La historia
es tomada de una serie animada titulada “Ávatar, la leyenda
de Aang”, de la empresa televisiva
Nickelodeon, en Estados Unidos; el argumento de esta producción gira en torno a
un niño de doce años, Aang, quien tiene que dominar los cuatro elementos (aire,
fuego, tierra y agua) para poder vencer al Señor del Fuego Ozai y, así,
devolver equilibrio al mundo.
Pero lo que nos interesa de esta serie es un personaje
que, a pesar de ser considerado secundario, no deja de acaparar la atención gracias a la fuerza
que le imprimen sus productores (Michael
Dante Di Martino, Bryan
Konietzko y Aaron Ehasz). Azula, hija del rey Ozai,
Señor del Fuego, y hermana de Zuko, según la visión
de su padre, es la más idónea para sucederle en
el trono por ser intrépida y corresponderse con las intensiones de extender los
dominios de la Nación del Fuego.
En realidad, la Princesa Azula es contumaz.
Sabe que el lugar de su padre en el trono debe ocuparlo alguien que lo equipare
en las ambiciones desmedidas de poder, y su hermano, el príncipe Zuko, es
susceptible a los a los efluvios de la razón;
ella, en cambio, irrespeta los parámetros que le impone la prudencia
y se empecina en lograr lo que se propone; tanto es así, que recorre el mundo
entero tras su hermano quien sufre la ignominia
del destierro; éste, diferente a ella, a pesar de que intenta recuperar su
honor con lacaptura del Ávatar, responde
a los parámetros que la razón le
impone: su tío, el General Iroh, funge como su conciencia, arredilándolo por
los senderos de la corrección moral.
Azula, no tiene parámetros; su ambición de
poder la aleja del sentido común invalidando
todo aquello que se llame afecto, lealtad o convivir; no hay más pasión
que la de suceder a su progenitor en el trono;
nada distorsiona su enfoque: quiere ser la sucesora
y nadie ni nada puede ser obstáculo para ello. El amor, por ejemplo, se
convierte en algo insignificante, no puede amar; aun el erotismo se
torna en nimiedad deplorable. En ella, cualquier sentimiento no pasa de ser más
que un triste relato sin importancia. Inclusive, lo único que la une a su progenitor es esa desmedida ambición por el
poder; nada de afecto familiar, ni si quiera lo considera para deplorarlo; lo
venera como al rey de una poderosa nación, como a una figura a la que en un tiempo llegará a suceder.
Bajo esas condiciones, la Princesa se embarca en una
larga persecución por el poder, convirtiéndose en la némesis
se su hermano, el príncipe Zuko. Ávida de poderío, intenta a toda costa
eliminar a todo el que considere nocivo para sus planes; si el medio es
aniquilar a su hermano, a eso accede sin ningún tipo de remordimiento; y es
entendible pues, desde que asimiló lo que significa el poder en sí, se
desprendió todo lo que tenga que ver la sensibilidad
y el afecto natural; ahora es irreconocible, parece un monstruo emergido de ese
mundo dantesco que se nos presenta en La divina
comedia cuando se describe el infierno.
¿Qué le sucedió a la princesa? ¿En qué momento se extravió su percepción del poder?
¿Cómo o de qué forma lo asimila? He ahí el problema, porque al no tener una
noción clara de lo que ello significa se maneja al respecto como si se tratara
de un derecho que se le confiere para hacer de la vida
de los demás, de aquellos que subyacen a su dominio, un infierno. Igual que su
padre, su visión del mundo estaba distorsionada: veía en él un cúmulo de cosas
“útiles” para descargar toda clase ira y jugar al destino con quienes tienen
que sufrir sus caprichos.
En realidad, como se puede ver, la princesa Azula no
estaba preparada para incurrir en eso del poder: a pesar de sus dotes de
hermosura, de su casta y de sus increíbles habilidades de “fuego control”, su
actitud, al respecto, era infausta, pues carecía del sentido del deber hacia el
bien común. Por eso, cuando su padre le cede el espacio, en vez del júbilo
y la celebración, lo que se pone en evidencia
es su locura, producto de una distorsión mental que
arrastraba desde cierto tiempo y que sólo podía salir a la luz
pública en un contexto apropiado, es decir, donde las condiciones para ello
fueran necesarias, donde sus caprichos fueran algo habitual para quienes están
condenados a padecerla. ¿Y qué escenario más oportuno que el trono, donde se
puede manejar a sus anchas?
La historia de la princesa Azula, resulta una
ilustración apropiada para tratar entender el por qué de los cambios que sufren
ciertas personas cuando ostentan el manto de la investidura.
Lo que ella hace, su particular manera ser y de relacionarse con los demás, son
imágenes frescas que nos sirven para comprender ciertos comportamientos que
vemos podemos ver en las esferas de poder, desde nuestra subordinación. Pero,
si nos valemos de las consideraciones que ciertas culturas antiguas nos
ofertan, el trabajo se torna más inquietante, y asiduo en el análisis de
ciertas conductas potentadas.
Los antiguos griegos, en uno de sus
mitos, nos ayudan a entender la situación que,
como Azula, muchos experimentan como resultado de
haber apurado la copa del poder. Ellos
planteaban que cuando alguien incurría en algún exceso, sobre todo en lo
relativo al poder, los dioses les castigaban con algún mal como forma de hacer
volver a la mesura; un ejemplo lo constituye
Odiseo quien, tras cegar al cíclope, fue sometido a navegar errante como
castigo a su osadía. Otro ejemplo es el de Sísifo quien, por su exceso de
osadía, fue castigado por Plutón al trabajo absurdo y eterno.
Otras culturas antiguas, además de los
griegos, mediante sus mitos, presentan los excesos como causantes de los
fracasos que lahumanidad ha sufrido desde su
aparición. En la Biblia se nos habla de
los excesos del rey Saúl quien, ebrio de poder, desobedeció a
su Dios obteniendo como recompensa el desprecio de éste y su profeta. También
está el mito nórdico de Tor, el dios del rayo; a éste, su padre, Odín, le
castigó con el destierro puesto que sus acciones eran, además de inapropiadas
para un dios, excesivas.
Muchos son los relatos que la antigüedad nos ha legado en los que el problema de “los
excesos del héroes” son tratados con frecuencia con la finalidad,
así se puede apreciar, de advertirnos de las nefastas consecuencias que surgen
como consecuencia del manejo inapropiado del poder. Y no sólo la antigüedad nos aborda al respecto; en nuestra
contemporaneidad encontramos numerosos sucesos en los que la asimilación
distorsionada del “mando” ha desembocado en gobiernos que, además de risibles
(esto es en el menor de los casos), han sido un verdadero absurdo en lo que se
refiere al arte de gobernar; en sus memorias brillan por sus excesos
los dictadores con sus subsecuentes “desenlaces fatales”.
Visto desde la perspectiva
de la Grecia antigua, Azula sufrió la consecuencia de sus excesos; su largo historial de
obsesión por el poder la hizo inmune a todo
aquello que tiene que ver con la mesura y el
trato con los demás, situación que concluyó con una distorsión férrea de la visión del poder y la pérdida
de su equilibrio mental. Sus excesos la condujeron
a adoptar una personalidad distorsionada incapaz de distinguir entre el bien y
el mal: nada le detiene, sólo quiere demostrar su poder, sólo quiere demostrar
cuán superior es a los demás. Tanto ha descendido la princesa que aún sus más leales aliados sufren los
efluvios de su locura. En fin, laprincesa ha
enloquecido y la causa radica en su carencia de
mesura y de sentido común.
* * *
Partiendo de este relato, y visto desde
el criterio de la antigüedad referido en los
dos párrafos anteriores, el poder, cuando no se asume como se debe (en
beneficio del bien común) tiende a desequilibrar mentalmente a quienes lo
ostentan, haciendo que estos incurran en comportamientos tan extraños que nos
hacen dudar, aunque no sea así, de la compostura
de los mismos.
¿Qué sucede cuando se asume el poder con
una actitud individualista o caprichosa? ¿Cuáles son los resultados de
manejarse desde allí ignorando el natural compromiso con los demás? Las
respuestas se grafican en esa metáfora que se nos ofrece en esta serie animada:
porque la locura de Azula es eso, una metáfora de poder asumido sin las
condiciones necesarias; y no me refiero a laformación
profesional sino a la actitud “aberrante” de
quienes lo procuran. Porque hay quienes procuran el poder con la finalidad de satisfacer la carencia
de aquellas cosas de las que fueron privados (comidas, lujos, entre otras) y
cuando lo consiguen: focalizan todo su interés en ello olvidando de cuajo su
compromiso con los demás, olvidando que su estatus actual está cargado de una
gran responsabilidad hacia y por los otros, y que es la esencia
misma de su investidura. En fin, lo que tenemos, como resultado de asumir el
poder con una visión errada, no es otra cosa que excesos. Excesos que, a la larga, termina en un triste epílogo.
Su ambición desmedida de poder les
obnubiló el sentido de responsabilidad y, en consecuencia, emprendieron una
serie de acciones que distan mucho de la investidura
que les asiste. Los griegos tenían razón: los excesos nos empujan a
cometer acciones que desnudan nuestras intimidades haciendo quedar al
descubierto nuestro verdadero yo; lo que escondemos se hace visible gracias a
que traspasamos los límites que nos anunciaban la existencia
del otro. Eso fue lo que sucedió con Azula, y es lo
que sucede con todo aquél que, embebido de poder, olvida cuál es su función en
el cargo que ocupa.
Aunque parezca romántico, o una
exageración idealista, el poder debe asumirse en función del bien común; es
decir, quienes lo asumen, o simplemente lo procuran, deben hacerlo
considerándolo como lo que es: un compromiso, una responsabilidad, que apunta
al obligación, como un oficio cuya consistencia en el deber mismo.
La historia de la humanidad
está plagada de ejemplos que respaldan esta afirmación: Nerón, Calígula,
Rasputín, Mussolini, Hitler, Trujillo, Franco, Pinochet. Ejemplos de personajes
que, conocidos por todos, cuyas historias son caracterizadas por medidas
absurdas que, lejos de cumplir con las finalidades correspondientes a su
posición, se concentraron en satisfacer a toda costa sus caprichos (como
Calígula que nombró a su caballo cónsul de una de las provincias que estaban
bajo su dominio).
El poder, cuando se adquiere o se delega
sin considerar la aptitud de los candidatos,
tiene consecuencias peligrosas que afectan a todos sin ningún tipo de
distinción; pero hay quienes sufren más: aquellos que tienen mayor cercanía.
Estos viven de cerca el desgaste mental de aquél y, ya sea por compromiso moral
o por temor, que saborear el trago amargo de soportar sus insolencias y
desmanes. Un ejemplo de ello lo constituye un caso muy frecuente en nuestros
predios, de sujetos con delirio de grandeza pero con limitaciones diversas;
cuando estos, aunque sea por un milagro, alcanzan una posición de privilegio,
hacen de la vida de los primeros un verdadero
infierno; su deseo de notoriedad, una vez satisfecho, los remite a una búsqueda
insaciable de pleitesía, y cuando esto no sucede según lo esperado recurren
a la humillación y a todo tipo de triquiñuela
con la finalidad de demostrar “quienes son”.
Azula, olvidó todo; su desmedida
ambición la llevó a desprenderse de todo
afecto, de todo trato humano con sus semejantes, ni si quiera sus leales amigas
estaban a salvo con ellas; las mantenía a su lado con el justificante de que le
temían; no tenía hacia ellas ningún trato afectivo más que la consideración
de que se les debía por temor, por miedo.
¿Se puede llegar lejos con una actitud
como la de la princesa? Por supuesto que sí; pero las posibilidades de una
compañía leal son mínimas porque a la larga
solamente que resentimiento y odio de parte de aquellos que tienen que sufrir
los caprichos de quien ignora que el poder no es un lujo sino una
responsabilidad.
Quienes actúan de espalda a este
principio, pronto dejan en evidencia su ineptitud; éstos,
conscientes de ello, y producto de una paranoia que asumen en consecuentemente,
incurren en una serie de acciones que exhiben a toda claridad su ineptitud y
estupidez indistintamente:
-.Espionaje: Se valen de personas sin ningún tipo de escrúpulo para
satisfacer sus sospechas; como saben que son ineptos, que están en el poder no
por sus méritos sino gracias a una casualidad o aun “amarre” que hicieron, y
que en cualquier momento pueden ser privados de los lujos que disfrutan,
establecen una insospechada cadena de espías que les mantendrán al tanto de
cualquier posible “complot” que en su contra se orqueste[1].
Su ineptitud los volvió paranoicos; le
temen a todo y a todos; sospechan de cualquiera, desestiman la posibilidad de algo de lealtad en su favor. Y eso es
entendible: como carecen de virtud para algún oficio, comprende con suma
claridad que en cualquier momento pueden ser superados por alguien que le
aventaje en tan sólo “dos dedos de frente”. Temen porque su poder no es
legítimo sino producto de su arribismo. Están allí no porque compitieron
legítimamente sino porque treparon, engañaron o simplemente pescaron en mal
revuelto.
-.Falta
de escrúpulo: da pena ver como se valen de personas con
necesidades de diferentes índoles para instrumentalizarlos: los usan para que
les sirvan de bufones, chupamedias, espías; o simplemente para que en todo
tiempo les estén elevando el ego con toda clase de elogios adulaciones. No sé
cómo soportan vivir en semejante teatro; no entiendo como logran sobrevivir a
semejante atosigamiento. Es realmente interesante conocer cómo pueden utilizar
las necesidades de los demás con el fin de satisfacer su “hambre milenaria”,
esa necesidad que jamás será satisfecha gracias a que detrás de ellos hay una
larga historia de mentiras y falsedad.
-. Atribuciones inapropiadas: no obstante su
ineptitud para hacer algo bien, o que sea moderadamente aceptable, tienden a
atribuirse los méritos de los demás. No hacen nada ni contribuyen con nada, ni
en lo más mínimo, y ¿por qué? Porque se las pasan en sus priorizando sus
preocupaciones primitivas, invirtiendo el tiempo en nimiedades o en cosas muy personales
que en nada contribuyen con su rol en la sociedad;
y van más allá de este absurdo: cuando alguien quiere contribuir con algo, se
las arreglan para fastidiar el momento y hacer que el desastre sea mayor. Pero
en el momento de que se logra algo que beneficie a la mayoría,
no obstante su entorpecimiento, se atribuyen los logros y se valen de sus
lacayos para pregonar un triunfo muy remoto a sus posibilidades.
-.Engreimiento: “¡Aquí yo soy el jefe!” Suelen gritar
cuando advierten que alguien desestima su cargo. Y como si fuera poco se las
arreglan para hacer que aquellos vivan un verdadero infierno mientras están
bajo su dominio. Son verdadero ególatras, pero brutos; porque asumen que, por
su cargo, hay que tributarle honra y honor. Asumen que su posición es
suficiente para tener toda una caterva de lambones y de vocingleros que
auparán sin ningún tipo de pudor su “ostentosa figura”.
“¡Ten cuidado conmigo que a ti yo te
parto!”. Se les escucha gritar en su oficina al “pobre diablo” que por
casualidad se atrevió a reclamarle cierto derecho del que se creía dueño.
Suelen hacer eso con cualquiera que esté bajo su dirección. Pero ese grito no
es más que la evidencia de su temor. Temor
porque saben que el traje les queda grande y que el puesto no es eterno. Y,
sobre todo, porque que en cualquier momento pedirán su cabeza en bandeja de
plata. Por eso gritan, por eso amenazan, porque saben que después de la pérdida del temor lo que viene es la insubordinación.
Y no quieren eso porque, de ser así, ¿cómo podrán satisfacer sus apetitos
primitivos con la facilidad con que lo están
haciendo?
-.Individualismo. Desconocen el trabajo en equipo. Gracias a su engreimiento,
consideran que son autosuficientes y que los demás son simplemente “una
insignificante referencia al pie de páginas”. Con el personal de apoyo, son
crueles: los abusan, amenazan y maltratan por ser, según ellos, de escasa
formación. “¡Usted no es más que un simple conserje!” Suelen
enrostrarle a quien se atreve tan sólo a sugerirle algo. Se consideran imprescindibles:
están convencidos que sin ellos la institución
colapsaría.
No aceptan sugerencias debido a que la consideran un insulto, una sospecha de su capacidad.
Tienen un pero para cualquier planteamiento que cualquier otro haga; no bien su
interlocutor comienza su alocución cuando ya tienen una objeción, un pero, una
falta. Es por eso que se manejan con tanta deficiencia; es debido a eso que son
un fiasco en cualquier empresa; esa es la causa
de que todo lo que hacen termina siendo un desastre. Eso explica por qué
“desbaratan con los pies lo que otros hacen con las manos.
Por temor a ser eclipsados, prefieren
estar al margen de los demás, lo que despierta en cualquiera la sospecha de su comportamiento. Si tuvieran un mínimo de
inteligencia entenderían que el trabajo en equipo garantiza la buena reputación de su mandato, pues, aunque sean de
visión corta, se llevarán los lauros[2] gracias al
trabajo de otros. Pero no, sino que, obsesionados por la fama,
destruyen toda posibilidad de posicionamiento.
No se interesan ni en lo más mínimo por
el bienestar de los demás; ignorando el sentido del bien común, procuran su
propio beneficio incurriendo en lo que yo llamaría una especie de suicidio
involuntario ya que se hacen daños a sí mismos al tratar de impedir que los
demás se los eclipsen. Tan exacerbado es su individualismo que, son
capaces de hacer que la institución a la que pertenecen sucumba. No reparan en que allí su modus
vivendi está garantizado; no pueden pensarlo gracias a ese apetito
voraz y primitivo que les gobierna.
Epílogo.-
La antigüedad no se equivocó cuando
nos hablaba de los resultados de los excesos en el poder. Creo que es lo que
mejor nos ayuda a entender lo que sucede cuando se les confía el poder a
individuos que carecen del sentido de responsabilidad y del deber.
Entiendo que es la mejor vía para comprender
ciertos comportamientos que suceden en las esferas del poder.
La locura de Azula, en tanto consecuencia de su incapacidad para todo lo
relativo al poder, no es algo de su exclusividad. Basta un poco de historia,
incluso local, para encontrar diversidad de ejemplos que respaldan a todas
luces este ensayo. No hay forma de hablar de este asunto sin ser remitidos a
situaciones conocidas.
Azula enloqueció, como enloquecen todos
los que se manejan en el poder ajenos a la deber.
Y cuando digo locura me refiero a los excesos
que se cometen desde la autoridad
aprovechando la situación para satisfacer necesidades
pendientes ignorando que la responsabilidad del mando
respecto a demás. Eso es una locura, y las acciones
que suceden evidencian la ineptitud de quienes
gobiernan sin ningún tipo de criterio ni pudor. Azula enloqueció
porque perdió el norte de la responsabilidad
del mando que ostentaba.
Por: José
E. Flete-Morillo.-
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