. En uno de los Evangelios[4],
Jesús señala que una forma de conocer la
exactitud de las personas es recurriendo a sus frutos, o sea, a sus actos.
Dice:
Cuídate de los falsos maestros que se
te acercan disfrazados de ovejas, pero son lobos rapaces capaces de
destrozarte. De la misma manera que uno puede identificar un árbol por los
frutos que lleva, podrás identificar a esos falsos predicadores por la forma en
que se comportan. (...) Una persona se conoce por las acciones que produce.
En sus prédicas, El Maestro
insiste en la correspondencia entre las palabras y los hechos; de no ser así lo
que queda es, más bien, un lastre de hipocresía. La vida es una composición de
acción y palabras; las últimas trascienden cuando son erigidas sobre los
hechos.
Pero la correspondencia entre las
acciones y las palabras no son el producto de una maquinación; no se trata de
forzar la correspondencia; por el contrario, esa correspondencia es natural; se
evidencia de forma llana ; emerge desde la interioridad porque así se vive.
Cuando la correspondencia es producto de una maquinación estamos acto un
verdadero acto de hipocresía que a la larga se pondrá en evidencia pues quien,
o quienes incurre en ello deja escapa un halo de de su verdadera personalidad
poniendo en evidencia su retorcimiento. Tanto en mundo de la política, como el
de las religiones, están plagados de ejemplos que sustentan esta afirmación.
Pero hay que decir que es la
sociedad quien insiste en esa mascarada; es ella, a través de sus instituciones
quien procura una serie de modales que oculten nuestra manera de ser y
comportarnos; los modales constituyen el medio por excelencia favorables para
ocultar nuestras realidades que nosotros
mismos solemos traducir en bajeza; acciones que en nuestra intimidad
manifestamos con naturalidad y agrado. Por eso los cínicos relegaban de los
modales por considerarlos un atentado contra su libertad.
Una mala, lo mismo que una buena,
describe nuestra trayectoria porque la vida; dice que clase de hombres y
mujeres somos. Es un grito que publicita lo más escondido de nosotros. Nuestro
comportamiento nos desenmascara ante los demás a pesar de que, muchas veces,
insistimos en esconder lo que no se puede gracias a su inconmensurabilidad.
Nuestras acciones se encargan de nuestra
trascendencia en la historia y preserva para nuestras generaciones
subsiguientes lo que verdaderamente somos a pesar de nuestra insistencia en
mentir cuando queremos aparentar lo que no somos. Si algo hacemos es por lo
somos. No es que el cargo, o el trabajo, o las amistades nos dañaron, sino que
todo eso sirvió de reactivo para poner en evidencia nuestra mismicidad. La persona
moralmente íntegra sabe sobreponerse a los desmanes de la vida. Su lucidez
moral, parafraseando a Kant no le permite adversar al deber.
Todo comportamiento es el testimonio
vivo de una historia que se desarrolla previamente en el interior de cualquier
persona; por eso, se nos hace difícil adoptar otra postura o accionar de modo
distinto; cuando hacemos o decimos algo, que de por sí es hacer, es obedeciendo
a una forma de ser. De lo contrario la
hipocresía nos corona; mascarada que, a la larga se desvanecerá con el correr
del tiempo dejando al descubierto lo que en verdad somos.
Lo que hacemos, la forma de
comportarnos, la forma de conducirnos ante los demás con respecto a sus
intereses describen a la perfección lo que hemos sido durante toda la vida; con
ello nuestra personalidad, retorcida o no, es evidenciada a la luz del día.
Cuando nos comportamos de una u otra forma es obedeciendo a una naturalidad que
nos constituía pero que evitamos dejar salir en pro de una aceptación o un
engatusamiento sabrá Dios con qué fines. No importa lo que aparentemos, somos
lo que hacemos.
Por: José E. Flete-Morillo.-
[1] . El existencialismo es un humanismo
[2]
. Porque se pueden violentar las normas accidentalmente; por ejemplo, cuando
alguien se ve obligado a robar alimentos para el sustento suyo o de su familia,
como lo ilustra Víctor Hugo en la persona de Jean Valjean, en Los miserables.
[3] . La calumnia.
[4] .
Mateo7: 15-20.
2 comentarios:
Excelente!! Tremenda verdad
Muy buena!
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